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¿Inmortales?

El beso es hambre de inmortalidad Ramón Gómez de la Serna

Desde la primera vez que lo leí me cautivó. Provocador, inteligente y divertido, en su libro “El amor dura tres años”, de fino humor autobiográfico, pone de cabeza los fundamentos de ciertas relaciones sentimentales. Se llama Fréderic Beigbeder, considerado el “niño terrible” de las letras francesas, quien a principios de este año, cuando la pandemia todavía no azotaba al mundo, publicó “La vida sin fin”, un libro acerca de la inmortalidad y las formas de conseguirla. Escrito con su característica ironía e inspirado en una pregunta de su pequeña hija acerca de si ellos también se morirían, el protagonista realiza todo un periplo en busca de quienes a través de diversas vías, buscan la vida eterna.

Calificado con el género de auto ficción, el famoso escritor francés hace una novela con su propio viaje y sus propias experiencias en las ciudades, países y con los más reconocidos científicos e instituciones que trabajan en la búsqueda de la inmortalidad. Instalado en el mundo del glamour y el “selfie”, con terror existencial al envejecimiento y el deseo de vivir de mínimo 120 años; el “alter ego” del escritor recorre ciudades diversas entrevistando con sustento científico a los más reconocidos especialistas de la genética, la biología y la medicina más avanzada en temas de longevidad y afanes de inmortalidad.

¿Inmortales?

Entrevistas de novela, pero con personajes y entrevistas reales.  Hechas, entre otros, a grandes eminencias de la ciencia en la actualidad, quienes asombran al revelar los muchos experimentos realizados buscando vivir eternamente, o de perdido, un siglo más. Dietas especializadas, inyección de proteínas, células madre pluripotentes inducidas, digitalización cerebral, transfusiones de sangre de vírgenes adolescentes, entre otros muchos tratamientos complejísimos que son claro ejemplo de nuestra realidad global Y así el protagonista va descubriendo las ventajas y desventajas de vivir más o menos. En fin, ya no le cuento, ojalá lean el libro, que por cierto me recuerda a Sibila de Cumas, aquel personaje mítico que le pidió al dios Apolo ser inmortal, pero se le olvidó pedir no envejecer y terminó con cientos de años a cuestas, convertida en una pasa de la que los niños se burlaban preguntando: ¿Sibila qué quieres? Y ella respondía: ¡quiero morir! 

Pero cuando el famoso escritor francés recorrió el mundo para recabar el valioso material documental para su novela acerca de la inmortalidad, seguro no imaginó que poco tiempo después vendría la enorme lección para la humanidad con una pandemia enfrentándonos cara a cara con la muerte. Y ahora sí que ni los grandes expertos en células madre, ni los  descubrimientos en genómica y digitalización cerebral, ni los más reconocidos científicos; han logrado todavía, un año después, encontrar la cura para este mal histórico, cuyo doloroso saldo a la fecha son millones de contagiados y más de un millón y medio de fallecidos.

El sueño sempiterno de ser físicamente inmortales se ha topado con una realidad escalofriante.  En ese contexto; todos, hasta “los hombres que juegan a ser Dios”, se han quedado sin respuestas ante el devastador bicho. Aunque no podemos soslayar los enormes avances de la ciencia y la tecnología, de los cuales todos gozamos y nos beneficiamos, pero el tema de la eternidad, es otra cosa. Y muchos han apostado por ella. El mismísimo historiador Yuval Harari, uno de los pensadores más reconocidos de la actualidad, apuntó hace unos años, que la agenda colectiva de la humanidad, con hambres, epidemias y guerras, ya estaba controlada y reducida. Y añadió: los nuevos retos del siglo XXI, son “doblegar el envejecimiento y la muerte”, puesto que para la ciencia, “la muerte es un problema técnico que tiene solución técnica”. Ufff.

Y llegó la pandemia para doblegarnos a todos por igual. Por ahora, los afanes de inmortalidad se repliegan para dar paso a la búsqueda de curas y vacunas ante un poderoso y desconocido enemigo. Aunque los desafíos a la muerte no cesan. Basta con ver los muchos, en pleno aumento de contagiados, creyéndose inmortales, saliendo a grandes fiestas y reuniones sin el menor cuidado. ¿Será que las fiestas y reuniones sacian el hambre de inmortalidad? Vaya usted a saber. Cada quien según sus creencias piensa la inmortalidad a su modo y eso es muy respetable. Finalmente la muerte es personal e intransferible. Nadie morirá en cabeza ajena.

Eleanor Roosevelt decía que la naturaleza es nuestra mejor garantía de inmortalidad. “Lloverás en el tiempo de lluvia…florecerás cuando todo florezca”, dice Sabines ante la muerte de su madre. “Polvo serán, más enamorado” diría el gran Quevedo. “Y otros serán, (y son) tu inmortalidad en la tierra”, escribió Borges. En otro contexto, pero igual a través del amor, la palabra de Jesucristo afirma: “Y yo les doy vida eterna y no perecerán jamás”. Cada quien elige. Pero por lo pronto, los sueños de inmortalidad de los científicos, se han postergado en la búsqueda de vencer a un diminuto virus letal. El cielo y sus lecciones. Bien dijo la viejita: “Semos mortales”.