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Sillas vacías

Ella lo repetía, y a cada copa de vino que consumía, alzaba aún más su chillona voz con su sonsonete irreparable: su receta de bacalao, equivocadamente identificada como Vizcaína, era la mejor y provenía de generaciones en su familia.

Ella lo repetía, y a cada copa de vino que consumía, alzaba aún más su chillona voz con su sonsonete irreparable: su receta de bacalao, equivocadamente identificada como Vizcaína, era la mejor y provenía de generaciones en su familia. Ella es la tercera esposa de tu tío el fanfarrón, quien celebraba la afirmación de su consorte a risotadas, mientras vertía su consabida sabiduría de banqueta en esa cena, como en todas las cenas, de Navidad.

La afirmación de la excelencia del bacalao venía, como toda la parafernalia aparente de los festejos de fin de año, con algunas fallas de origen. Por ejemplo, tu sospechabas que era probable que la receta de marras si fuese efectivamente soberbia, pero, indudablemente, el don que dios le hubiere dado en todo caso al linaje de la tercera esposa de tu tío el fanfarrón para poseer la receta, jamás vino acompañado del talento que presuponía la ejecución, por lo que no importaba cuan recio lo gritara, el plato de bacalao que tenías delante era tan incomible como las envolturas de todos esos regalos inútiles e inservibles que muriendo a hierro habías recibido, y matando a hierro habías entregado durante las últimas semanas.

Sillas vacías

Claros te quedaban los hechos ya por la mañana de resaca descomunal.  Sí. Pasaron las fiestas y no tuviste déficit de abrazos y deseos de felicidad, bienestar, que te llegaron por todos los medios decibles. Desde la bondadosa sonrisa de la señora que vende pan, hasta la interminable retahíla de postales y gráficos animados. Parece que muy pocos se pueden abstraer o auto controlar de repetir hasta la saciedad las frases consabidas, como mantra, vaya, como conjuro a la mala entraña de algunos, a la mala suerte de muchos más.

Y no es que tú fueses la excepción, pues de mantras navideños, pocos se salvan. Y confeccionaste recaditos, y gastaste una buena parte de tu efímera fortuna representada por el aguinaldo en regalitos y detallitos, seguramente inservibles e inútiles, pero que te llenarían más de satisfacción a ti que a los receptores de los mismos, en ese arrebato decembrino que genera una especie de bálsamo, de atenuante falaz a las intenciones poco exploradas y juradas a principio de cada año, de ser mejores humanos, y que con regalitos y mantras comercialmente sancionados parecías encontrar una especie de empate técnico que te justificaría una vez más al verte al espejo.

Todo parecía de pronto como la receta del bacalao de ella -la tercera esposa de tu tío el fanfarrón-, impecable en la teoría pero dejando mucho a deber precisamente en su materialización, en su concreción terrenal.

Tantos abrazos y tú obsesionado con esa necesidad de sentir cómo se calienta el corazón, como alguna vez lo sentiste cuando aún estaban llenitas esas sillas vacías de la cena de navidad, cuando la mesa se volvía pletórica con los discursos emocionantes de papá, las anécdotas admirables del abuelo, los chascarrillos de abuelita. Como cuando todavía vivía ella, enterita, menudita, antes de sucumbir a esa enfermedad maldita que la consumió desde que la diagnosticaron, hasta el día que te dejó definitivamente soltero, con un beso gélido en los labios que jamás olvidarás.

Quizá porque era la mañana, quizá por la resaca sin curar, pero seguías esa tendencia maniaca de pensar que algo faltaba, algo maravilloso estaba por suceder. Esa absurda obsesión que llevabas alojada entre pecho y espalda por muchos años ya. Pensaste nuevamente en ella, la tercera esposa de tu tío el fanfarrón, y por un instante atisbaste una alternativa. Quizá la respuesta no te la daban las sillas vacías sino las que estaban llenitas. Quizá la lección provenía de los labios retacados de carmín de la tercera esposa de tu tío el fanfarrón, a quien en tu sano juicio jamás le hubieses atribuido la capacidad de iluminar a otros, menos a un sabiondo como tú.

Claro, lo que buscabas en realidad lo tenías, lo tenía ella, y quien sabe cuántos más alrededor de esa mesa de Navidad. Lo que desesperadamente ansiabas estaba allí en esa sonrisa fugaz que cualquier día te regalaba una mujer, en esa oportunidad de serle útil a alguien, en esa ocasión de compartir con un amigo, en ese momento en el que un esfuerzo de más, hizo la diferencia.

¡Que imbécil! La felicidad nunca llegaría, pues no existe como destino, sino simplemente como proceso dialéctico de tu propio transitar por el mundo material. La felicidad era esa lealtad de un amigo, ese cuerpo de mujer, ese detalle de solidaridad, esa sensibilidad por otros; esa posibilidad de creer en ti y erguirte para decir tu verdad.

Y te acordaste de ella cuando la amabas. Sí, de ella, antes de morir, cuando enfrentando la muerte te regaló la mejor sonrisa sensual que jamás imaginaste. Ante la muerte, sabiendo que no había mañana, teniendo perdida la guerra contra el cáncer. Sabiéndolo y enseñándote con esa sonrisa a disfrutar lo que sí tienes, mientras lo tienes.

Parece que lo hubieses olvidado en algún sitio, que lo hubieses sepultado con el dolor y el coraje de estar ante un mundo que no cesa de generar caos y que mantiene esas sillas vacías cada día de Navidad. Pero parece que inadvertidamente recobraste esa verdad anoche, una verdad revelada inconscientemente por la voz nasal, chillona y estridente de ella, la tercera esposa de tu tío el fanfarrón.

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