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Echeverría diseccionado por Julio Scherer García: “Un hombre falso como ninguno”

En su libro Los Presidentes, el periodista Julio Scherer García desnuda la personalidad de Luis Echeverría; retrata al candidato, al ungido, al hombre y al “presidente-dios” que desde Los Pinos detentó el poder entre 1970 y 1976

En su libro Los Presidentes, el periodista Julio Scherer García desnuda la personalidad de Luis Echeverría; retrata al candidato, al ungido, al hombre y al “presidente-dios” que desde Los Pinos detentó el poder entre 1970 y 1976. En el presente texto, nutrido de extractos de su obra, el fundador de Proceso da cuenta del doble discurso del mandatario en materia de libertad de expresión y de los juegos de gobierno para influir en empresarios y para operar hechos que lastimaron al país, como los del 2 de octubre de 1968 y del 10 de junio de 1971.

Echeverría en 1975. Descalabro y huida de la UNAM.Echeverría diseccionado por Julio Scherer García: “Un hombre falso como ninguno”

El abrazo de Luis Echeverría fue estrecho, intensa su manera de confiarme casi al oído: “Será para bien de nuestros hijos”.

Desde finales de 1968 había descendido sobre el país una tristeza agria, malsana. La matanza del 2 de octubre de ese año, el despotismo del presidente Díaz Ordaz, su desprecio por los intelectuales, su desdén por la prensa, su lejanía de la gente, todo formaba parte de una manera ingrata de vivir la vida.

Unos cuantos minutos estuve con Echeverría el 21 de octubre de 1969. La víspera había sido destapado como precandidato a la Presidencia de la República. Desde el primer momento sus partidarios se adueñaron de los pasillos y antesalas de la Secretaría de Gobernación. Era suyo el espacio, el aire. Lanzaban porras, gritaban sin cesar, cantaban. Echeverría sería candidato, presidente, Dios, presidente-dios. Su toma de posesión tendría el significado de un cambio de estación en la naturaleza. Reverdecería el país.

Moya Palencia me había llamado a la Dirección de Excélsior para que me reuniera con su jefe. El licenciado desea saludarlo, ponerse a sus órdenes… Al salir de Gobernación interpreté las palabras de Echeverría como una manera de anticiparme que el ritmo de la respiración cambiaría en Palacio. Duros y crueles habían sido los tiempos de Díaz Ordaz. Otro hombre al frente de la nación podría significar una nación distinta, me decía de regreso al diario.

En ese ánimo hubiera querido olvidar el 2 de octubre.

Aquella noche en un telefonema urgente me había advertido el secretario de Gobernación que en Tlatelolco caían sobre todo soldados, y a punto de colgar el teléfono había dejado en el aire la frase amenazadora: “Queda claro, ¿no?”.

También hubiera deseado apartar la imagen de todos conocida: quince horas diarias en su despacho, servil a fórmulas y rutinas, pendiente de Díaz Ordaz hasta el celo, confundida la solidaridad con el servilismo. Otro tendría que ser el futuro, que el pasado había sido amargo, como nunca antes en los últimos sexenios.

Ante la mirada atónita del país Echeverría logró su transfiguración, de un día para otro apareció en escena elocuente, vivaz, desenvuelto. Aprendió a sonreír, perdió peso. Si había sido tieso, arrojaba sacos y corbatas al guardarropa y ponía en circulación la guayabera. Si su estilo había sido el de un cortesano, el oído al acecho del superior, sus nuevas maneras eran las del hombre libre.

Su esposa también despertaba. De doña Esther Zuno se comentaba que había sido una luchadora social contenida por la rigidez y las ambiciones del secretario de Gobernación. El presente la revivía. Llamaba al candidato por su apellido, Echeverría, y en su voz había pasión y orgullo. Dejaba en claro que se dirigía a él como a un ciudadano. Echeverría era un nombre para todos y doña Esther aplazaba en público la hora de reunirse con su marido. Ella también deseaba oírse llamar como una igual entre iguales. “Dígame compañera”, pedía.

Hablaba sin reposo el candidato. De un lado para otro, excitado siempre, era el movimiento continuo. Envuelto en un cierto aire indómito atraía poderosamente la atención de los periodistas, curiosos por vocación. Aun su cuello de toro y el tranco de sus piernas eran tema obligado de los reportajes y crónicas que daban cuenta minuciosa de las giras que emprendía por la República. Ofrecía el maná, ganado con el trabajo. Censuraba a los negociantes en el PRI y a los políticos en la iniciativa privada. Despreciaba el tiempo estéril, tiempo de reaccionarios, y abogaba por una nueva actitud mental, otra manera de mirarnos a nosotros mismos para hacer de la existencia una hazaña cotidiana, tiempo de revolucionarios.

