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El Reino

Las fiestas son esos momentos de detención en que ponemos entre paréntesis la vida y sus múltiples conflictos, no para fugarnos de ella, sino para meditar. La Navidad, que acabamos de celebrar, es en la historia de Occidente uno de esos grandes momentos.

Más allá de la deslegitimación que el mercado ha hecho de ella, convirtiéndola en una fiesta del consumo, la Navidad sigue siendo un misterio fundamental. Es la fiesta de la Encarnación, de la renuncia de Dios a su poder para nacer, como uno de nosotros, en la pobreza de un establo. Es la fiesta de la llegada del Reino que ese niño predicará cuando crezca.

El Reino

Contra lo que la Iglesia ha enseñado, ese Reino (que adquirió otros nombres con el nacimiento de esa copia laicizada de la Iglesia que es el Estado moderno: "Estado de Bienestar", dicen el liberalismo y la socialdemocracia, la "Sociedad sin Clases", dice el marxismo) no es algo que ya llegó, pero cuya plenitud debemos construir y nos aguarda al final del tiempo, de la historia o, para no olvidar al Tercer Reich de Macuspana, al final de la Cuarta Transformación. No es tampoco, por lo mismo, un aparato de poder institucional que custodia su advenimiento mediante reglamentaciones, amenazas y coerciones; ni un sitio lleno de abundancias y riquezas. El Reino del que habla el Evangelio y que está ya implicado en el misterio y la fiesta de la Navidad es completamente distinto. Además de que se relaciona con cosas muy pequeñas y simples –el nacimiento de un niño en un establo, un semilla de mostaza, un tesoro escondido en un campo, una semilla que cae en tierra fértil, unos gramos de levadura que fermentan la harina, una red, una perla, un padre que acoge al hijo que se fue y malgastó todo, un samaritano que va en ayuda de su enemigo herido, una muerte injusta y terrible, y una resurrección como una pequeña vela que se enciende en medio de la noche–, ese Reino, dice también el Evangelio, viene y está entre nosotros. No de manera subjetiva, es decir, "en" cada creyente. Tampoco más allá de nosotros, es decir, al final del tiempo humano o de la historia, sino de manera paradójica: al mismo tiempo que está entre nosotros aquí y ahora (Lc. 17-21), no es de este mundo, es decir, no pertenece al poder, como el niño, cuyo nacimiento acabamos de celebrar, se lo dirá a Pilato durante su juicio (Jn. 18, 36). Es simplemente la presencia del amor, pobre, gratuito, libre y absurdo como la Encarnación. Un amor de disminución, contario a la violencia y a la fuerza que se ejerce como potencia que gobierna; un amor de debilidad, cuya impronta, dice Compte-Sponville, es "la dulzura y la delicadeza de existir menos, de afirmarse menos, de extenderse menos". Un amor "que no carece de nada" porque ha renunciado a todo y al no tener nada que ganar, nada que perder, nada que dar, nada que tomar, puede, como el vacío, acoger todo. No sólo a un amigo, a un desconocido, a un extranjero, sino incluso a un enemigo.

Lo dice con la luminosidad de la poesía Octavio Paz en Piedra de Sol: "El mundo nace cuando dos se besan [...] y las leyes comidas de ratones [...] las máscaras podridas/ que dividen al hombre de los hombres,/ al hombre de sí mismo,/ se derrumban/ por un instante inmenso y vislumbramos/ nuestra unidad perdida, el desamparo/ que es ser hombres, la gloria que es ser hombres/ y compartir el pan, el sol, la muerte,/ el olvidado asombro de estar vivos/ [...]".

Desde la perspectiva del Evangelio, el Reino y su acontecimiento fundacional, la Navidad, se vive y se transmite en esa pobre, denuda y libre gratuidad. Es el fruto de una manifestación de la que todos podemos participar y no de una convicción intelectual a la que se llega mediante una doctrina o la coerción de un poder. Su gesto ritual y simbólico es la cena que cada año, durante la noche de Navidad, nos reúne alrededor de una mesa.

Por desgracia, para el ser humano utilitario, que concibe el Reino en términos de poder, abundancia y consumo que un día llegará para todos, esa dimensión del Reino se volvió, desde el surgimiento de la Iglesia imperial, difícil de entender. Quizás esta imagen moderna pueda ilustrarlo. Es de El Reino, probablemente el mejor libro escrito hasta ahora por Emmanuel Carrère. 

Después de narrarnos su alejamiento del cristianismo y, a la luz de San Pablo y San Lucas, los pleitos y conflictos que terminaron en la fundación de la Iglesia, Carrère es invitado a un retiro en una de las comunidades Jean Vanier. Asiste por compromiso. Al final, "todo el mundo entona un cántico del tipo ´Jesús es mi amigo´ [...] y empieza a dar palmadas [...] y a contonearse como en una discoteca". Carrère está harto. Lo comprendo, esas manifestaciones son de una cursilería espantosa. "Tarareo vagamente con la boca cerrada –describe su incomodidad–, me columpio de un pie a otro". De pronto aparece Elodie, una niña Down. "Se planta delante de mí, sonríe, eleva los brazos al cielo [...] y me incita con la mirada. Hay tanto júbilo en ella, un júbilo tan candoroso, tan confiado, tan abandonado, que me pongo a bailar como los demás, a cantar que Jesús es mi amigo, y las lágrimas me afluyen a los ojos mientras canto, mientras bailo mirando a Elodie [...] y me veo forzado a admitir que aquel día, por un instante vislumbré el Reino".

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.