Al borde del ´golpe blando´: Ayotzinapa y la militarización

Está en duda la disposición del Ejército a asumir las consecuencias legales de los actos y omisiones de sus miembros en el caso de los 43 estudiantes desaparecidos y, por extensión, en todos los otros casos de abusos de derechos humanos

La semana final de septiembre ha sido prolífica en acontecimientos que han puesto de nuevo en duda la disposición del Ejército a asumir las consecuencias legales de los actos y omisiones de sus miembros en el caso Ayotzinapa y, por extensión, en todos los otros casos de abusos de derechos humanos por parte de militares en el pasado y en el presente. Esta peligrosa constatación se produce justo en el momento que se pretende constitucionalizar la permanencia de las Fuerzas Armadas en la seguridad pública, a quienes de hecho se entrega esta función decisiva para la vida pública. Es urgente detener este proceso hasta que se lleve a cabo una reforma profunda de todo el estatuto legal del Ejército y de la Armada que las coloque efectivamente bajo el mando civil y en un entorno de rendición de cuentas. Y es más urgente aun detener la absurda y riesgosísima consulta que el presidente pretende hacer para legitimar lo inadmisible: la entrega parcial del poder a las Fuerzas Armadas.

El presidente Andrés Manuel López Obrador asumió como una de sus principales promesas de campaña la resolución con justicia del caso de la desaparición en Iguala de 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa en 2014. Esta tragedia marcó el principio del fin del régimen de la transición a la democracia en México. Sin embargo, a más de cuatro años de mandato, y a pesar de los trabajos de una Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia con rango presidencial, a la cual se le adscribió además una Unidad Especial de Investigación y Litigio (UELCA), y de la extensión del mandato del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), el caso está hoy en un estado de confusión e incertidumbre similar al padecido desde el Gobierno anterior, a pesar de la mucho mayor información disponible.

Al borde del ´golpe blando´: Ayotzinapa y la militarización

La causa de esta parálisis está en la confrontación, al interior del Gobierno, de las visiones e intereses de tres instituciones: el Ejército, la Fiscalía General, y la Comisión para la Verdad, encabezada por el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas. La crisis, causada por la negativa del Ejército a entregar toda la información que posee y por la intromisión indebida de la FGR en la UELCA, anulándola de facto e imponiendo una agenda distinta a la programada por la unidad. Este hecho pone en cuestión no sólo la capacidad y voluntad del Gobierno para resolver el caso, sino la legitimidad de la militarización emprendida por el presidente.

Las investigaciones del caso Ayotzinapa han demostrado, casi desde el principio, que el Ejército estuvo involucrado en la construcción de un orden político criminal en la región de Iguala, dominado por el grupo de delincuentes llamado Guerreros Unidos. Las investigaciones de la DEA sitúan a este grupo como responsable del trasiego de drogas desde el norte de Guerrero a la zona de Chicago. No se trataba de un gran cártel, sino de un clan criminal relativamente pequeño, precario en comparación con los que dominan la escena criminal mexicana.

Sin embargo, las investigaciones llevadas a cabo por las autoridades mexicanas y el GIEI demuestran que el grupo tejió alianzas con el alcalde de Iguala y las policías municipales de todos los pueblos de la región y que, por medio de la corrupción, contaba además con la protección de los agentes locales de la Fiscalía y la policía estatales y federales, así como probablemente de la guarnición del Ejército y del destacamento local de la Marina. Este orden, que era continuamente retado por otros grupos criminales regionales (los Rojos, los Ardillos) condujo a que Iguala se convirtiera en uno de los ejes de la desaparición forzada en Guerrero mucho antes de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa.

