La excepcional vida de Lola Hoffmann, la terapeuta acusada de provocar divorcios en sus pacientes
Símbolo de la cultura alternativa chilena, ferviente difusora de las ideas del psiquiatra Carl Gustav Jung y de la interpretación de los sueños, hoy se presenta su biografía en Chile
“Pero qué bueno, una crisis. ¡Bienvenidas las crisis!”, respondía con una amplia sonrisa y una marcado acento alemán la terapeuta Lola Hoffmann cuando una acongojada paciente le contaba un problema de pareja, un conflicto con los hijos o, incluso, una profunda angustia existencial. Con un estilo directo y drástico, esta médica que creció en Riga, Letonia, se transformó en una mítica maestra para decenas de pacientes de la élite del Santiago de Chile de las décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado.
Desde niña, a Helena Corona Jacoby le decían Lola, el apodo ruso a las Corona. La suya era una familia pequeño burguesa de origen alemán, luterana pese a sus raíces judías. Sin embargo, en 1914, a los 10 años, su vida tranquila e infantil se trizó: estalló la Primera Guerra Mundial. Junto a sus hermanos tuvo que aprender a jugar entre los escombros dejados por los bombardeos y a sobrevivir al hambre, al miedo y a la devastación provocadas por las invasiones rusas y germanas. Décadas más tarde contaba que, desesperada por el hambre, en Riga la gente había sacrificado al elefante del zoológico para comer algo de carne.
Desafiando la oposición de su padre, en 1924 Lola entró a estudiar medicina en la Universidad de Friburgo, en Alemania; la primera en aceptar mujeres en ese país. Ansiosa por vivir en un vibrante y vanguardista Berlín de entre guerras, luego se trasladó a esa ciudad, donde conoció a un joven y guapo médico chileno, Franz Hoffmann. Pero los alemanes ya coqueteaban peligrosamente con el nazismo, una creciente amenaza para una judía como ella.
Así, en 1931, a los 27 años y poco después de casarse con Franz, se lanzó a la aventura de emigrar a un país del que nunca había oído hablar: Chile. Al llegar a Santiago, la capital, la joven médica adoptó el apellido Hoffmann y se tuvo que acostumbrar a un segundo plano: aprendió castellano, tuvo dos hijos y, pese a que sus investigaciones médicas siempre destacaban, era la asistente sin sueldo de su esposo, un importante fisiólogo.
Trato de encajar, pero la rebeldía se le coló por los sueños.
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A los 46 años, Lola cayó en una fuerte depresión y tuvo un sueño que la angustió mucho: se vio abriendo un perro, de cuyo interior salía la cabeza ensangrentada de una amiga. Horrorizada, decidió nunca más desmembrar animales –práctica habitual en fisiología– y se encerró en su habitación. Preocupado por esta tristeza que paralizaba a su antes activa esposa, Frank la invitó a Europa en barco. Pero antes de embarcarse tenían que hacer una escala en Buenos Aires. Ahí empezaron las sincronías que la impulsaría a seguir el camino para el que, según le diría muy segura a sus discípulos y pacientes, estaba destinada.
La sanación de mentes y almas
En la capital argentina, mientras paseaban por avenida Santa Fe, los Hoffmann entraron a una librería y Lola empezó a revisar un canasto con libros a precios rebajados. Tomó uno al azar. Era un texto sobre el pensamiento de Carl G. Jung, firmado por Jolande Jacobi. “¿No te parece increíble sacar precisamente un libro escrito por una mujer con mi mismo apellido? Lo compraré, a lo mejor somos parientes”, le comentó curiosa a su marido.
El largo viaje a Europa estuvo lleno de simbolismos. La cadencia del mar, el poder contemplar el extenso horizonte sin prisa ni distracciones y la soledad compartida con Franz ayudaron a que sintiera un creciente alivio. “Cuando empecé a leerlo me invadió una extraña felicidad”.
Al toparse por primera vez y al azar con conceptos como inconsciente colectivo, coincidencias significativas, estructura de la psique, sueños y arquetipos, sus preguntas se convirtieron en respuestas. Ahora tenía una certeza: leería todo lo que encontrara sobre Jung y se dedicaría a sanar mentes y almas.
En la década de los cincuenta, se formó en psiquiatría. Crítica del psicoanálisis de Sigmund Freud y de prácticas como el electroshock, Lola interpretaba el inconsciente de sus pacientes a través del análisis onírico, de los sueños dirigidos y del I Ching. En 1971, ella hizo la primera traducción del ancestral oráculo predictivo chino al castellano.
Entre sus célebres pacientes, estuvo el escritor peruano José María Arguedas, quien en las cartas que le envió por años le decía mamita y le confesaba que ella lo había salvado de la muerte. Pero sus demonios pudieron más: en 1969, Arguedas se suicidó.
Pese al carácter duro y, para muchos, frío de Lola, el amor dos veces revolucionó su vida. Primero fue Franz y, años después, un controvertido escultor y poeta chileno Tótila Albert. “Poco a poco su espíritu me fue cautivando y principié a amarlo. Yo sentía... ni siquiera le di un nombre, lo sentía como plenitud”, confesaba la doctora describiendo una relación que no ocultaba a su marido, quien “también tenía sus novias”, agregaba.
Camas separadas para un matrimonio duradero
Segura y radical, recetaba la misma fórmula a sus pacientes: las relaciones de pareja no tenían que ser exclusivas y había que aprovechar los amores paralelos porque “estimulan la imaginación”. Sin espacio para el debate, decía que para que el matrimonio sobreviviera había que dormir en piezas distintas o, idealmente, en casas separadas.
- Así lo hizo con Franz, un acuerdo que parecía funcionar: seguían casados, aunque cada uno vivía en su casa, en un frondoso “jardín de cuento”. Sin embargo, en la práctica los celos eran fantasmas muy presentes: “No se imaginan lo que hemos sufrido los dos”, reconocía ella.
Mientras se convertía en un referente para las mujeres de avanzada, los sectores más conservadores la criticaban llamándola “la separadora”. Si una mujer iba a su consulta, seguro dejaba a su marido, contaba el mito.
En su pequeña y sencilla consulta, protegida por cientos de libros, Lola removía las convicciones de mujeres de clase acomodada y católicas, y de varios hombres deconstruidos, cuando explicaba los negativos efectos del patriarcado. Explicaba que, desde el fin de la cultura matrística en la Edad de Piedra, los hombres imponían a las mujeres la virginidad, el sometimiento ante sus maridos e hijos y varios otros males. Esto, en los años más duros de la dictadura de Augusto Pinochet, cuando cualquier disidencia era peligrosa.
En 1988, a los 84 años, Hoffmann murió en Santiago de Chile. En su velorio, mientras la gente cantaba Gracias a la Vida, de Violeta Parra, alguien exclamó con voz muy alta: “Gracias Lola por no ser perfecta”.
Lola Hoffman en su infancia, en una imagen de archivo.
Hoffman en una playa.