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Menuda gracia: una historia cultural del humor

Un ciclo dedicado a las tradiciones fílmicas subsaharianas, que presenta películas que rechazan la visión colonial del continente y propone relatos contados desde dentro

Este libro de Terry Eagleton se esperaba. Otros colegas suyos habían escrito cosas parecidas: Simon Critchley, Sobre el humor; Slavoj Žižek, Mis chistes, mi filosofía, y Alenka Zupancic, Sobre la comedia, así que el suyo tenía que caer antes o después. En obras previas ya dio vueltas a la diferencia entre la comedia y la tragedia o a la relación entre absurdo e historia, y, sí, contó más de un chiste. Para ser un libro de un marxista, menciona a Marx una sola vez y, curiosamente, no para recordar aquello de que la historia ocurre dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. En el segundo capítulo, Hegel, Marx y Brecht saltan a escena, pero en el conjunto del libro el espíritu marxista opera con discreción. El absurdo de Beckett, que tanto le ha interesado, tiene menos cabida de la esperada, mientras que la teoría del carnaval de Bajtín tiene más de la deseada. Las tesis de Henri Bergson están excelentemente explicadas, pero un poco simplificadas. La teoría del humor de Freud aparece inevitablemente y acierta al darle una interpretación holgada, no solo sexual, a la idea de represión.

Terry Eagleton, eminencia de los estudios literarios, en 2018.Menuda gracia: una historia cultural del humor

Piénsese en esos humoristas geniales y delirantes cuya explicación de un chiste puede ser un chiste mejor que el explicado

Pero Eagleton es brillante, claro, y el libro arranca muy bien. “El humor y el análisis del humor pueden coexistir perfectamente. Entender cómo funciona un chiste no tiene por qué arruinarlo, del mismo modo que entender cómo funciona un poema no lo estropea”, escribe. Totalmente cierto y, si no, piénsese en esos humoristas geniales y delirantes cuya explicación de un chiste puede ser un chiste mejor que el explicado. La buena noticia es que Eagleton conoce muy bien un montón de teorías del humor y la mala es que les da vueltas a todas. Se desentiende de las teorías científicas, “llenas de gráficos, tablas, diagramas, estadísticas e informes sobre experimentos”, y se centra en las que, dice, pueden estar plagadas de discrepancias, pero resultar muy productivas, “igual que una foto borrosa de alguien puede ser más útil que no tener ninguna”. Por momentos, uno hasta diría que a Eagleton no le importa resultar cómico al estilo de Tristram Shandy: “A causa (…) de la necesidad de no dejar absolutamente nada sin contar (…) en su preocupación —paródicamente amable y sentimental— por no engañar a sus lectores organizando su relato y editándolo, Tristram consigue, con un sadismo apenas disimulado, sumirlos en la más profunda confusión”. Eagleton no vuelve loco al lector, pero le acaba mareando. Como ha dicho un crítico, a veces parece atrapado por la lógica de rueda de hámster del humor: argumenta en un sentido de la rueda, pero inmediatamente gira hacia el opuesto. Quizás esa es la gracia de la dialéctica. Como Eagleton mismo también recuerda, Brecht dijo que nadie sin sentido del humor podría comprenderla.

Quien no haya leído muchos libros sobre humor debe leer este, porque gracias a él leerá muchos otros

Quien no haya leído muchos libros sobre humor debe leer este, porque gracias a él leerá muchos otros. Quien haya leído muchos debe leer este libro porque quizás volverá a leerlos de otra forma. El libro conecta bien distintas expresiones del fenómeno (risa, chiste, sarcasmo, ironía, comedia) y es más interesante en los primeros capítulos, donde analiza tres conocidas teorías del humor: como mecanismo de alivio o descarga, como gesto de superioridad y como aceptación de la incongruencia. Es sumamente hábil desmontando la segunda teoría y acaba proponiendo una combinación de la teoría de la descarga y de la incongruencia. En ese punto del libro deja claro que le gusta especialmente la perspectiva de William Hazlitt (por cierto, el segundo capítulo, ‘Scoffers and mockers’, se traduce como ‘Zumbones y burlones’, pero no hacía falta recurrir a un término tan poco utilizado y habría valido ‘Mofas y burlas’). En el cuarto (‘Humor e historia’), Eagleton se remonta, como en La función de la crítica y en La estética como ideología, hasta la Ilustración, y narra la historia del buen humor y el ingenio como ingrediente de la ideología burguesa de la cortesía y la sociabilidad. Desfilan por su crónica Hobbes, Swift y Shaftesbury, entre otros, y se nota que le gusta Hutcheson. En el quinto, en cambio, inserta un comentario demasiado largo sobre Comedians, de Trevor Griffiths, y no lo conecta bien con la parte final dedicada a Bajtín y el carnaval, un concepto que resulta algo anticuado para entender las variedades contemporáneas de sátira y parodia. La alusión final al carácter carnavalesco del cristianismo se queda corta y habría requerido más desarrollo, solo que ello le hubiera metido en una discusión de teología con Žižek que quizás no le apetecía. La discusión sobre el cuerpo, lo plebeyo y lo grotesco también merecía una actualización, pero Eagleton despide su libro dejando el asunto abierto, escondiéndose entre un seto del jardín en el que se ha metido, igual que Homero Simpson en un meme muy popular.



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