La aventura de ser Antonio Banderas
La estrella de cine pasa su vida entre hoteles y rodajes. Estrena nueva película y a sus 54 años asegura que ha llegado el momento de parar y respirar: ‘‘Estoy ordenando la mesa’’
LA LEYENDA. Pronto comenzó a dejar huella en películas como Desperado (en la imagen, con Salma Hayek) y Philadelphia. ‘La máscara del zorro’ (1998) le consagró en Hollywood.
Durante la entrevista con Antonio Banderas, la sombra de Melanie Griffith vuelve a asomar cuando menciona un proyecto en el que está a punto de embarcarse, 33 días, dirigido por Carlos Saura, y en el que interpretará a Picasso durante la creación del Guernica. Se ve cercano a su compatriota malagueño, asegura: tiene casi su edad cuando pintó el mural y, como él durante esos 33 días, se encuentra en una época convulsa, entre varias mujeres. Ya antes de acudir a Barcelona nos habían avisado: “Estará con su chica”. Y allí, en la penumbra de una sala de doblaje, una treintañera rubia y resplandeciente se eleva desde la butaca y extiende la mano: “Encantada, soy Niki”.
Pero hablábamos de Qatar. Tal y como reconstruye Banderas en una pausa del doblaje, fumando y con Nicole Kimpel –ese es su nombre– a su lado, conoció a la jequesa Mozah en 2008. Se encontraba en Abu Dabi, buscando dinero para un proyecto llamado Boabdil que nunca llegó a buen puerto. Por aquel mercado merodeaba Spike Lee. Y también Bernardino León. El diplomático le comentó que la jequesa quería conocerlo. Volaron a Doha. Y en el -encuentro, ella pareció entusiasmada con Boabdil. Meses después, estando el actor en Roma, recibió una llamada. La jequesa quería otra cita en Capri. Un helicóptero recogió a Banderas y aterrizó en la isla, donde lo esperaba un barquito que lo condujo hasta un yate “como el Titanic”. Allí los recibió Mozah; su esposo, el emir Hamad bin Jalifa al Thani, y una legión de chavales. “Eran sus nietos. Y venga a hacerse fotos y selfies”. Hablaron de Boabdil, cenaron manjares y lo devolvieron en helicóptero a Roma. Pero con las manos vacías.
El siguiente encuentro tuvo lugar en una fiesta “de no creérsela” a la que asistió con Gabe Ibáñez, en los salones de un lugar que “parecía construido por Julio César”: el palacio de verano de la familia real qatarí, en medio del desierto. “Todos los empleados del servicio eran europeos”. Entre invitados como Robert De Niro, esa noche la jequesa les concertó una entrevista con su hija Mayasa, directora del Doha Film Institute, que les recibió al día siguiente. Le hablaron de Autómata, una película que Ibáñez suele definir como de “ciencia-ficción seria”. “¿Qué es la ciencia-ficción?”, replicó Mayasa. Citaron entonces referentes como Blade Runner. “¿Qué es Blade Runner?”. Abandonaron Qatar atónitos y sin nada en los bolsillos.
“¡Fuck!”, grita ahora Banderas en el estudio. Se ha trabado. “Una más…”, dice, e intenta encajar de nuevo las frases siguiendo sus labios en la pantalla: “Bob, me he planteado apartarme de las calles una temporada, alejarme de toda esta basura. Dicen que las cosas están mejor en la costa. Estoy quemado, no aguanto más”. Sonríe. Con las gafas de ver de cerca en la punta de la nariz, el actor mira a Kimpel. “¿Estás contenta?”. “No aguanto más”, bromea ella con las palabras que ha cogido al vuelo. Poco después, Banderas aclara que domina cinco idiomas. Es holandesa. Y ella añade que trabaja como asesora financiera; se curtió en Merrill Lynch, y ahora vuela sola. Banderas la besa con naturalidad por los pasillos, la abraza por encima del hombro, le susurra al oído. Se conocieron en el último Festival de Cannes. Aunque la relación, subraya el intérprete, empezó “mucho más tarde”. De comer pide él por ella: bocadillo de jamón con pan tumaca. Y en un receso Banderas hará notar la ironía: “Ahora empezamos a doblar una escena con Mel”. Cuando regresa al estudio, viene con el móvil en la mano. Le acaba de llamar su expareja, como si hubiera presentido el instante. En la pantalla, de hecho, se encuentra Griffith caracterizada como la doctora Dupré. Apunta a Banderas con una recortada y cara de pocos amigos. Kimpel presta atención desde la butaca.
