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Etnia milenaria defiende sus raíces en los Andes bolivianos

Por milenios un lago en los Andes bolivianos prodigó vida a una rica cultura desde que los primeros hombres pisaron el Altiplano

Muerto el lago hace cinco años por causa del cambio climático y la contaminación, los Uru se aferran a sus raíces para evitar que sus saberes se evaporen como las aguas.

Etnia milenaria defiende sus raíces en los Andes bolivianos

“Los abuelos pensaron que el lago duraría toda la vida y ahora mi pueblo está en extinción porque nuestra fuente de vida se ha perdido. En este tiempo todo cambia, pero nos esforzamos por mantener nuestra cultura”, dice Luis Valero, mallku (líder) de las tres comunidades Uru del lago Poopó, en la provincia altiplánica de Oruro, en el occidente de Bolivia.

Los Uru vivieron por siglos en islas flotantes y balsas de junco. Se llamaban “hombres de agua”.

“Recogían huevos, pescaban, cazaban flamencos y patos. Cuando se enamoraban, la pareja fabricaba su propia balsa”, cuenta el relato que recuerda de sus abuelos Abdón Choque, joven líder de Puñaca, con 180 habitantes, el más pequeño de los tres pueblos. Los otros son Llapallapani y Vilañeque.

El lago Poopó llegó a abarcar 2.337 kilómetros y se unía hacia el norte con el Titicaca en un vasto mar interior que forjó culturas como la Tiwanaku (400 a.C. - 1.200 d.C.), antes de los incas. Las aguas poco profundas fueron disminuyendo durante décadas debido a la sedimentación, la minería, el desvío de aguas a la agricultura, el cambio climático y el fenómeno El Niño, con su patrón errático de lluvias y sequías, según estudios del Centro de Ecología y Pueblos Andinos (CEPA) en Bolivia.

En febrero de 2016 la NASA y la Agencia Espacial Europea (ESA) corroboraron con registros satelitales la evaporación casi total del Poopó. Imágenes de pequeñas embarcaciones de pescadores encalladas en el lecho fofo dieron la vuelta el mundo.

“Cuando nuestros padres salieron a la orilla (en los años 70) las tierras ya estaban ocupadas. Somos antiguos, pero no tenemos territorio. Ahora no tenemos fuente de trabajo, nada”, dice Rufino Choque, de 61 años y alcalde de Puñaca, que cobija una ventana de casas en unos 400 metros cuadrados.

Las tres comunidades están separadas y viven rodeadas de vecinos que cuidan celosamente sus tierras. Sin terreno para la agricultura y el pastoreo, los jóvenes y adultos se emplean de labriegos, pastores, mineros o albañiles en pueblos cercanos. “Ven la plata y no regresan”, dice Abdón. Las mujeres hacen artesanías con paja con mínima ganancia.

Aunque no reportaron enfermos o fallecidos, la pandemia de COVID-19 restó continuidad al aprendizaje del uru. “Nuestros hijos tienen que recuperar el idioma para distinguirnos de nuestros vecinos”, afirma Valero.

Más al sur en la frontera con Chile, los Uru-Chipaya, primos de aquellos, tuvieron mejor suerte porque no dependieron del lago, sino de la agricultura. Ahora, esa lengua aprenden los pueblos del Poopó. Al norte, en el lado peruano del Titicaca, todavía viven otros primos Uru en islas flotantes.

“Durante la colonia los Uru dominaban las zonas altas, pero fueron absorbidos por aymaras y quechuas debido a la presión por la tierra”, afirma la antropóloga Carol Rocha del CEPA.

En la región andina la situación más crítica es de los Uru. En la Amazonía, otros doce pueblos viven al “borde de la extinción”, según la presidenta de la Comisión legislativa de Pueblos Indígenas, Toribia Lero, de origen quechua.

“Los profesores nos enseñan el idioma con números, canciones y saludos. Es un poco difícil pronunciar. Quiero ser maestra de matemáticas para enseñar en mi comunidad. Si estudio gastronomía quisiera llevar la comida de mi pueblo”, dice Avelina Choque, de 21 años y una de dos alumnos del bachillerato. La pandemia ha restado continuidad al aprendizaje.

“A pesar de la adversidad, se reivindican como Urus y defienden su cultura; eso es admirable”, según el lingüista Carlos Callapa de la Fundación en Contextos de Multilingüismo y Pluriculturalidad (FUNPROEIB Andes) que apoya a los originarios en la recuperación del idioma y la cultura. “Recuperar la lengua tiene un fuerte componente simbólico, pero pueden llevar tiempo y dependerá de si el uso se hace funcional en la vida diaria”.

La tecnología parece jugar en contra. Los adultos añoran el lago que los jóvenes no conocieron. Cada cierto tiempo, las tres comunidades se reúnen en asamblea, hablan de sus proyectos y sus peripecias con el Estado. En otra esquina los adolescentes y niños parecen fascinados con el teléfono móvil.

“Somos un Estado Plurinacional, no podemos permitir que se pierda una lengua, una cultura”, asegura la ministra de Culturas, Sabina Orellana, de origen quechua. Ella piensa que los hermanos Uru están en riesgo. “Hay una deuda con los pueblos”.

El primer presidente indígena del país, Evo Morales (2006-2016), cambió la Constitución (2009) para reivindicar a los originarios. Bolivia pasó de República a Estado Plurinacional y 36 lenguas nativas fueron reconocidas. Por gestión suya, Naciones Unidas proclamó el 22 de abril “Día internacional de la Madre Tierra”, pero su legado fue controversial en un país de economía primaria. Alentó la expansión de la agroindustria, la minería y autorizó la exploración petrolera en reservas naturales, lo que le ganó enemigos entre los indígenas, según estudios de la Fundación Tierra.

Con siete meses en el cargo, el heredero político de Morales, Luis Arce, busca retomar la agenda indígena tras una larga crisis política que vivió el país. “A finales de julio organizaremos un encuentro de los 36 pueblos para hacer un diagnóstico y formular soluciones”, anticipa Orellana.

“El Estado Plurinacional fue un hito y debió ser el inicio de un nuevo país, pero quedó en normas. La ley minera desconoció derechos de los originarios y la corrupción saqueó el Fondo Indígena. Fue un retroceso. Los indígenas fueron utilizados”. “Todavía soñamos con un Estado Plurinacional”, dice Lero.

En el lecho salitroso del lago aparecen pequeños espejos de agua cuando las lluvias son generosas. Regresan flamencos y patos silvestres pero las aguas se evaporan pronto en un clima de extremos: temperaturas gélidas en la noche, sol seco y ardiente de día.

“El lago te jala. Es como si te dijera: hijo ven a visitarme. Yo me fui a estudiar, pero he vuelto a mi comunidad. De vez en cuando voy a cazar con mi liwi (honda de tres puntas) y hago ofrendas al lago”, añora Abdón.



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