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Las otras piedras

Había estado a punto de ser apedreada por su pecado. Aquel hombre la salvó de una muerte lenta y dolorosa, por lo que sus palabras penetraron profundamente en su corazón: "Vete y no peques más". Arrepentida, ella se propuso cambiar su vida a partir de ese momento. Intentó pedir perdón a su marido, pero este no la dejó ni entrar a su casa. Le escupió en la cara y le gritó que jamás regresara. Desde ese día, la mujer vagaba por las calles, pasando las noches bajo cualquier cobertizo del que no la corrieran.

Tiempo después.

Las otras piedras

Una mañana, caminando por la calle, pasó enfrente de un grupo de mujeres que platicaban entre sí. Al pasar cerca de ellas, notó que bajaban la voz, pero se dio cuenta de que hablaban de ella, y alcanzó a escuchar que decían cosas como "desvergonzada, ¿cómo se atreve a seguir aquí?, debieron haberla apedreado...". Y su corazón recibió el impacto de la piedra de la crítica.

Otro día, pasó frente a unos muchachos que jugaban en una de las calles del pueblo. Los chicos vieron su aspecto desaliñado y se empezaron a reír de ella. Le dirigieron también palabras ofensivas relacionadas con esa circunstancia de su vida que ahora todos parecían conocer. Y su corazón recibió el impacto de la piedra de la burla.

Más adelante se enteró, por medio de una exvecina suya, que en el pueblo corrían toda clase de rumores acerca de su persona. La gente rumoraba que ella seguía ofreciendo su cuerpo a quien lo quisiera tomar; habían inventado también que ella provocaba a los hombres adinerados para aprovecharse de ellos, y muchas otras cosas semejantes corrían de boca en boca. Y su corazón recibió el impacto de la piedra del chisme.

Su situación era más crítica con cada día que pasaba. Agotados los pocos recursos con los que contaba para comprar sus alimentos, soportó el hambre lo más que pudo. Le avergonzaba tener que mendigar, por lo que se ofreció para trabajar en cuanto lugar le fue posible, pero nadie quiso emplearla. Orillada por la desesperación, suplicó por comida en varios mesones, pero le cerraron la puerta en las narices y le gritaron con rencor que se largara. Y su corazón recibió el impacto de la piedra de la falta de compasión.

Sus días se convirtieron en un martirio. La gente le daba la espalda al verla. De muchas maneras la condenaban por pecadora, sin pensar que solo había pecado de manera diferente a ellos. Los menos agresivos escupían al suelo cuando ella pasaba a su lado. Otros pasaban a la agresión física, empujándola, tumbándola, incluso alguien la pateó en la cara. Y su corazón recibió el impacto de la piedra del desprecio.

Una tarde, se sentó desfallecida a las afueras del templo. De pronto escuchó un gran tumulto que venía del interior del patio. Escuchó cosas caer, el griterío de la gente, y finalmente oyó una voz que le pareció conocida, diciendo exaltada: "¡La casa de mi padre debe ser un lugar de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones!".

Tras apaciguarse el escándalo, vio salir a este hombre de mirada profunda y porte majestuoso. El pareció sorprenderse al verla y notar las condiciones en que la mujer se encontraba. Se acercó a ella y con ternura puso su mano en su rostro, diciéndole "mujer, ¿qué te ha pasado? ¿acaso no te di la oportunidad de hacer una nueva vida?". Al sentir, después de mucho tiempo, que alguien la trataba con amabilidad, los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y, entre sollozos, le dijo: "Mi señor, mejor hubieras dejado que me lanzaran las piedras que matan el cuerpo".

Con la profunda sabiduría que lo caracterizaba, este hombre comprendió al instante lo que la mujer había vivido. Volteó hacia donde estaba la gente que había contribuido a hacer miserable la vida de esta mujer, quienes los miraban expectantes, y solo movió la cabeza negativamente, pronunciando unas palabras que, tiempo después, en otras circunstancias, él mismo pronunciaría y se volverían inmortales: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".

Una reflexión final.

Cuando escuchamos la historia de la mujer sorprendida en adulterio y la manera en que Jesús enfrentó a la muchedumbre que quería apedrearla, es muy fácil pensar que, si hubiéramos estado ahí, seguramente nos habríamos puesto del lado del salvador, y no de los arrojadores de piedras. Solo tengamos cuidado de no ser de los que lanzan las otras piedras. Porque estas otras, si bien no matan el cuerpo, tal vez pueden matar el alma.