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Justicia

Tanto en México como en otros países que han enfrentado crecientes espirales de violencia, las posibles respuestas a esta pregunta han quedado en el aire desde hace algunos años

La semana pasada, el juez federal Uriel Villegas Ortiz y Verónica Barajas Guerra, su esposa, fueron cruelmente asesinados en el interior de su casa en la ciudad de Colima. El juzgador había encabezado procesos penales en casos de narcotráfico y delincuencia organizada, y si bien es necesario esperar los resultados de la investigación para esclarecer lo que sucedió, lo que no puede esperar más es el muy necesario debate sobre cómo garantizar la integridad de quienes forman parte del sistema de justicia y de sus familiares. 

En las y los juzgadores descansa la gran responsabilidad de fortalecer los sistemas de justicia y, con ello, el Estado de derecho. Precisamente por esto, si su integridad no está garantizada, se pone en riesgo la operación del aparato de justicia en todos sus niveles. Por tanto, los atentados contra la vida de quienes imparten justicia representan un ataque contra la justicia mexicana y, en consecuencia, contra la sociedad en su conjunto. Esto hace necesario buscar respuestas urgentes a la impostergable pregunta de cómo garantizar la seguridad de jueces.

Justicia

Tanto en México como en otros países que han enfrentado crecientes espirales de violencia, las posibles respuestas a esta pregunta han quedado en el aire desde hace algunos años. En Perú, por ejemplo, en la década de los 90 del siglo XX, una de las medidas que asumió el sistema de justicia para proteger a sus integrantes fue la figura de los jueces sin rostro, específicamente para quienes estaban a cargo de llevar a la justicia a los implicados en casos de terrorismo. 

En Italia, después de los asesinatos del juez Giovanni Falcone y del magistrado Paolo Borsellino, quienes encabezaron el juicio que llevó a proceso a un gran número de integrantes de la mafia en ese país, la figura de los juzgadores sin rostro empezó a adquirir preponderancia. De manera similar, en Colombia, esta medida fue instalada en 1991, después de que miembros del narcotráfico asesinaran a juzgadores a cargo de casos en su contra. En 2019, en Brasil, este mecanismo fue adoptado para casos vinculados con lavado de dinero, narcotráfico y actuación de milicias. 

En México, la discusión sobre la viabilidad de reformar la ley para incluir esta medida ha estado abierta desde la década pasada, pero se intensificó en 2016, cuando luego del lamentable asesinato del juez Vicente Antonio Bermúdez Zacarías, la CNDH propuso la figura de jueces sin rostro, como un mecanismo que podría proteger la identidad e integridad de quienes imparten la justicia y están a cargo de casos que involucran a grandes criminales. 

No obstante, aun cuando la figura de los jueces sin rostro ha sido un mecanismo útil para proteger la identidad de quienes imparten justicia, no se encuentra exento de críticas que tienen que ser consideradas para poder garantizar se respeten por igual los derechos de las personas juzgadoras y los de las personas juzgadas. 

En 2005, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos revisó el caso de Wilson García Asto, quien fue detenido en 1995 en Perú, acusado de actividades terroristas y de pertenecer a Sendero Luminoso. Después de revisar el caso, la CIDH determinó que la figura de jueces sin rostro, bajo la cual García Asto fue procesado, le imposibilitó conocer la identidad de su juzgador y, por lo tanto, valorar su idoneidad y ejercer una adecuada defensa ante un tribunal independiente e imparcial, con lo que se violentó un derecho de las personas imputadas. 

Ésta es la crítica central contra la figura de las cortes sin rostro. Sin embargo, las experiencias nacionales indican que este mecanismo puede brindar protección efectiva a las y los juzgadores, permitiéndoles actuar con menor presión y mayor libertad. Por ello, el reto está en plantear modificaciones de ley que, por un lado, logren proteger a las y los impartidores de justicia, especialmente durante casos excepcionales en los que el riesgo de represalias sea considerable y, por otro, no violente el debido proceso a que toda persona tiene derecho. 

Ésta es una de las muchas medidas que tienen que ser discutidas para garantizar la protección de quienes se encargan de resguardar uno de los pilares de la sociedad, sin el cual ésta no podría funcionar: la justicia. Los asesinatos de Uriel Villegas Ortiz y de Verónica Barajas Guerra nos obligan a no postergar más este debate, y abren una coyuntura en la que, con base en el diálogo y el entendimiento, se puedan llevar a cabo las reformas necesarias para transitar de un sistema de justicia aún opaco, anacrónico y poco efectivo, a uno dinámico, accesible y transparente, que proteja la integridad de las y los juzgadores, y con ello se evite atentar contra la justicia mexicana.