Resumía González Guevara, priista notable: “Es posible que haya nacido el líder que México necesita”.

Sobre cubierta del transbordador La Paz, la cara al muelle de Mazatlán, Esther aguardaba al candidato. Ciudadana del ciudadano, atendía el parloteo de las señoras que viajaban con ella. La adulaban, decían que Echeverría era el carácter, el carisma, México en busca de su destino. Sin amor por las palabras, ensuciaban el lenguaje. Apoyados los brazos en la barandilla del barco con destino a La Paz, yo miraba a la multitud en tierra y observaba a la señora de Echeverría, a un metro de distancia. Me dijo, amable: “Viene con dos horas de retraso, pero no importa. Mire a la gente, Julio, constate su júbilo”.

Precedido de un rumor ensordecedor, en el centro de un trajín frenético, envuelto en serpentinas, bañado por confeti de todos los colores, apareció exultante bajo los últimos rayos del sol. Sus brazos y sus manos eran aspas que saludaban a los cuatro puntos cardinales, su boca era un alarido a los rostros desconocidos que se le aproximaban con un ansia casi sexual.

Hombres y mujeres avanzaban hacia él para tocarlo y gritarle incoherencias. La multitud se hinchaba y comprimía, bramaba, hacía sonar las matracas, desgranaba porras. Bajo el cielo en llamas, confundidos todos con-todos, la alegría era como una epidemia, contagiosa. Finalmente zarpó el transbordador La Paz. A la distancia quedaron los sueños de los soñadores.

Dueño del barco, sin rival, el candidato se dejaba cortejar por los políticos, los invitados, los periodistas que le acompañábamos. En las conversaciones personales sostenía la mirada en la mirada que lo hurgaba o se le rendía. En público su voz sobresalía y sus carcajadas retumbaban. Hacía sentir una personalidad de atleta, sin espacio para la fatiga. Rara vez iba al baño. Principiaban los cuchicheos: “Casi no duerme, ni orina, si no quiere”.

En una mesa para cuatro personas, a lo largo de treinta y seis horas de travesía tuvo siempre a los mismos comensales: Martín Luis Guzmán, Manuel Espinosa Iglesias y yo. Desde nuestro encuentro en Gobernación, tres meses antes, no había cruzado palabra con él. Ahora contaba con su compañía.

“En una frase. Luis, una sola ¿cuál será tu afán como presidente?”. “Darle voz a todos los mexicanos, que cada uno conozca sus derechos y obligaciones, y que los ejerza. Avanzaré en este camino tanto como pueda”. Le pedí una entrevista. Me dijo que más tarde y también que en su momento Excélsior se convertiría en un factor para enfrentar los retos que le esperaban como presidente de la República.

Dos meses después lo vi de nueva cuenta, ahora en la Escuela de Agricultura de los Hermanos Escobar, en Chihuahua. Por la noche, en un salón a reventar, habló a maestros y alumnos con un fervor que no le conocía. Su pasión encendió al auditorio y él quedó a merced de los oyentes. Así es la palabra que comunica.

Un ayudante me indicó en voz baja:

–El señor quiere verlo.

–Acompáñame –me dijo Echeverría.

Juntos recorrimos la exposición agrícola montada en su honor. De reojo le miraba la frente, amplia y redonda como una bóveda. Allí no estaba su fuerza, intelectual no era. Su fuerza era el futuro, otra manera de amar y luchar por el país. Ofrecía la escisión de su propio pasado para hacerse creer. Me impresionó el escenario.

Había rostros tensos, ojos hipnotizados. La ansiedad de algunos transmitía angustia. El candidato podía cambiar la vida que quisiera, torcer el destino que le viniera en gana. No hay prestigio que se compare al prestigio del poder. Frente a una vitrina que exhibía objetos de uso común en el campo, le dije:

–Uno a uno te han acompañado en las giras los directores de los periódicos. Fui el último, ¿por qué, Luis?

–Son conocidas tus diferencias con el presidente.

–¿Es todo?, ¿de veras?

–Debo cuidar las formas. Ni siquiera para mí es fácil el trato con don Gustavo. Tú le conoces.

Solos entre la multitud, me emocionó su voz en sordina: “Cambiarán las cosas. Ten paciencia”.



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