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La píldora anticonceptiva: su origen mexicano

Un tubérculo silvestre en el sureste del País, junto con la labor de un químico mexicano, fueron la base para que millones de mujeres tuvieran el control sobre su reproducción

Cd. de México

La píldora anticonceptiva: su origen mexicano

De ahí que la historiadora de la ciencia Gabriela Soto Laveaga (Tijuana, 1971) quisiera recuperar el pasaje en su primer libro, 'Laboratorios en la selva. Campesinos mexicanos, proyectos nacionales y la creación de la píldora anticonceptiva', publicado en 2010 en inglés, pero recientemente lanzado en español por el Fondo de Cultura Económica (FCE).

"Me es una gran felicidad porque es una historia que yo creo que todo mexicano deberíamos de saber", expresa en entrevista telefónica la profesora de Historia de la Ciencia en la Universidad de Harvard, donde es titular de la Cátedra Antonio Madero para el estudio de México. Así, el volumen plasma cómo el saber científico de los laboratorios, como el de los pueblos del sureste mexicano, se unió gracias a las hormonas esteroides humanas -como la cortisona y la progesterona-, que a inicios del siglo pasado constituían la meta de una feroz carrera por encontrarlas fuera del cuerpo humano ante la creencia de su capacidad para curar desde la obesidad, la infertilidad y hasta problemas mentales.

"Las farmacéuticas estaban muy interesadas en encontrar una manera de recrearlas fuera del cuerpo humano, pero era imposible", remarca Soto Laveaga, doctora en historia por la Universidad de California, en San Diego. "Era más caro 1 gramo de progesterona que 1 gramo de oro por lo difícil que era extraerlo", agrega, sobre una sustancia que en aquellos años se extraía de ovarios de puerco, testículos de toro u orina de caballo o yegua.

Fue un químico estadounidense quien, tras consultar un libro, viajó a Veracruz y se encontró con una humilde raíz silvestre: el barbasco. Un tubérculo enorme -llegaba a pesar hasta más de 60 kilos- que producía grandes cantidades de diosgenina, notable precursor de hormonas que permitió la producción barata y masiva de la progesterona. "Se logra extraer más progesterona de la que jamás haya existido en la historia de la humanidad, transformando así la historia de la ciencia, de la medicina, de las farmacéuticas, pero también la historia de México", subraya la historiadora. En ese entonces, continúa, los curanderos de las comunidades indígenas ponían el barbasco a fermentar dentro de una botella de alcohol y lo usaban como ungüento para los huesos adoloridos de los trabajadores del campo.

Lo cual no resulta extraño, pues del barbasco es posible extraer cortisona. Sin embargo, también llegaba a representar un riesgo, pues cuando las aguas de los ríos se "embarbascaban", las vacas preñadas que las bebieran perdían a sus crías. No fue sino hasta que la diosgenina fue investigada por un muy joven químico Luis Ernesto Miramontes, entonces tesista de la UNAM realizando un internado en Syntex -la compañía que se creó en la Ciudad de México para el extractivismo de estas sustancias-, que finalmente se halló su valor anticonceptivo. "Pero él llega a pensar que lo que ha descubierto es algo para frenar los abortos naturales. ¡Oh contradicción y la ironía!, que lo que encuentra es la primera píldora anticonceptiva oral viable", dice Soto Laveaga sobre el mexicano, quien comparte con los químicos Carlo Djerassi y George Rosenkranz la patente por tal invento. "Esa es una parte del libro que se me hace una de las historias más bellas y de las más olvidadas.

Quienes se han dado a la tarea de que no se olvide el papel que jugó son los hijos de Miramontes, que irónicamente tuvo 10 hijos", añade la historiadora, entre risas. Narrativa expropiada El descubrimiento en torno al barbasco derivó en una demanda tan grande por parte de las farmacéuticas que el Gobierno mexicano, en un afán por explotar el "oro verde", monopolizó su producción. Hecho que llevó a México y sus campesinos a ostentar un papel preponderante en la industria farmacéutica mundial, con el enorme beneficio de que aunque el barbasco podía crecer en otros sitios, como Guatemala o Puerto Rico, la ecología nacional lo dotaba de un alto porcentaje de diosgenina. "Lo de Syntex es importantísimo porque llegó a ser la industria farmacéutica más importante del hemisferio oeste; o sea, no de México o Estados Unidos, sino de todo el hemisferio oeste", destaca la historiadora Gabriela Soto Laveaga sobre la compañía creada en la Ciudad de México, donde funcionó por cerca de una década hasta que a mediados de los 50 fue comprada por intereses estadounidenses.

