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Sin hipocresía

Un mandamiento nuevo os doy: qué os améis unos a otros

Juan 13:34

Sin hipocresía

Al lugar donde has sido feliz no debieras  tratar de volver, dice el buen Sabina. Vaya usted a saber, pero a mí me encantaría volver a muchos lugares felices, cerca y lejos. Especialmente a una ciudad que me marcó en muchos sentidos: Jerusalén. Pocas ciudades tan fascinantes, tan disputadas y con una historia tan significativa. Desde que el Rey David la conquistó y la eligió como centro de su reino; Jerusalén ha sido dominada, destruida y reconstruida en diversos momentos y hasta nuestros días sigue siendo parte fundamental de la disputa entre israelís y palestinos. 

Creo que nadie puede salir indiferente después de pisar "tierra santa". Considerada sagrada, lo mismo por judíos, cristianos y musulmanes, en sus calles se respira un aire cosmopolita y el bullicio en el entorno es una señal de identidad. Es Semana Santa y no puedo evitar recordar las voces, los aromas,  los cantos y los saberes de la santa ciudad, viva siempre en las memorias de mi corazón. El sabor de las hojas de parra rellenas de arroz, el pescado ahumado, los dátiles, el delicioso turrón. Sin olvidar el desierto florecido, su monumental arquitectura y por supuesto los bellos rostros de la gente, color oliva como sus árboles. 

Pero si algo distingue a Jerusalén es su espiritualidad. Ahí está su esencia. No sólo en los cientos de mezquitas, iglesias y sinagogas; sino también en el paisaje urbano. El Muro de las Lamentaciones con sus piedras milenarias es un referente, pero también el Monte de los Olivos, el Santo Sepulcro, y hasta los jardines y las esquinas más modestas conllevan una impronta religiosa impresionante. Reconocer los espacios recorridos por Jesucristo es sin duda, toda una experiencia mística. Recuerdo bien mi impresión al entrar a la ciudad amurallada desde el Monte de los Olivos, iniciando la senda en el lugar donde Jesús de Nazaret bajó hasta la ciudad montado en un asno.

Uno camina las calles de la Ciudad Santa y se desplaza en el tiempo, se introduce en una dimensión espiritual difícil de relatar. Así fue mi profunda emoción al conocer el bellísimo Huerto de Getsemaní, el mismo donde Jesús oró y después fue apresado por los soldados romanos como relatan los evangelios. Y luego recorrer la Vía Dolorosa, sin dejar de pensar en la pasión del Nazareno, en las palabras de aquellos que gritaban: ¡crucifícale, crucifícale! Y más tarde en su muerte plena de amor al prójimo hasta el final: "padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". 

Al caminar la tierra santa sobre los pasos de Jesucristo, no puedes menos que estremecerte ante el poder de un lenguaje milenario. Nunca olvidaré la experiencia. Pero estoy convencida: no se necesita ir a la ciudad santa para conocer el mensaje del Nazareno, para creer en sus palabras que más de dos mil años después siguen siendo referente de amor y dádiva. Y no es sólo su muerte, sino también su vida, sus lecciones eternas, las que re-significan nuestra existencia. Parábolas trascendiendo el tiempo y el espacio sin perder su esencia. Palabras que pueden parecer complicadas si se leen en los libros sagrados, pero se reducen a un mandato muy sencillo pero poderoso: "amarse los unos a los otros". Si esto sucediera, no necesitaríamos nada más para vivir en armonía. Pero la historia nos dice lo contrario. La ambición y la soberbia han sido padre y madre de la violencia olvidando los preceptos más sencillos de la convivencia social. Egos que derivaron en odio, individualismo, desigualdad, consumismo, depredación y acumulación, mermando los valores esenciales de la vida.

Días santos, días para pensar lo que somos y anhelamos. Días de ríos revueltos y memorias de una muerte que son todas las muertes en este tiempo de violencia y pandemia. Tiempo también de "sepulcros blanqueados", para decirlo en palabras de Cristo, de gente diciéndose creyente y haciendo daño. Y ¿quién podrá tirar la primera piedra? No podemos olvidar que también dañamos cuando cerramos los ojos ante lo indeseable, ante el dolor y la opresión, ante la descomposición; cuando nos encerramos en nuestro pequeño mundo sin abrir el corazón a quien lo necesita.

Reconociendo nuestra humana imperfección, pero sin hipocresía, y conscientes de nuestro potencial;  en estos santos días bueno sería hacer algo que abonara a la concordia, a la fraternidad, a la paz en el mundo. De mi parte, vuelvo a la propuesta del maravilloso pintor y excepcional ser humano Ismael Vargas: Por cada acción violenta (en el mundo o en nuestro mundo), por cada atentado, por cada niño maltratado, por cada agravio, por cada pérdida de la que nos enteremos; hagamos nosotros una buena acción, un hecho de amor, un acto solidario.  Antes de juzgar, de maldecir, de destruir; empecemos cada quien a construir la esperanza con buenas acciones. Todos podemos hacerlo. 

Mientras habito en tiempos de pandemia, viajo ahora leyendo y reafirmo: la Semana Santa representa el triunfo del amor sobre la muerte. El mandato del Nazareno es sencillo pero poderoso. Empecemos hoy.