Caín, Saúl, Arístides y la envidia
La Biblia no señala cuáles son los pecados capitales. Éstos fueron descritos con mucha posteridad por algunos Papas de la Iglesia. Sin embargo, han trascendido y forman parte de las religiones actuales.
Cierto día comía una carne asada con un sacerdote y le pregunté que cuál de todos los pecados capitales era el más grave o el más castigado por la Iglesia Católica. Después de pensarlo un momento me contestó: Todos son igualmente graves, todo depende del grado de penetración en que se encuentre en la persona.
La sagrada Biblia relata en el Génesis que Adán y Eva tuvieron dos hijos: Caín y Abel. Caín nació primero y se dedicó al cultivo de la tierra y Abel a criar ovejas. Cierto día Caín llevó al Señor una ofrenda producto de su cosecha. También Abel hizo lo mismo llevando las primeras y mejores crías de sus ovejas. El Señor miró con agrado a Abel y a su ofrenda, no sucediendo lo mismo con Caín y sus presentes. La preferencia del Señor por Abel enojó muchísimo a Caín, quien puso muy mala cara.
Entonces, el Señor le dijo a Caín: “Si hicieras lo bueno, podrías levantar la cara y dominar al pecado, pero como no lo haces, el pecado está esperando el momento de dominarte”. Tales fueron los celos, el coraje y la envidia de Caín, que cierto día invitó a su hermano Abel a dar un paseo y cuando ya los dos estaban solos en el campo, Caín atacó a su hermano y lo mató. Seguramente que éste es el primer crimen en la historia derivado de la envidia.
También la Biblia relata otro grave caso de envidia. Sucede que había guerra entre israelitas y filisteos y el joven David, hijo de Isaí, el de Belén, fue invitado a la corte del rey Saúl -quien sufría ciertos males- para que tocara el arpa, lo que David hacía en forma muy armoniosa, y de esa manera le quitaba la enfermedad que lo atormentaba al rey Saúl.
Israelitas y filisteos se encontraban en el campo de batalla y David fue enviado por su padre Isaí a que llevara ciertos comestibles al campamento israelita. David buscó a sus hermanos y preguntó cómo estaban, a lo que los hermanos respondieron: “¿Has venido sólo a ver la batalla?”.
Para entonces, el filisteo Goliat, de tres metros de estatura, había retado a todos los israelitas para ver quién se atrevía a luchar contra él. David habló con su rey Saúl y se ofreció para luchar contra Goliat, quien al verlo frente a frente, se sonrió despreciándolo y diciéndole: “Hoy mismo voy a dar tu carne como alimento a las fieras del desierto”. A lo que David contestó: “tú vienes con tu espada pero yo voy contra ti en el nombre del Señor”, lanzándole una piedra con su honda que le clavó en la frente al filisteo, quien cayó de cara al suelo.
Cuando las tropas israelitas regresan victoriosas, las mujeres de los pueblos salieron con panderos y platillos cantando alegremente “Mil hombres mató Saúl, y diez mil mató David”.
A partir de entonces, Saúl comenzó a tener recelo de David y lo nombró comandante de un batallón, enviándolo al frente del cual salía a campaña y volvía y como el Señor lo ayudaba, David tenía éxito en todo lo que hacía.
Dos hijas tenía el rey Saúl: Merab, la mayor y Mical, la menor. Saúl ofreció a David darle como esposa a Merab, pero llegado el momento de hacerlo, cambió de parecer y se la entregó a Adriel, lo que alegró mucho a Mical, quien estaba enamorada de David.
Enterado el rey Saúl del enamoramiento de Mical, se la ofreció como esposa a David, a quien le dijo que a cambio de la compensación que se acostumbraba dar por la esposa, le requería le trajera cien prepucios de filisteos, a lo que David correspondió trayéndolo doscientos.
Y así cada día que pasaba, crecía la popularidad de David y el enojo de Saúl, quien ordenó a su hijo Jonatán y a sus oficiales que mataran a David. Jonatán, que era no solamente cuñado de David sino muy amigo de él, lo puso sobre aviso y hablando con su padre, el rey, lo convenció de la inocencia de David, a lo que Saúl exclamó: “Juro por el Señor que David no morirá”.
Una cosa es decir y otra hacer las cosas. Saúl volvió con sus intensísimos dolores de cabeza y David a tocar el arpa para calmarlo. Cierta tarde, trastornado Saúl le tiró a David una lanza, pero David pudo esquivar el golpe y la lanza quedó clavada en la pared.
David, el yerno del rey Saúl, tuvo que andar huyendo por el desierto durante mucho tiempo en que el rey lo perseguía para matarlo, hasta que un día, en una cueva en que David estaba escondido, Saúl entró a hacer sus necesidades y saliendo de allí, David lo alcanzó y le dijo que había tenido oportunidad de matarlo, diciéndole “la maldad viene de los malvados”, por eso yo jamás levantaré mi mano contra su majestad.
Y Saúl, echándose a llorar le dijo: “La razón está de tu lado, pues me has devuelto el bien a cambio del mal que te he causado”.
Los celos, las envidias y los rencores han sido patrimonio inmoral de la humanidad durante toda su existencia, aunque justo es decirlo, no todos caen en ese grave pecado, pero sí ha quedado la historia marcada por ese grave mal en todas sus épocas.
En tiempos más recientes -cerca del 530 al 468 a.C.-, existió en Grecia un destacado político y general ateniense a quien le llamaban “Arístides el Justo” por su carácter, serio, honesto, en la administración pública y valiente en la guerra. Fue uno de los diez generales griegos que participó en la batalla del Maratón en el año 490 a.C. durante la cual, derrotaron al ejército persa comandado por el rey Darío I.
Pero como en todos los grupos humanos, Arístides que tenía gran fama como político honesto y valiente general, era motivo de muchas envidias entre los militares y los políticos. Uno de ellos fue Temístocles quien motivado por su envidia, movió sus influencias, levantó falsos y creó un mal ambiente contra Arístides, quien fue desterrado de Atenas y condenado al ostracismo.
La mala fama promovida por Temístocles en contra de Arístides, hizo que se le aplicara a Arístides el procedimiento político que permitía desterrar por diez años a un ciudadano considerado peligroso para el bienestar público.
El ostracismo (del griego ostrakón, que significa cerámica) era el método de votación mediante el cual, el pueblo, en un pedazo de cerámica marcaba “sí” o “no” que depositaba en una urna cuyos resultados eran contados por los jueces para ver si la persona señalada era meritoria de una expulsión de Atenas.
Y todo por la envidia que junto con la pereza, la gula, la ira, la lujuria, la avaricia y la soberbia constituyen los pecados capitales.
El rey Saul.
Arístides el Justo.
Caín y Abel.