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El maoísmo

El libro de Julia Lovell sobre China sirve para entender por qué el comunismo no ha funcionado ni funcionará mientras la propiedad privada y la libertad, que son inseparables, no sean el sustento básico del desarrollo

El libro que acaba de publicar Debate sobre el Maoísmo, una historia global, no está muy bien traducido al castellano, pero no es una obra literaria sino política, así que no importa tanto. En todo caso, sus más de setecientas páginas se leen de manera apasionante por las sorprendentes novedades que contiene. Su autora, Julia Lovell, una inglesa, profesora de historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, habla y lee chino y se ha pasado muchos años sin duda investigando esta obra que describe los empeños de Mao Zedong por reemplazar a los dirigentes rusos como líder teórico de la revolución socialista que daría a los países pobres del mundo una doctrina y una organización que elevaría sus niveles de vida y su fuerza militar, lo que les permitiría aplastar a las democracias imperialistas.

El maoísmo

La rivalidad que esto motivó entre China Popular y la URSS, en la época en que Nikita Jrushchov dirigía este país, llegó varias veces al extremo de casi la ruptura, sobre todo por el dinamismo y el veneno con que el maoísmo acusaba a la URSS de haberse aburguesado y de traicionar a la revolución proletaria y campesina. Al mismo tiempo, Mao enviaba dinero y equipos de técnicos a todos los países asiáticos y africanos donde, estaba convencido, estallaría primero la lucha insurreccional. A la vez, se imprimían por millones los ejemplares de las obras completas de Mao, en especial el Libro rojo, resumen personal de sus teorías sobre la preeminencia campesina ante los centros urbanos en la lucha revolucionaria y su convencimiento de que "el poder político reside en el fusil". En sus conclusiones, que no son para nada las visiones revolucionarias de Mao Zedong, la pulcra Lovell señala que en la actualidad China rinde culto al Gran Timonel amortiguando considerablemente sus teorías militantes y considerándolo una especie de patriarca bondadoso, un héroe nacionalista y moderado. Como los veinte millones de ejemplares del Libro rojo que se habían quedado sin regalar al mundo entero creaban un problema logístico considerable, Deng Xiaoping los mandó quemar. Probablemente este incendio monumental que convirtió a China de revolucionaria en capitalista es la razón del desarrollo económico que ha hecho de este país un supuesto modelo para el tercer mundo, y su verdadero autor no es Mao sino Deng Xiaoping, ese personaje que el peruano Abimael Guzmán, el jefe de Sendero Luminoso —"la cuarta espada del marxismo" según él—, mandó ahorcar junto a perros rabiosos a fines de 1980 en los postes de Lima, explicando así que, a su juicio, quienes habían traicionado la revolución no eran los rusos sino los propios chinos, desde que el poder cayó en manos de ese "traidor". De modo que, aunque sea el cadáver de Mao Zedong el que reciba los aplausos, es probablemente Deng Xiaoping —un celador estricto del marxismo horrorizado con los estragos que causó en el destino de China el baño de sangre inaudito que fue la "revolución cultural" maoísta, según Julia Lovell—, quien por otra parte autorizó la inclusión de empresarios millonarios en el Partido Comunista chino, el verdadero responsable de la nueva cara de China y su capitalismo de "amiguetes", es decir, de capitalistas que tienen derecho a ganar fortunas pero opinan sólo como lo hacen los ciegos y los sordos, con el bolsillo pero sin el cerebro ni la razón.