Autómata renació en la cola de un baño, en una fiesta en Hollywood. Era octubre de 2012. El 65º cumpleaños de Avi Lerner, productor israelí con quien Banderas había rodado un par de veces. Por ahí danzaban Sylvester Stallone y Jason Statham. A las puertas del aseo, un ejecutivo de Millennium, la compañía de Lerner, preguntó a Banderas: “¿Qué hay de tus robots?”.
Esa noche se desatascó un acuerdo alcanzado en Cannes meses antes, pero que parecía desvanecerse. En la costa francesa, Avi Lerner se había sentado a una mesa con Ben Ammar. “Dos personajes parecidos, pero opuestos”, según Ibáñez. “Dos civilizaciones. Pero, digamos, ambos amantes del dinero”. Allí estaban Ibáñez y Banderas. Lerner preguntó: “Antonio, ¿confías en este hombre?”. El actor asintió. “Pues si tú te fías, yo me fío. Tienes siete millones para la película. No me voy a meter creativamente. Pero tienes que rodarla en Bulgaria [más tarde pidió un papel para una exconejita de Playboy]”. Y le extendió un móvil al director. Al otro lado, el jefe de unos estudios en Sofía, donde se había filmado Los mercenarios, una franquicia de acción que dirige y protagoniza Stallone con viejas glorias del músculo, de Steven Seagal a Bruce Willis. En la tercera entrega, estrenada el pasado verano, aparece Banderas. Quid pro quo. Gran parte del atrezo de Autómata son restos de Los mercenarios. Helicópteros, camiones… La película, en el fondo, está hecha de retales. Los desiertos se filmaron en canteras búlgaras; pero los fondos salen de las fotos que Gabe tomó en Túnez. Se rodó en seis semanas. Echando horas extras. Con libertad absoluta. A Millennium y a los distribuidores chinos que adelantaron una parte les bastaba con saber que había robots y salía Banderas.
Dice el actor y productor que nunca se ha sentido tan tranquilo en un estreno como en el de Autómata en el Festival de San Sebastián. La película recibió allí un palo considerable. El crítico de El País Carlos Boyero dijo: “Es un disparate. No se salva nada”. Luego se pasó en el festival de Austin (Texas). Y Harry Knowles, reputado crítico de cine fantástico, escribió: “Amo esta película”. En palabras de Ibáñez, “es una peli muy polarizada”. Lenta, filosófica, atípica. Eso fue lo que enganchó a Banderas, que vio en ella una “reacción a esos dos mundos que el cine maneja”. El arte frente a la industria. “Y yo de esto último he hecho mucho. Los americanos producen muy bien coca-cola, cortan los picos a las cosas, para que salga muy dulce y sea muy bebible. Pero me apetecía un vino fuerte, distinto, con un sabor amargo”. Autómata cuenta la historia de unos robots que comienzan a automodificarse con la intención de escapar del hombre y abrir paso a una civilización nueva. La suya. Banderas es el agente de seguros que intenta desvelar el misterio. En su búsqueda, llega al laboratorio de Melanie -Griffith, que en este instante llena la pantalla de la sala de doblaje. Dice Banderas al micrófono: “Es una violación del segundo protocolo”. Y ella replica: “Vaya, está empezando a asustarme”. Después, el actor pide auxilio: “Va a ser la última, ya me patinan las neuronas”.
“El cansancio”, suele decir, “es mi estado natural”. Al día siguiente, si todo va bien, estará de camino a Málaga. De la costa. Y luego, “Dios dirá”. Ha oscurecido en el exterior del estudio. Quizá Nueva York, o unos días de esquí en Aspen. “No he decidido dónde voy a vivir. Hay muchas opciones. Tengo que contar también con Niki (lo escucha atenta a su lado) y tomar una decisión. Anoche lo hablábamos. Estoy… limpiando la mesa. Ordenando mi vida. Tratando de mantener una buena relación con mi mundo anterior. Llevo dos años de trabajo continuo. Y mi vida personal ha pegado ese tumbo. Es el momento de pararme y respirar”. Del American Spirit entre sus dedos queda ya solo la colilla. Banderas la apaga, se introduce con Kimpel e Ibáñez en una limusina. Y el vehículo desaparece en la noche barcelonesa.