"Al mudarse el centro de Syntex a Palo Alto, cerca de la Universidad de Stanford, en California, en cierta manera esto se convierte en historia norteamericana", explica. "Quien controla la narrativa controla la historia, y se convierte entonces en una historia de innovación norteamericana, no mexicana". No obstante, México consiguió mantener durante décadas el monopolio a nivel global de la producción de hormonas esteroides de una forma tan importante, que científicos de todo el mundo arribaban al País a conferencias y a conocer lo que se hacía, pues aquí estaba todo el recurso natural que posibilitaba las investigaciones. ¿Fue uno de esos momentos donde el País pasó a ser solamente un maquilador? Sí, es exactamente lo que pasa.

En México hubo ese momento en los 50, hasta aún en los 60, en donde el futuro pudo haber sido distinto. En vez de maquilar simplemente el barbasco, si hubiera habido un poco más de impulso y de apoyo a la ciencia, pudo haber un futuro distinto. A pesar de esto, reconoce la profesora de Harvard, si bien el Gobierno mexicano no impulsó la industria de la química, sí lo hizo con la de la biología. Esto a través de la creación de una comisión para el estudio de las dioscoreas que investigara el barbasco, misma que se financiaba con los recursos obtenidos mediante impuestos cobrados a las farmacéuticas. "Porque en el País se había estudiado mucho el maíz, el frijol, pero del barbasco no se sabía nada. De esa comisión salen generaciones de los que hoy son químicos, biólogos, botánicos en México. "Pero la industria en sí siguió en manos de compañías farmacéuticas transnacionales, hasta que intentan en la época de (Luis) Echeverría crear una paraestatal para apoderarse de la industria de hormonas esteroides, pero ya para entonces es muy tarde", apunta la historiadora.

El propio ex Mandatario referido por Soto Laveaga es un ejemplo del desconocimiento sobre la participación de México en la génesis de la píldora anticonceptiva. En aquel momento se impulsaba una fuerte campaña de control natal con mensajes como "menos mexicanos para un mejor País" o "la pequeña familia vive mejor". Y se identificó en la píldora una manera de promover la planificación, salvo que muchas mujeres no podían pagarla. "Cuando se crea el Consejo Nacional de Población y va el Presidente a inaugurarlo, al hacerlo dice que debería México encontrar una píldora anticonceptiva mexicana. "Estamos hablando de 20 años que había pasado desde que Miramontes y los que habían estado en Syntex habían hecho precisamente eso, y había una amnesia histórica de que esto había pasado en el País", enfatiza la historiadora. 'La ciencia es parte de quienes somos' Gabriela Soto Laveaga había llegado a la Ciudad de México para realizar una estancia de investigación en la UNAM. Cuando la entrevistaron, recuerda, por alguna razón se había pensado que estaba haciendo un doctorado en química, cuando en realidad era en historia. "Entonces, cuando llego al Instituto de Química y se dan cuenta de que no soy química no saben qué hacer conmigo", rememora, riendo. Para su fortuna, en esos días tenía lugar un seminario en el Herbario Medicinal del IMSS, al cual le sugirieron ir en lo que se resolvía su situación. Ahí, en el encuentro entre doctores del Seguro Social y curanderos, parteras y médicos tradicionales, organizado por la directora del Herbario, Abigail Aguilar, la historiadora escuchó de un médico algo que terminaría por definir su rumbo: "Es una ironía que en el país donde aún tenemos problema de control de natalidad es donde se descubrió la píldora anticonceptiva", dijo aquel hombre. "Me quedé helada, porque yo dije: '¿Estoy haciendo un doctorado en historia de México y jamás he escuchado esta historia? He de haber escuchado mal'. Por azares, fui a hacerle la pregunta y me dijo: 'Es lo que dije'. Y se volteó", comparte.

