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Compañero diputado

Usted sabrá perdonar, señor diputado que dice representarme.

Usted sabrá perdonar, señor diputado que dice representarme. Sabrá perdonar, confío, si es que las siguientes líneas faltan de manera alguna a las leyes de la gramática, la sintaxis, la caligrafía o, especialmente, las del buen gusto. Verá, nunca he sido bueno para escribir –de niño acumulé más tardes que nadie con orejas de burro en un rincón del aula en la que cursábamos la primaria y leer, lo que se dice leer, pues salvo la prensa de deportes y las revistas de espectáculos con monitos, no más-.

Si a mis carencias lingüísticas agregamos que este no es el momento preciso para escribir décimas o sonetos, pues la cosa empeora. -La mano me tiembla mucho…, no entiendo nada. Hace mucho frío aquí, siento un frío increíble. Nunca habría imaginado que el miedo también provoca frío y la desolación de un sitio como éste, una vulgar fosa clandestina, aún más.

Compañero diputado

Yo no soy de Michoacán, ni de Morelos, y mucho menos de Sonora. Tampoco de Veracruz, ni de Yucatán. Quizá, para efectos prácticos y mejor entendernos, así, sin prejuicios, soy de todo México.

Mi carta de naturalización de barrio me permitiría ubicarme en cualquier circunscripción geográfica de la República, y, seguro, pasaría desapercibido –bueno, casi, si no fuera por los chidos, ñeros, varos, chales, y demás expresiones coloridas que me salen a flor de labios, y me dan un aire achilangado que hay que ver-. Soy, lo que Pedro Infante hubiera llamado, un hijo del pueblo.

Mi padre no fue nadie que haya dejado huella, y el mérito de mi madre consistió en parir en más de ocho ocasiones, y mantener disponible una mano tibia que siempre tocó nuestras mejillas. Sí, soy banda, y he pasado las de Caín abriéndome paso por la vida en la calle.

Yo hubiera preferido de otro modo, pero si no hay condiciones, la única opción es a madrazo limpio. De cualquier manera, estoy convencido de que poco le importará a usted compañero diputado, sobre todo en estas lamentables circunstancias. El miedo hace que me sienta muy triste. En las últimas horas he pensado mucho en mi madre, en mis hijos, en las madres de ellos y en mi papá. La verdad, me hubiera gustado vivir diferente, me hubiera encantado tener propiedad privada y llegar del trabajo muy encorbatado a recibir el abrazo franco de mi descendencia. Me hubiera gustado sentirme elegido, arropado, perteneciente. En fin.

La temblorina. Sí. Esto es algo muy extraño. No es la maldita abstinencia al cigarro y a las pastillas que acostumbro para sentirme bien. Tampoco es el hecho de estar mojado merced a que las necesidades más elementales las resolvimos, antes de ser arrojados al fondo de la fosa, sobre nuestros propios cuerpos. Todos los de aquí. Hombres y mujeres. La verdad nadie se atrevió a hablar. Nadie dijo siquiera su nombre propio. Nuestros ojos se encontraron, se untaron unos con otros, y dijeron mucho más de lo que la lengua pudiera expresar mientras nos tapaban con dos metros de tierra encima.

Nadie nos dijo por qué nosotros. Yo solamente recuerdo haber sentido el plomazo en el cráneo que desde la retaguardia me dejó fuera de combate. Después, solamente fue la oscuridad, el movimiento dentro de lo que parecía una caverna -una fosa, sí, una fosa-.

Perdone por escribirle a usted compañero diputado que hoy frívolamente anda votando la ley de seguridad interior sin una pizca de conocimiento de lo que le pasa en realidad a un mexicano como yo.

Esto es muy confuso. Nadie me protegió. Pero lo que exige la razón es rezar porque los nuestros salven el pellejo como sea. ¡Nos iban a matar! ¡Nos mataron, compañero diputado! ¡Por Dios!

¡Carajo! ¿Dónde estará a estas alturas el señor ese por quién voté? El que me dijo que conforme a la constitución estaba garantizada mi seguridad; que él se encargaba, vaya, que yo solamente le tenía que entregar mi credencial de elector y listo. ¿Dónde está él y la madre que lo parió? Que venga ahora para evitar que a estas mujeres, a estos hombres y a mí, nos manden al infierno estos malnacidos que actúan de manera organizada y que ni siquiera tuvieron la mínima motivación para explicarnos por qué. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a mí?

Tiene usted razón compañero diputado, a quién le importa ya. Ahora a usted le corresponde acomodarse con el candidato nuevo, éste de las credenciales impecables, para garantizar bienestar e impunidad para los suyos.

Quédese tranquilo, compañero diputado. Pero lo juro, nada más salga de ésta, lo juro de verdad, le voy a llamar a mi mamacita. Le voy a pedir perdón a mis hijos. Voy a regresar a la escuela. Trabajaré muy duro y le aseguro a usted, compañero diputado, que nunca, en lo que me quede por vivir, le vuelvo a dar mi credencial de elector a nadie.

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