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El desequilibrio

El equilibrio, dice la etimología, es la tensión entre fuerzas contrarias que se contrarrestan generando una estabilidad. Cuando el equilibrio se pierde surge el caos, el desorden, la caída.

Desde la Roma antigua, el orden político en Occidente radica en el equilibrio entre la auctiritas y la potestas, entre el poder espiritual y el poder político o, para hablar en términos modernos, entre la legitimidad (la capacidad moral y socialmente reconocida para emitir una opinión sobre una acción política) y la legalidad (el poder jurídico que se tiene para hacer cumplir una acción de esa naturaleza). Quien mejor ilustra ese equilibrio es el frontispicio que abre la primera edición del Leviatán de Hobbes: un soberano gigantesco, cuyo cuerpo, formado de miles de hombres, abraza al mundo con el báculo de la legitimidad y la espada de la legalidad. Ninguno de esos poderes que conforman al Estado es mejor que el otro. Son esferas separadas que, al mismo tiempo que son distintas, se complementan creando el equilibrio de un buen gobierno. Si una se sobrepone a la otra, el desorden se establece. La primacía de la legalidad sobre la legitimidad termina en El castillo de Kafka, donde los ciudadanos, sometidos a procedimientos legales absurdos, son excluidos de la justicia y doblegados por leyes impías. La primacía de la otra desemboca en el Tercer Reich de Hitler o en el Terror de Robespierre, donde en nombre de una moral sin contrapesos legales, los ciudadanos son igualmente excluidos de la justicia y sometidos a controles aberrantes. En ambos casos, el equilibrio de la vida política desaparece y lo que prevalece es una forma del caos, cuya metáfora más próxima es el infierno: un gobierno penitencial en el sentido primero de la palabra "penitencia", dolor, disgusto, sufrimiento, pena.

El desequilibrio

Recuerdo estas distinciones no sólo para rememorar, a grandes rasgos, lo que constituye un buen gobierno, sino para entender un poco lo que nos está sucediendo en México.

Si algo caracteriza al gobierno de López Obrador es su capacidad de poner la legitimidad por encima de la legalidad. Semejante a Hitler o a Robespierre, llegó al poder amparado en ella, es decir, en un discurso que prometía cambios fundamentales en el orden de la justicia. Sin embargo, al llegar al poder usó, como ellos, esa misma legitimidad para someter el orden legal. Así ha destruido instituciones democráticas, ha perseguido a intelectuales, científicos, periodistas, políticos y empresarios que critican sus desmesuras y oponen a ellas la ley que él mismo ha cambiado, malversado o sometido en nombre de su legitimidad. Decidido como Hitler y Robespierre (a veces recuerda también al Savonarola de la iglesia de San Marcos en Florencia gritando encolerizado desde el púlpito que un alma intachable es preferible a cualquier acto lujoso o ceremonia excesiva) a purificar México de cualquier opositor a la legitimidad de la "Cuarta Transformación", López Obrador avanza como un energúmeno hacia territorios cada vez más oscuros y caóticos asumiendo posiciones que en otro tiempo criticó. Por ejemplo, la militarización del país, la ausencia de una política seria de verdad en justicia y paz, la protección a corruptos dentro de su gabinete y su familia, el sometimiento de la ley a su autoridad o su malversación para justificar persecuciones, venganzas y actos arbitrarios, la exaltación del odio y el desprecio a todo lo que se le opone.

Este desequilibrio político, que ya existía en México mucho antes de su ascenso al poder pero que su desmesurada fe en la legitimidad profundizó, no anuncia cosas buenas. Como Hitler, Robespierre, Savonarola y muchos que en su sed de justicia terminaron por humillarla y destruirla, López Obrador es un personaje trágico que tarde o temprano terminará por caer y cuya caída, como sucede con esas precipitaciones, traerá costos más duros y terribles que los que desde Calderón hasta él hemos vivido. Con instituciones destruidas, llenos de sufrimientos, miedo, odio, indefensión; rodeados de fuerzas armadas legales e ilegales, deteriorados en nuestro esqueleto moral, con una oposición tan débil, desarticulada y, en muchos de sus representantes, tan corrupta y estúpida como la de Morena, la recuperación del equilibrio político en México tardará muchas décadas, si es posible abrigar esperanzas en una crisis civilizatoria tan profunda como la que vive el mundo.

El injustamente olvidado Nicola Chiaromonte –el olvido es parte de la crisis–, ese gran socialista libertario muerto en 1972, escribió algo que define esta época: "La nuestra no es una época de fe, pero tampoco de incredulidad. Es una época de mala fe, es decir, de creencias mantenidas a la fuerza, en oposición a otras y, sobre todo, en ausencia de otras genuinas".

En una época así, que guarda en su reverso lo que hoy llamamos "posverdad" –la distorsión deliberada de la realidad en nombre de emociones y creencias personales–, no sólo es difícil entender lo que ha constituido a lo largo de muchos siglos los momentos de equilibrio –si no perfectos, al menos sanos– de la vida política. Es también, al ignorarlo, difícil de recuperar. Vivimos una época salvaje, una noche donde las coordenadas se perdieron y estamos en vilo.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.