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Diane Arbus, el monstruo somos todos

En el centenario de su nacimiento, la fotógrafa sigue siendo objeto de debate. ¿Se aprovechó de sus modelos, a quienes convirtió en criaturas grotescas a sus espaldas? Nuevas lecturas de su obra la califican, al revés, de fotógrafa humanista

´Chica rubia con pintalabios brillante, Nueva York, 1967´ y ´Joven con rulos en su casa en la calle 20, Nueva York, 1966´.Diane Arbus, el monstruo somos todos

Las limpiadoras del MoMA de Nueva York empezaban la jornada laboral retirando los escupitajos de los cristales que protegían sus fotografías. Los lanzaban los visitantes, molestos ante la supuesta obscenidad de lo que observaban. La leyenda podría ser apócrifa, pero resulta convincente ante la diabólica reputación que tuvo Diane Arbus antes de ingerir un cóctel de barbitúricos y cortarse las venas en 1971. Ese año, la revista Artforum la convirtió en la primera fotógrafa que ocupaba su portada y publicó una selección de imágenes que no tardaron en convertirse en hitos, como sus retratos de las gemelas maléficas, del gigante judío junto a sus padres (de varias tallas menos) o del chaval impúber manifestándose a favor de la guerra en Vietnam. Por esas fechas, Arbus tuvo un sueño: el Titanic se hundía y quedaba atrapada en uno de sus ascensores dorados. "No hay esperanza", escribió en su diario. Dos meses después, se suicidó.

"Era una figura aislada. Como fotógrafa, sus aspiraciones eran singulares y no tenía conexión con la estética predominante en su tiempo", afirma Neil Selkirk, que fue su aprendiz tras haber trabajado como ayudante de fotógrafos como Richard Avedon. Tras la muerte de Arbus, quedó a cargo de ejecutar las ampliaciones de los negativos que iban a formar parte de la gran retrospectiva que el MoMA le dedicó en 1972, que acabó viajando por todo el país. La visitaron siete millones de personas. El crítico Robert Hughes dijo que sus fotos alteraban "la experiencia del rostro humano". Cambiarían la historia de su disciplina, que ya había dejado de ser un arte menor, y el destino póstumo de su responsable. "Meses antes de su muerte, el Metropolitan de Nueva York le compró dos fotografías por 25 dólares cada una", recuerda su antiguo asistente por correo electrónico. Hoy las más icónicas se venden por cifras que se acercan al millón de euros. "Aunque, debido a que las imágenes más conocidas son tan poderosas, tienden a oscurecer lo que puede ser más fácil de ver en las menos conocidas: qué estaba buscando y hacia dónde quería ir", señala Selkirk, que hasta hoy sigue siendo la única persona autorizada a ampliar sus fotos.

Revolucionaria pero expuesta sin cesar en las últimas décadas, su obra parecía sobradamente conocida a estas alturas. En realidad, quedan otras Arbus por descubrir. Coincidiendo con el centenario de su nacimiento en 1923, se acaba de inaugurar la muestra más completa que jamás se haya dedicado a Diane Arbus en la ciudad francesa de Arlés, donde la Fundación Luma expone 454 fotografías de la artista, un tercio de las cuales son inéditas. Es el resultado de la adquisición de este impagable conjunto de instantáneas por la coleccionista suiza Maja Hoffmann, heredera del imperio farmacéutico Roche —al que debemos el Valium y el Lexomil— y responsable de este complejo artístico inaugurado en 2021 en el lugar donde Van Gogh perdió la cabeza, presidido por una torre de ladrillos plateados que proyectó Frank Gehry.

La primera reacción ante la exposición, titulada Constelación, es el desconcierto. Las fotografías se exponen en una estructura metálica, negra y algo ostentosa, sin cartelas ni paneles a la vista, en una anarquía deliberada y algo estetizante, desprovista de discurso teórico. Esos cuatro centenares de imágenes se exponen sin orden ni concierto, a excepción de la famosa A Box of Ten Photographs, el porfolio en el que Arbus trabajó antes de morir con la idea de realizar una edición de 50 copias, de las que solo llegó a completar ocho. Vendió solo cuatro a personas de su entorno, como Jasper Johns o el mismo Avedon, que compró dos y regaló uno al director Mike Nichols.

