Saladino, un héroe para Oriente admirado en Occidente
Un interesante ensayo de Jonathan Phillips analiza la figura y relevancia histórica del sultán que reconquistó Jerusalén para los musulmanes durante las Cruzadas y despertó fascinación también en Europa
Una figura histórica se ha ido erigiendo de forma casi unánime como un inusual modelo de conducta tanto para Oriente como para Occidente a lo largo de los ocho siglos transcurridos desde la reconquista de Jerusalén por parte de los musulmanes en 1187. Se trata de Al-Malik al-Nasir Salah al-Din Abu’l Muzaffar Yusuf ibn Ayyub al-Tikriti al-Kurdi, al que sus padres le dieron por nombre propio de nacimiento José (Yusuf en la forma coránica del personaje bíblico) pero que ha pasado a la historia como Saladino (1137-1193), la corrupción latina de uno de sus títulos honoríficos: Salah al-Din, que significa “rectitud de la fe”. El prestigio del hijo de Ayyub (Job), nacido en Tikrit (actual Irak), y perteneciente al pueblo kurdo, tres datos de los que informa su largo nombre, queda reflejado en el reciente volumen Vida y leyenda del sultán Saladino (Ático de los Libros, 2021), un interesante ensayo del profesor de Historia de las Cruzadas Jonathan Phillips.
El sultán de Egipto
Antes del ascenso de Saladino, fue Nur al-Din, el hijo de Zengi, el que se convirtió tras la conquista en 1150 de Damasco en el líder más poderoso de la zona. En los siguientes años, Saladino se destacó en la batalla bajo las órdenes de su tío Shirkuk, el jefe militar de Nur al-Din. Y juntos combatieron en Egipto a las tropas francas de Amalarico, rey de Jerusalén, que pusieron cerco en 1169 a El Cairo. Cuando el califa chií Al-Adid pidió ayuda a Nur al-Din, no sospechó que este sería el fin de su dinastía en Egipto. Apenas un par de años después, tras la muerte de Shirkuk y del califa, Saladino se proclama sultán de Egipto. A partir de ahí, el ascenso del ayubí fue imparable.
Para ello también fue necesario dejar de estar bajo la influencia de los zenguíes. Aunque continuamente mostró su lealtad a Nur al-Din, este siempre dudó de sus intenciones. Y a su muerte, Saladino se hizo con el poder en Damasco, ya como sultán tanto de Egipto como de Siria. Destaca Phillips en su trabajo que, para consolidar su influencia, Saladino, poco dado a exhibiciones ostentosas ni al lujo excesivo, engrasó su maquinaria política y diplomática de alianzas a base de generosidad, tanto en regalos como en forma de tierras y derechos de cobro de impuestos.
Jerusalén como objetivo
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A partir de aquí, el relato de Phillips en Vida y leyenda del sultán Saladino se vuelve trepidante, con hechos históricos de carácter épico, como los asedios de Kerak y Mosul, o la batalla de los Cuernos de Hattin (julio de 1187), en la que los sarracenos aplastaron a los ejércitos francos comandados por Guido I de Lusignan, convertido en rey de Jerusalén tras una pugna dinástica gracias a su matrimonio con la hija de Amalarico, la reina Sibila, tras las muertes en 1185 del hermano de esta, Balduino IV, el Leproso, y de su sucesor (Balduino V, hijo de Sibila) un año después. También participó en Hattin el que quizá es el personaje más antipático del libro, Reinaldo de Châtillon, príncipe de Antioquía, el mayor enemigo personal del ayubí tanto en la guerra como por sus ataques en la ruta de los peregrinos a la Meca e incluso por su incursión por el mar Rojo con el objetivo de llegar a la ciudad sagrada de los musulmanes, y que murió tras la batalla ejecutado por el propio Saladino a golpe de sable.
Tras la derrota de los francos, numerosas ciudades y fortificaciones cayeron en manos musulmanas. Y llegado a este punto, Saladino acometió la tarea vital que se había autoimpuesto, la reconquista de Jerusalén, en manos infieles a raíz de la Primera Cruzada, con el recuerdo en la memoria de cuando en 1099 los francos sitiaron la ciudad, entonces dependiente del califato fatimí de Egipto, asaltaron sus murallas y masacraron a la mayor parte de la población musulmana, judía y hasta cristiana.
