De Einstein, Freud o Kafka a Spielberg o Phillip Roth: el influjo de la cultura judía en el mundo
El ensayo ‘Genio y ansiedad: cómo los judíos cambiaron el mundo (1847-1947)’ plantea la preeminencia de esta comunidad en Occidente
La discusión es vieja, tiene más de un siglo. Empezó en serio en 1919, cuando el sociólogo norteamericano Thorstein Veblen publicó un artículo académico titulado La preeminencia intelectual de los judíos en la cultura europea. Planteó allí una idea que se ha convertido en lugar común, porque la estadística la ha hecho incontestable: muchos de los cambios revolucionarios en la cultura occidental son obra de un puñado de judíos. Sin Marx, Freud, Mahler, Kafka, Einstein o Arendt, la política, la psicología, la música, la literatura, la ciencia y la filosofía serían muy diferentes. El palmarés de los Nobel da la medida numérica: casi un cuarto de los premiados es de ascendencia judía. Como solo hay unos 13 millones de judíos en el mundo (de los cuales, siete viven en Israel y cinco en Estados Unidos), lo que representa el 0,16% de la población mundial, la tasa de premios Nobel por cada 1.000 habitantes es inalcanzable para cualquier otro colectivo. Los españoles, cuatro veces más numerosos, solo tienen siete premios (ocho, si se cuenta a Vargas Llosa).
Conviene aclarar que aquí judío no es una condición étnica o religiosa, sino que se aplica a alguien identificado como tal o perteneciente a una familia de esa cultura. De hecho, la mayoría de los judíos revolucionarios (los Marx, los Einstein, los Freud…) eran ateos e incluso renegaban de su tradición familiar. Sin embargo, como sostiene Norman Lebrecht, autor del último jalón en este camino intelectual, el ensayo reciente Genio y ansiedad: cómo los judíos cambiaron el mundo (1847-1947), en la obra de todos ellos se pueden rastrear indicios intrínsecamente judíos, mamados en casa, como se transmiten los rasgos más íntimos e irreductibles de una cultura.
El autor de este ensayo dice que los aforismos socarrones de Einstein son inconfundiblemente hebraicos, y que Sigmund Freud utiliza en su análisis seis de los 13 principios de la exégesis talmúdica, pese a que no tuvo educación religiosa y creció en un ambiente laico. De manera bastante freudiana, Lebrecht sostiene que el inventor del psicoanálisis piensa como un rabino, pero de forma inconsciente, por ósmosis cultural, del mismo modo que los españoles decimos “ojalá”, suspiramos “dios mío” o nos quejamos de sufrir “un calvario” aunque nunca hayamos ido a misa ni leído los evangelios.
Lebrecht no cree en los particularismos étnicos o genéticos —que llevarían a pensar que la Biblia tiene razón y Dios eligió a ese pueblo—, pero defiende que el componente judío es clave para entender a esas personalidades y su papel en la historia. Por ejemplo, aunque a Franz Kafka se le suele leer como un narrador del absurdo y de la angustia del individuo frente al control del Estado, el erudito cabalístico Gershom Scholem subraya que casi todo lo que los neófitos interpretan en su literatura como vanguardista y casi caprichoso está bien justificado en la cábala y los conocimientos esotéricos con los que Kafka, pese a escribir en alemán y ser en buena medida un producto de la educación germánica, estaba familiarizado. Un gentil de Praga sin ese bagaje cultural no habría escrito así.
En los últimos tiempos se ha impuesto una lectura rejudaizante de algunos escritores cuyo judaísmo se consideraba antes accidental o irrelevante. No era el caso exacto del muy reeditado Joseph Roth, aunque en la placa que recuerda su último domicilio en París se lo nombra como “escritor austriaco”, adjetivo impensable si la colocasen hoy. El último ensayo dedicado a su figura en España, escrito por Berta Ares Yáñez («La leyenda del santo bebedor», legado y testamento de Joseph Roth, publicado en 2022 por Acantilado), estudia la influencia de la tradición jasídica oriental en sus libros, que hoy se entienden mejor en esa clave religioso-cultural. Es decir, se le define antes como un escritor judío que como austriaco o germánico. Lo mismo ha pasado en los últimos años con otros autores, como Elias Canetti.
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Quizá esto no sea ajeno a la instauración de la conmemoración del Holocausto como religión civil, tal y como teorizó el historiador Enzo Traverso hace unos años. Desde que la memoria del genocidio se convirtió en un horizonte moral de la humanidad, y Auschwitz en la sucursal del infierno en la Tierra, por parafrasear a Roth, toda la aportación intelectual de los judíos se ha reinterpretado, dando mucho más peso al factor cultural y religioso. Por ejemplo, Hannah Arendt sigue siendo una de las pensadoras más influyentes y leídas, pero mientras su obra cumbre, Los orígenes del totalitarismo, ha sido en parte desacreditada, algunos de sus libros menores despiertan mucho interés, en especial los relacionados con el judaísmo, como La tradición oculta, donde habló de los judíos como parias, o sus estudios juveniles sobre Rahel Varnhagen, una escritora judía berlinesa del siglo XVIII con la que se identificaba.
Sostienen Traverso y otros estudiosos que la cultura judía declinó a partir de 1950. “Israel ha puesto fin a la modernidad judía. El judaísmo diaspórico fue la consciencia crítica del mundo occidental. Israel sobrevive como uno de sus dispositivos de dominación”, escribió Traverso en El final de la modernidad judía. Lebrecht es menos tajante: “El nacimiento del Estado de Israel marca el comienzo de un nuevo capítulo. No es el final de la historia”. Lo sea o no, establece una cesura insoslayable que politiza y divide a los eruditos. La reflexión sobre la influencia judía en el mundo contemporáneo va unida a las pasiones que despierta Israel, para bien y, sobre todo, para mal.
Tal vez lo judío ya no sea un factor revolucionario, pero está lejos de ser intrascendente. Es difícil concebir la cultura de la segunda mitad del siglo XX sin el cine de Woody Allen o Steven Spielberg o las novelas de Philip Roth, y es imposible separar a estos autores de su identidad. En su última película, Los Fabelman, Spielberg la aborda de forma intimista, mediante una especie de autoficción sobre un niño judío en los Estados Unidos aún antisemitas de la primera posguerra. Sin necesidad de invocar a estos clásicos, una de las escritoras más leídas y debatidas hoy en Europa es Delphine Horvilleur, primera rabina de Francia, sionista arrepentida y amiga de Simone Veil, una de las figuras más influyentes de la Europa contemporánea y objeto de culto civil, venerada en una película reciente de muchísimo éxito.
El Estado de Israel no ha esterilizado la creatividad ni ha apagado las miradas críticas.
Ahí está la obra universal e inapelable de Amos Oz, por ejemplo, y la industria televisiva israelí exporta e influye a todo el mundo, renovando los lenguajes y géneros audiovisuales y reinando en un campo que no se entiende sin la contribución de los judíos: la industria cultural y la cultura popular. Algo del Hollywood dorado de los Goldwin y los Warner persiste en los estudios de Tel Aviv. Pero si alguien quiere entender el peso de Israel en la conciencia de la gran cultura del siglo XX y comienzos del XXI puede leer Desde dentro, las memorias parciales de Martin Amis, con viajes a Jerusalén y la sombra triste de Saul Bellow como música de fondo.
La reflexión sobre la influencia histórica de los judíos es inagotable y no para de inspirar novedades editoriales y debates académicos que a veces trascienden los campus. A lo mejor los judíos ya no cambian el mundo, pero siguen obligándole a pensar.