El libro de Julia Lovell es particularmente revelador sobre la revolución que intentó llevar a cabo en Ayacucho, en los Andes peruanos, el llamado Sendero Luminoso, y que dejó nada menos que setenta mil cadáveres, campesinos en su gran mayoría. Se sabía que su líder, Abimael Guzmán, era un fanático seguidor de las teorías de Mao, según el cual serían los campesinos, no los obreros, los que "asaltarían las ciudades", pero no se sabía que había estado dos veces en China, donde, la segunda vez, recibió probablemente instrucción militar. Y que todo el comité central de Sendero Luminoso, unas cuarenta personas, estuvo también en China, invitados por los gobernantes de aquel país, de modo que hubo contactos bastante directos y estrechos —y probablemente ayuda económica y de armamento— entre China y el Perú de aquellos años, que los peruanos recuerdan con espanto, de la revolución senderista —asesinatos, voladuras de postes eléctricos y estrictos toques de queda— que dejó esa montaña de cadáveres. Julia Lovell hace un balance bastante justo de aquella "revolución" que traicionó a los campesinos de la sierra cuando, de acuerdo a las teorías de Mao, Abimael Guzmán mandó clausurar todas las ferias de los sábados, donde los campesinos iban a vender los productos de sus chacras. Fue esa la época en que nacieron las "rondas" campesinas, en que éstas ayudaban a los oficiales del Ejército, y a los soldados a sus órdenes, a infligir los más serios golpes militares a los comandos maoístas.

Sin embargo, no fue América Latina, sino el Asia y el África donde Mao volcó todo su empeño en acelerar la revolución socialista. El resultado no fue nada exitoso, a juzgar por las consecuencias. El Asia que vemos hoy día, no es el socialismo sino el capitalismo democrático el que está cambiando su cara, y disparando el desarrollo de países como Singapur (del que, dicho sea de paso, era un gran admirador Deng Xiaoping), Corea del Sur y Taiwán, donde han subido los niveles de vida de manera espectacular y se van instalando de manera irreversible las instituciones democráticas. Es muy interesante, por otra parte, el capítulo que Julia Lovell dedica a Vietnam. Aunque China apoyó su lucha contra los Estados Unidos, pese a la tradicional enemistad que existió siempre entre ambos países, el Vietnam de Ho Chi Ming trató siempre de frenar y hasta sabotear las aspiraciones chinas a dirigir las revoluciones africanas y asiáticas en Corea, Laos, Camboya e incluso la India, donde China envió múltiples ingenieros y técnicos y prestó ayuda sobre todo en proyectos agrícolas. Los gobiernos africanos, en general, recibieron esa ayuda con mucho gusto, pero a menudo se iba a los bolsillos de sus gobernantes, ministros y diputados, de manera que los verdaderos campesinos se beneficiaron muy poco de ella, con los tristes resultados que vemos en la actualidad en el panorama africano.

¿Cuál es el resultado del frenético entusiasmo que despertó Mao Zedong en toda China con la idea de que el tercer mundo seguiría las tesis de éste de que la revolución socialista sería de carácter campesino antes que proletario, que las ciudades serían devoradas por los trabajadores del campo, pues bastaba una chispa para incendiar una pradera, según afirmaba Mao? Para Julia Lovell las ideas comunistas del líder chino están todavía vigentes, aunque su propio país no las aplique y, más bien, como ocurre en Rusia, haya optado por un orden capitalista "vigilado" por el Partido, quien dirige la vida política y económica del país. Me permito discrepar de esta inteligente ensayista, y afirmar que, sin la libertad de investigar y la indispensable competencia, así como el derecho de propiedad, un país ve truncado su desarrollo y el despegue de su economía en algún momento de su historia. Le ocurrirá a China, como les ha ocurrido a tantos países latinoamericanos, por ejemplo a Chile ahora, donde la falta de continuidad y los traspiés políticos han puesto un freno al único país que parecía haber dado un golpe de muerte al subdesarrollo.

En todo caso, este es un libro importante, que vale la pena leer, no sólo para descubrir los gigantescos y fracasados intentos de Mao Zedong de liderar una revolución mundial, sino para entender por qué el comunismo no ha funcionado ni funcionará mientras la propiedad privada y la libertad, que son inseparables, no sean el sustento básico del desarrollo.

© Mario Vargas Llosa, 2021.