Semejanzas: entre el 68 y Ayotzinapa
La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, en 2014, y la masacre en la Plaza de las Tres Culturas, en 1968, tienen semejanzas que con dificultad podrían pasar desapercibidas. No se trata meramente de una comparación retórica sino de vasos comunicantes entre el pasado y el presente de una misma sociedad que ha sumado deudas irresueltas en su proceso civilizatorio.
Aquel gobierno justificó sus actos arbitrarios y represivos como respuesta a la supuesta provocación de los jóvenes que, por ingenuos, se habrían vuelto criminales.
Medio siglo después, desde la cúspide del Estado mexicano hubo intentos deliberados para ligar a los jóvenes normalistas de Ayotzinapa con el crimen organizado, o bien –al más puro estilo diazordacista– para señalarlos como instrumento de movimientos depredadores por sus agendas inconfesables.
En uno y otro caso, los jóvenes fueron señalados como sujetos violentos y al mismo tiempo como herramientas de una conspiración temible y oculta que el gobierno no se molestó jamás en despejar.
Un segundo parecido es la manera como las instituciones responsables de procurar y administrar justicia fueron utilizadas políticamente, dando la espalda a la ley y a la Constitución.
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En el caso del 68, las acusaciones, el contenido de las averiguaciones previas y las sentencias judiciales tuvieron como fuente principal de su fabricación los testimonios falsos, la intención de liberar de toda responsabilidad a los autores intelectuales y la manipulación de la realidad para que la verdad jurídica coincidiera con la mentira política.
Ayotzinapa reúne características parecidas: los testimonios principales del expediente fueron obtenidos bajo tortura, de acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Muy rápido se señaló a los esposos Abarca como supuestos culpables de la desaparición forzada, creyendo que con ello quedarían libres de responsabilidad los verdaderos autores intelectuales del acto criminal.