Saladino cumplió sus promesas apenas unos meses después: entró triunfal en la ciudad el 2 de octubre de 1187 tras un corto asedio y una dura negociación con la reina Sibila y con Balián de Ibelín —en contra de leyendas y películas, no está acreditado que tuvieran un romance como el de Eva Green y Orlando Bloom en la película El reino de los cielos (2005), de Ridley Scott—. Tras la caída de la ciudad, Saladino respetó la vida de miles de cristianos, en contraste con el baño de sangre de los francos décadas antes, lo que contribuyó a crear en torno al líder ayubí “un recuerdo perdurable que no ha dejado de sonar a lo largo de los siglos”, señala Phillips.
La caída (o reconquista, según el bando) de Jerusalén, dio paso a otros hechos históricos, como el fracasado asedio sarraceno al puerto de Tiro; o el sitio de los francos a la ciudad de Acre, que se prolongó dos años y acabó con la derrota de las fuerzas de Saladino gracias a la llegada en 1191 de los refuerzos de la Tercera Cruzada —se financió en Europa por un impuesto llamado el “diezmo de Saladino”—, encabezados por los reyes Felipe Augusto de Francia y Ricardo I de Inglaterra, Corazón de León.
Fin de la Tercera Cruzada
La llegada del monarca inglés activó muchos otros enfrentamientos entre musulmanes y francos, que incluso se encaminaron a sitiar Jerusalén, aunque acabaron por desistir de su objetivo. La batalla de Jaffa en 1192, con derrota de las tropas de Saladino, fue el último enfrentamiento de la Tercera Cruzada, que culminó con una tregua entre Ricardo y Saladino pactada mediante intermediarios, ya que en contra de historias apócrifas nunca llegaron a verse y menos combatir en persona. Una tregua que incluía la permanencia franca en varios emplazamientos de la costa mediterránea y el dominio musulmán en Jerusalén, que permitiría en adelante a los cristianos desarmados visitar la ciudad.
Saladino murió en Damasco poco después, el 4 de marzo de 1193, pero su figura ha crecido desde entonces. A menudo, gracias a leyendas falsas. Saladino, en un combate cuerpo a cuerpo con Ricardo Corazón de León. El famoso sarraceno, descendiente de una noble familia francesa, raptado y criado en Oriente. También ingresando en una orden de caballería. Hasta convertido al cristianismo. O con una agitada vida romántica por Europa, que incluye incluso a una Leonor de Aquitania harta del aburrido Luis VII. La febril imaginación de poetas y escritores ha alimentado durante ocho siglos la figura del personaje medieval, de tal manera que incluso su nombre aparece en obras como la Divina Comedia, de Dante Alighieri, el Decamerón, de Giovanni Boccaccio, El conde Lucanor, de Don Juan Manuel, o más cercana en el tiempo, El talismán, de Walter Scott. Aunque a veces través de la ficción, el alcance de la huella de Saladino en Europa es inmenso.
Por supuesto, en las últimas décadas, relevantes líderes árabes han intentado sacar partido de su ascendente para impulsar sus proyectos políticos, como señala Phillips en el capítulo titulado ‘En busca de un nuevo Saladino’. Y pone como ejemplos al presidente egipcio de 1954 1970 Gamal Abdel Nasser, que impulsó la creación de la breve República Árabe Unida en la que ingresaron en 1958 Egipto y Siria (territorios históricos de Saladino), o Sadam Huseín (1937-2006), que a menudo hizo un uso propagandístico de la figura del sultán y sus gestas amparado en que él también nació en Tikrit, pero obviando que aquel era kurdo, pueblo que sufrió una persecución salvaje a manos del dictador iraquí.
Así, el ensayo deja claro que, en el mundo oriental, siempre fue una figura apreciada por ser el “hombre que unió a los pueblos de la región alrededor de una causa común”, por crear una coalición prácticamente de la nada y llevarla a la victoria. Reconocimiento profesado incluso entre los chiís, que le pueden recriminar haber acabado con su califato en Egipto. Pero en el ámbito occidental no son menores los valores que se le atribuyen, como la fe, la generosidad, la misericordia y la justicia, según cuenta Phillips en su libro: “Me atrevería a decir que es imposible pensar en otra figura histórica que, tras haber causado una herida tan profunda a un pueblo y a una fe, haya terminado siendo objeto de semejante admiración”.