"Yo creo que si él me hubiera contestado y hubiera sido amable, no me hubiera quedado la duda. Pero afortunadamente esa fue la respuesta, yo me quedé con la duda y de ahí surge todo". Lo siguiente fueron más de dos meses indagando en el Archivo General de la Nación sin hallar más información que un papel detallando que la diosgenina más concentrada se encontraba en Tuxtepec. "Me tomo un camión y me voy a Tuxtepec para caminar de pueblito en pueblito y de puerta en puerta para preguntar quiénes habían sido barbasqueros", cuenta. También terminó en la sede de Syntex en Palo Alto, California, donde si bien resultó difícil conseguir información, se encontró con una obra de David Alfaro Siqueiros sobre ese "tesoro de la selva", como la tituló, que fue el barbasco.

Fue donde comprendió el amplio alcance, mucho más allá del terreno científico, de esta historia con la que se doctoró en la Universidad de California, en San Diego, y que por primera vez en 11 años se publica en español. Ni siquiera su mamá, que no sabe inglés, la había podido leer. "Afortunadamente, mi mamá sigue viva y ya con el libro en mano", celebra. Sobre todo, el volumen detona una reflexión en torno a que México no es un mero consumidor de la ciencia, sino que también es capaz de generarla. Tal como lo demuestran los científicos mexicanos que hoy día desarrollan diferentes vacunas contra el SARS-CoV-2 en el País, mientras el Gobierno ha preferido destinar muchos más recursos a adquirir millones de dosis en el extranjero.

"Un buen ejemplo de eso, hablando de vacunas, es que México fue el primer país a mediados del siglo 20 en erradicar la viruela, y fue porque tenía una campaña increíble, realmente de envidia, con enfermeras visitadoras y médicos que se internaban en las zonas rurales. Era realmente un modelo de salud pública comunitaria. "Ese ejemplo nos hace ver que en algún momento México pudo no estar como está ahorita, en una instancia de dependencia médica que pone al País -y no sólo a México sino a varias regiones del mundo- en posiciones vulnerables ante un virus cuya mortalidad es tan fuerte", manifiesta la historiadora. A decir suyo, una pregunta que hay que hacerse como Nación es qué se puede aprender de esta pandemia, con la respuesta casi obvia de la importancia de contar con una industria doméstica farmacéutica fuerte.

"Pero también crear una concientización del papel que juega la ciencia en la sociedad, y que igual que como invertimos en carreteras, Metro, educación, también tenemos que invertir en ciencia", exhorta, sin obviar el claro desafío que representa el no llegar a tener los recursos suficientes para tal inversión. ¿Existe un riesgo en la falta de reconocimiento de las capacidades científicas nacionales? ¿Será ello lo que ha justificado descalificaciones y eliminación de recursos? Ése es un gran riesgo.

El no conocer nuestra historia nos lleva a no valorar lo que tenemos, y al no hacerlo es algo que, si se pierde, la gente o los políticos creen que no se va a extrañar. Y lo que estamos viendo ahorita es que precisamente la ciencia es una parte fundamental de la sociedad; no existe fuera de, sino que es parte de quienes somos. Si no entendemos eso desde el principio, entonces nos encontramos en situaciones como la que comentas en donde no se valora no sólo la producción científica, sino a los mismos que están produciendo la ciencia, y no se les da el apoyo, ya sea en cuestión de infraestructura o financiero para crear. La ciencia, recalca Soto Laveaga, no se da de un día para otro, sino que se requieren de años o hasta décadas de inversión en una idea para que madure y dé resultados. Pero los políticos no alcanzan a ver eso; "lo que quieren son resultados rápidos, y si no los tienen ya no invierten. Y la ciencia no funciona así. "Entonces, creo que ese es un gran riesgo: no entender nuestra historia; pero más importante: no entender el valor que es producir ciencia en nuestros países y a nivel nacional, en las regiones, en las comunidades. "Hay que darle el mismo valor que le damos, por ejemplo, a nuestra comida, a nuestros bailes, a todo lo que llamamos 'la cultura mexicana'. La ciencia también es parte de nuestra cultura", concluye.



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