Un colectivo importante, el de Los Otros Desaparecidos de Iguala, ha documentado decenas de casos, con muchas más víctimas que las del caso de los estudiantes. Increíblemente, ninguna de las investigaciones en curso ha estudiado el desarrollo de ese orden criminal, dejando a las otras víctimas de desaparición forzada en el olvido y bloqueando la posibilidad de entender a fondo la naturaleza de esta fusión entre crimen y autoridades del Estado, especialmente, del papel de las fuerzas del "orden" en él. Ante la tragedia, tanto la organización de los padres de los estudiantes y sus aliados como los Gobiernos estatal y federal, focalizaron la lucha y el conflicto derivado de la desaparición forzada de los normalistas en este único caso, ignorando el orden criminal estructural. Paradójicamente, esta decisión contribuyó, ante todo al principio del proceso, a la invisibilización de la tragedia nacional de la desaparición forzada masiva de personas.

El presidente López Obrador, consiente de que su Gobierno no podría atender el problema nacional de la desaparición forzada, y de que el caso Ayotzinapa tenía una enorme centralidad simbólica y política, decidió resolver este único caso, y usarlo como una especie de demostración de su voluntad de justicia. La parte por el todo, al igual que en el discurso político en que una parte de la población deviene el pueblo entero. Ahora bien, hay que ubicar esta decisión del presidente en el contexto de su proyecto de destruir las instituciones del "régimen neoliberal" y construir un orden paralelo, no necesariamente apegado a la ley, mediante el uso central de dos agentes estatales: los "servidores de la Nación", ejecutores en la sombra de la política de subsidios generalizados, y el Ejército, cuyo estatuto jurídico especial, fruto del pacto de despolitización de las fuerzas armadas en la fase de consolidación del régimen autoritario priista, se ha mantenido hasta la fecha. Ese pacto le dio al Ejército y a la Marina autonomía administrativa (sin rendir cuentas) y un régimen legal de excepción, por el cual los miembros de los cuerpos castrenses son juzgados en un fuero especial.

El problema central de militarizar buena parte de la Administración Pública sin haber antes cambiado ese estatuto de excepcionalidad es que, una vez empoderado el Ejército, no será fácil someterlo a la disciplina civil. Si ya de suyo la institución castrense ha evitado asumir responsabilidades penales de sus miembros en los años recientes, es de esperarse que se resistirá más aun en la medida que su poder crezca.

Enfaticemos este punto. A diferencia de la gran mayoría de los países democráticos del mundo, en México las Fuerzas Armadas no están sometidas al mando civil en la estructura de Gobierno. No hay un Secretario de Defensa civil, como en casi todas partes. El presidente es el Comandante Supremo según la Constitución, pero en ausencia de una estructura de control administrativo y político, esa figura es mera retórica. Este orden fue la condición que pusieron los generales revolucionarios para dejar de verse tentados a tomar el poder o actuar abiertamente en política. Por años el PRI los mantuvo como una especie de sector militar del partido oficial, y hubo muchos diputados federales militares. Pero no tenían poder político. En la transición, los gobiernos democráticos trataron de crear un Ministerio de Defensa Civil, pero tanto el Ejército como la Marina se negaron. No por ello se detuvo un proceso que ya estaba en marcha desde los años noventa, que era la "militarización" de las policías estatales y algunas municipales, el cual se magnificó con el inicio de la "guerra contra las drogas" de Calderón y la consiguiente militarización generalizada (e ilegal) de la seguridad pública.

Al principio de su Gobierno, López Obrador, enfrentado a esta dura realidad, se planteó una aparentemente brillante idea: en vez de detener la militarización de la seguridad pública, había que "policializar" al Ejército. Para qué tener 250.000 hombres y mujeres en armas que sólo ocasionalmente realizaban operaciones de salvamento en emergencias, si podían usarse en la seguridad pública (lo que ya hacían de facto), para lo cual bastaba crear un mecanismo de legalización y transición ordenada a la construcción de una policía civil. De aquí el proyecto de la Guardia Nacional, aprobado casi unánimemente por todos los partidos, después de una larga negociación. Todos los partidos ignoraron en ese preciso momento, una obviedad: sin la construcción de policías estatales y municipales profesionales, y sin fiscalías estatales que sirvieran, la creación de una Guardia Nacional no sería garantía de combate al crimen.