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¡Que importan los hechos!

¿Lo sucedido en Rusia entre febrero y octubre de 1917 fue una revolución social o un golpe de Estado que impuso un partido único? La respuesta a esa pregunta ha provocado un debate que dura 100 años

Moscú, Rusia

¡Que importan los hechos!

No cabía duda: lo ocurrido era repetición de 1905, cuando se formó un Gobierno de constitucionalistas y demócratas, y un sóviet con mayoría de mencheviques y conciliadores, que acabó derrotado por la reacción. Ahora, 12 años después, el fin de aquella revolución no podía repetirse.

Obsesionado por regresar a Rusia, Lenin aceptó los buenos oficios de un socialdemócrata suizo que consiguió del Gobierno alemán la autorización para que un grupo de 32 exiliados atravesara el imperio en un vagón vigilado por una pareja de policías que no permitió entrar ni salir a nadie en los tres días que duró el largo viaje hasta Sassnitz, al norte de Alemania. Y de allí, en barco y en tren, a la estación Finlandia, en Petrogrado.

Al día siguiente de su llegada, le visita una delegación de bolcheviques, miembros de la conferencia panrusa de los soviets que acaba de clausurar sus sesiones.

Antes de regresar a sus ciudades quieren oír a Lenin, que se presenta con su esposa en el palacio de Táuride, antigua sede de la Duma y ahora cuartel general del soviet, donde va desgranando, ante un auditorio expectante, una a una sus diez tesis de abril, que podrían resumirse en tres: ningún apoyo al Gobierno provisional, paz, pan y tierra para los campesinos, todo el poder a los soviets.

Voces, gritos, mientras el presidente de la conferencia, el menchevique Nikolái Chjeidze, se hace oír por encima del tumulto: “Lenin ha hecho suyas las palabras de Hegel: ¡Qué importan los hechos! (…) Se quedará solo, fuera de la revolución”.

¿Fue lo que vino después una revolución social, en la que una clase social consciente, el proletariado, con el apoyo del campesinado, se hizo con el poder para transformar la sociedad destruyendo a la nobleza y a la ascendente burguesía? ¿O fue un golpe de Estado, que liquidó las primeras conquistas democráticas de la revolución para imponer por medio del terror el poder de un partido único? Se comprende que dada la magnitud de lo sucedido de febrero a octubre de 1917, y de sus consecuencias para la historia del siglo XX, las respuestas a estas dos preguntas hayan dado lugar a inmensas esperanzas, largos peregrinajes y fuertes debates en los que han participado toda clase de escritores, científicos sociales, memorialistas, políticos, centros universitarios, alianzas de intelectuales, deslumbrados por el fulgor de la revolución o nostálgicos por su final destino.

Para muchos, incluso conspicuos socialistas fabianos, como Sidney y Beatrice Webb, la URSS surgida de la revolución era la civilización del futuro, la liquidación del terrateniente y del capitalista, el fin del desempleo, una producción al servicio de las necesidades humanas, un nuevo mundo que alumbraba frente a la vieja y caduca sociedad burguesa.

A otros, como a André Gide, los atrajo el anticolonialismo y el pacifismo, con la promesa de fundir individualismo y comunismo, internacionalismo y raíces francesas, mientras André Malraux se siente fascinado por su eficacia más que por una justificación intelectual o moral, a diferencia de Stephen Spender, para quien el fascismo ejerce una moralidad de violencia y de avidez que es la moral misma del capitalismo con el que es preciso acabar.

En todo caso, estos compañeros de viaje, y tantos otros, como Rolland, Eluard, Mann, Gorki, Shaw, que se encuentran en los congresos internacionales de escritores por la defensa de la cultura, con sus discursos, lecturas de poemas, agasajos, reconocimiento de los obreros por la calle, se incorporan con su compromiso a un mundo que rebosa sentido.




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