Atrapados en la tela de araña de la exposición, surgen nuevas ideas sobre una obra que creíamos trillada. Ahí están, por supuesto, sus retratos de monstruos cotidianos, personajes circenses, travestís callejeros, hombres tatuados y niños inquietantes. Pero, con un poco de distancia, también observamos una dimensión colectiva, un gran retrato disidente de América realizado por la hija de inmigrantes rusos aunque acomodados, dueños de los grandes almacenes de lujo Russeks en el corazón de Manhattan. Arbus, a la que The New Yorker definió una vez como "el Goya estadounidense", retrata un árbol de Navidad junto a una lámpara recién comprada, todavía cubierta de celofán, ominosa estampa de una sociedad de consumo que, por mucho que se esfuerce, solo es capaz de provocar infelicidad. Después se marcha a Disneylandia y, en vez de inmortalizar la felicidad histérica del lugar, prefiere fotografiar un castillo de cartón piedra en un encuadre brumoso, posterior a la puesta de sol y sin príncipes azules a la vista.

Las posibilidades de la combinatoria son casi infinitas: cada paseo por la exposición da lugar a una lectura inédita. En el segundo intento, surge la identidad como construcción, el género como disfraz, la verdad que transmite la máscara. En el tercero, una representación primigenia de las culturas urbanas en un país en plena transformación, la complejidad creciente del paisaje social de los sesenta y la herencia del activismo contracultural de la década anterior, liderado por otros hijos de inmigrantes que pusieron de relieve el conflicto entre el individuo y la masa, o la estrechez del dogma estadounidense, del que ella no dejó de reflejar la cara oscura. Arbus fotografió a Mae West, pero no en su era dorada, sino convertida en una anciana excéntrica que vivía rodeada de crías de mono. Y también a Brenda Frazier, una joven de la alta sociedad famosa en las revistas del corazón. Pero la retrató a los 44 años, tras un brote psicótico y un matrimonio fallido.

Más que monstruosas, sus imágenes son ominosas, término que casa mejor con la dimensión freudiana de una obra que parece tener subconsciente: Arbus deja a la vista lo que sus personajes, y tal vez también sus espectadores, tratan de ocultar sobre sí mismos. "¿Sabes que cualquier madre tiene pesadillas al quedarse embarazada por si su hijo nace y es un monstruo?", escribió a un amigo cuando hizo la foto del gigante Eddie Carmel en casa de sus padres en el Bronx. "Creo que conseguí eso en la mirada de esa madre".

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´Dos señoras en el restaurante, Nueva York, 1966´.

¿Qué queda hoy del legado artístico de Arbus? Lo encontramos en las fotos de Nan Goldin, en la apología de la imperfección humana que desprende su crónica de los márgenes, donde parecen mezclarse arte y vida. "Era capaz de mirar a las caras que solemos evitar con la mirada y mostrar la belleza y el dolor que hay en ellas", escribió Goldin una vez. Lo mismo puede decirse de los retratos de Wolfgang Tillmans en la escena alternativa de Berlín y de Londres durante su juventud. De las fotografías de Martin Parr en hospitales durante los setenta, seguidas de los documentales que dedicaron maestros como Frederick Wiseman y Raymond Depardon a los servicios psiquiátricos. De las series de Susan Meiselas sobre la subcultura del strip-tease en la América profunda. De los autorretratos de Francesca Woodman, que parece dirigir esa mirada inclemente que tenía a veces Arbus hacia sí misma, o de la versión paródica de esa monstruosidad más trivial que esboza Cindy Sherman en sus retratos. De las terroríficas gemelas de El resplandor, inspiradas en la mítica imagen que Arbus hizo de dos niñas en Roselle, Nueva Jersey, en 1967. De los encuentros fortuitos de Alec Soth en la relativa marginalidad del Medio Oeste. Detectamos a Arbus en los relatos de Carmen Maria Machado, entre lo biográfico y el realismo mágico propio del folclore. En la reivindicación de lo freak que hizo la primera Lady Gaga. En los encuentros fugaces de Don Draper en el caos del Manhattan de los sesenta, tan cerca y tan lejos de su idílico barrio residencial de las afueras. En las encuestas callejeras de cualquier telediario y en los testimonios de esos anónimos que nunca sospecharon que su vecino fuera un psicópata. Parecía una persona normal.

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´Mujer con máscara en silla de ruedas, Pensilvania, 1970´.

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´Familia en su jardín un domingo en Westchester, Nueva York, 1968´.



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