buscar noticiasbuscar noticias

Onoda, el soldado japonés que tardó tres décadas en rendirse

Una película, que reconstruye minuciosamente su epopeya, y la primera novela de Werner Herzog recuperan la leyenda del militar que se quedó emboscado en la selva filipina al acabar la II Guerra Mundial

“Era un oficial y recibí una orden, si no la hubiera cumplido me habría avergonzado”. Esa frase resume toda la vida de quien la pronunció, el teniente Hiroo Onoda, un oficial de Inteligencia que vivió emboscado en la pequeña isla filipina de Lubang desde diciembre de 1944, en plena II Guerra Mundial, hasta que le convencieron de que se rindiera en marzo de 1974. Convertido en una leyenda como el Yeti (curiosamente, el estudiante japonés que logró que aceptara que había acabado la II Guerra Mundial, luego marchó —y murió allí— al Himalaya a buscar al abominable hombre de las nieves), Onoda vuelve a la actualidad gracias a la película francesa Onoda, 10.000 noches en la jungla, de Arthur Harari, un éxito de público y premios en su país y que se estrena este viernes en España, y a El crepúsculo del mundo (Blackie Books), la primera novela que ha escrito el cineasta Werner Herzog, que llegó a conocer bien a Onoda. Su historia, en el fondo, esconde también la manera de ver la vida de una cultura, la japonesa, que alcanzó la plenitud de su fanatismo y sometimiento a un mal comprendido sentido del honor durante la contienda bélica.

Onada da la mano al presidente de Filipinas, Ferdinand Marcos, el 11 de marzo de 1974.Onoda, el soldado japonés que tardó tres décadas en rendirse

Onoda tenía 20 años cuando se alistó para combatir en la II Guerra Mundial. Destinado desde diciembre de 1944 a la isla filipina de Lubang, a los dos meses su inmediato superior le dio unas órdenes claras: debía destruir el aeropuerto y el muelle cuando las tropas se retiraran, ya que era un enclave estratégico para alcanzar Manila. Y conquistada la capital filipina, Tokio caería detrás. Además, le prohibió suicidarse por honor, le indicó que si el territorio era conquistado por los aliados se dedicara al sabotaje y a la guerra de guerrillas y le advirtió de que ningún otro superior tendría conocimiento de sus órdenes. Debía esperar hasta el retorno victorioso del ejército imperial. En teoría se quedaban a su mando siete soldados, en la práctica los japoneses huyeron en desbandada, dejando atrás a los heridos (que se inmolaron con explosivos) y a Onoda con dos subordinados, a los que se sumó semanas después un tercero, único superviviente de otro pelotón perdido por la selva.

Harari ha compaginado en Onoda, 10.000 noches de la jungla, su segundo largometraje como director, los hechos reales, minuciosamente recreados, con una exploración en el alma del protagonista, cóctel con el que ha ganado, por ejemplo, el premio César al mejor guion original. “Negocié en mi interior con ambas facetas”, recordaba la semana pasada en Madrid. El cineasta no duda en enseñar al público que durante esas tres décadas Onoda asesinó a una treintena de campesinos y policías filipinos. En el libro de Herzog, el mismo teniente rememora: “Otras personas han venido a la isla vestidas de civil, con todos los disfraces imaginables pero con un objetivo común: neutralizarme, hacerme prisionero. He sobrevivido a 111 emboscadas. Me han atacado una y otra vez. No soy capaz de contar cuántas veces me han disparado. Todos en esta isla son mis enemigos”. Se convirtió “en una pesadilla intangible, en una bruma a la deriva preñada de peligro, en un rumor”. El francés cuenta que leyó la autobiografía de Onoda —No surrender: My Thirty Year War (1974)— después de acabar la investigación y el guion: “Y me confirmó que él deviene en héroe no por sus acciones ni porque Onoda se autodefina de esa manera, sino por el recibimiento a su vuelta a Japón. Sus compatriotas le califican así; en cambio, él alberga una mirada más compleja sobre lo sucedido. Un soldado es alguien a quien autorizan a matar, y que por ello está exonerado de culpabilidad... si no razona sobre lo ordenado”.

El crepúsculo del mundo dibuja una naturaleza inhóspita, unos humanos que mutan en animales, primero, y espíritus después, para sobrevivir. “[Onoda] Se convierte en un mito. Para los lugareños, es el fantasma del bosque y solo hablan de él en susurros”. Rechaza creer en las numerosas pistas que apuntan que la guerra acabó. Ni siquiera cambiará de opinión cuando su hermano le habla desde un altavoz o cuando encuentra y escucha una radio; sentirá que son ardides del enemigo, propaganda para que se rinda. “El eco que esta historia tiene en el presente es evidente”, ratifica Harari. “Se vincula al triunfo actual de las fake news y de las teorías conspiratorias. Rehuí subrayarlo porque es obvio, no hacía falta añadir nada”.

Más en la película que en la novela, el retrato del concepto de patria y de nacionalismo testimonia su absurdidad. “No quiero dar al espectador lo que tiene que pensar. Espero que reflexione por sí mismo, pero es evidente por sus acciones. Setenta años después de un acontecimiento histórico, no podemos arrogarnos el poder de juzgarlo desde la perspectiva actual. Sí de sacar conclusiones, de aprender de ello”, explica el director. “Por eso es fundamental el arte”.



DEJA TU COMENTARIO
PUBLICIDAD

PUBLICIDAD