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José López

José "Toluco" López Hernández, fiera del ring, auténtico prodigio, dotado de cualidades excepcionales, que se le escamoteó la oportunidad de disputar la corona mundial de los pesos Gallo. Incluso, se dice, rehusó la propuesta de George Parnassus para "arreglar" una pelea. Ídolo que en mucho recuerda el ascenso y la caída de ese otro gigante que fuera Rodolfo "Chango" Casanova; lo compartieron todo, el gusto por el alcohol, la debilidad por las mujeres, la entrega absoluta en el cuadrilátero. En la vida apenas duró cuarenta años, pero en el boxeo (1950-1963) se cansó de comprobar su valía y entrega.
  • Por: Segunda parte /El Mañana
  • 09 / Septiembre / 2013 -
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Entre más cerca está el ídolo del cielo, más cerca está del infierno.


Tampoco hay ídolo sin motivos.

Furillo quedó asombrado por el físico, el trabajo de piernas y, sobre todo, por el punch del campeón mexicano en 1956.
No se explicaba cómo era que El Toluco fuera tan extraordinario con tan pocos años de experiencia profesional.
En menos de tres años se había convertido en uno de los mejores Gallos del mundo.
Furillo realizó la crónica de la pelea ante Peacock en el Olympic Auditorium de Los Ángeles, llevada a cabo el 14 de agosto de ese año.
Una pelea histórica, en muchos sentidos.
López enfrentaba a un boxeador que acostumbraba preparar mexicanos para el almuerzo.
Peacock había noqueado en el tercero a Raúl Ratón Macías; a Pimi Barajas, en el cuarto; a Memo Sánchez, en el tercero y a Kildo Martínez en el sexto.
La batalla tenía aderezo extra.
El impacto que El Toluco tenía en la comunidad mexicana en California se tradujo, como todo, en un hecho comercial: todos los boletos de la arena fueron vendidos apenas media hora después de ser puestos a la venta.
La pelea López-Peacock había sido esperada por millones de aficionados, la mayoría de los cuales recordaba, sobre todo, el episodio en donde todo había comenzado.


El 7 de mayo de 1955 El Toluco, monumento vivo de 1.
64 metros, se convirtió en el séptimo mejor peso Gallo del mundo para The Ring, al vencer en la Arena Coliseo a Fili Nava, en decisión unánime.
Ese día se convirtió en Campeón Nacional de la división, cargo que había dejado vacante El Ratón Macías.
Hasta ese día, El Toluco había perdido solamente en tres ocasiones y había ganado 18, cinco de ellas por nocaut.
Después de la pelea contra Nava, cerró ese año del vértigo con siete victorias (cuatro por la vía rápida) y una derrota, ante Américo Rivera, en Monterrey, en decisión dividida.
Antes de llegar a la función contra Peacock, el 25 de febrero de 1956, defendió el título ante Emilio de la Rosa, en la Arena Coliseo de la Ciudad de México, en una batalla imborrable que terminó en KO en el duodécimo.
El 29 de abril, en el Toreo, que ayudó a construir, despedazó en el primero a Joey Benson.


Pero cuando los aficionados mexicanos vieron la estelar ante Peacock descubrieron por qué éste era reconocido como uno de los mejores de todos los tiempos en la división.
Cada golpe de derecha de Billy causaba daño en el cuerpo del mexicano, quien, heróicamente, aguantó hasta el final del túnel.
Los mexicanos aplaudieron no al hombre que podía ganar el combate, sino al que lo había resistido estoicamente, en el sentido ramplón y filosófico de la palabra.
El 25 de septiembre de ese año, López perdió por nocaut en el primero, cosa extraña, ante Rudy García en el mismo Olympic Auditorium de Los Ángeles.
Lo que vino después fue divino: ganó nueve peleas seguidas, seis por nocaut.


¿Qué hace, que provoca que la vida de un hombre se quiebre irremediablemente? ¿Qué rompe el hilo de las cosas? ¿Qué? ¿Quién?

No, Toluco, no fue Medel, a quien llamaban Huitlacoche.
No, no fue él.
En ninguna de las dos peleas en las que te abatió, la última despiadadamente.
Tampoco tú.
La culpa fue de quien tiró los dados y observó que había nacido un ídolo, un ser que al ser consumido construye una nueva idea del mundo.
En esas noches en las que buscabas el reino de las ilusiones, el reino de los sueños extraordinarios, de casi gente normal, no te diste cuenta que no eras normal, Toluco, eras, quién sabe por qué, por quién, el amo de eso que Jung llama el ego colectivo, el imaginario colectivo.
Y bebías y bebías.
Y bebido, preguntabas: ¿Cuánto dura esto, Cuyo, cuánto? ¿Cuánto dura el infierno? ¿Este es mi último trago, a qué sabrá el último sorbo?

¿Cuándo puedo ver a mi madre? ¿Volveré a ver a mi padre? ¿Cuánto dura esta pelea, Cuyo? Falta mucho para el final Toluco, mucho, falta mucho para el encuentro con tu redentor Medel, Minotauro del laberinto de alcohol en donde encontraste refugio y perdición, vuelve a la fama, a los años de gloria, tú que viviste siempre en largo y penoso camino de las distancias cortas.


El público se rinde ante el gran dios Tolo.


Todo mundo quiere tomarse la foto con él.
Él se deja llevar al precipicio.
Nada, embebido, hacia la roca.
Intuye, como el personaje de Perutz, que sólo hasta la muerte se sabe quiénes fueron los hombres y la fama que gozaron en vida.
El Toluco se sabe.
Se sabe tiempo, se sabe hombre, se sabe famoso.
Se sabe muerto.
Ironiza.
Un día El Cuyo intenta detener una pelea de guantes apretados a dos bandos.
Ve que el campeón está vomitando sangre.
El Toluco corrige.
Le responde entre asalto y asalto que no es sangre sino un curado de pitaya que se ha bebido poco antes de subir al ringo "Me cayó mal, Cuyo, muy mal.
No detenga la pelea".


Dicen que el que no valora la vida, no merece poseerla; El Toluco la valoró en su real dimensión, no merecía poseerla, en lugar de eso, la dilapidó, la dejó ir flotando como el amargo perfume del vinagre.
Nadie se baña dos veces en el mismo arroyo.
El Toluco entendió aquello como darle vuelo a la hilacha y su vida entera fue aire, tormenta que pasó rápido.
Entre el campeonato nacional y el título de Norteamérica de los Gallos -que obtuvo al vencer en el segundo round a Boots Monroe, en el Legion Stadium de Hollywood, el 7 de febrero de 1959-, El Toluco peleó 41 veces, ganó 36 (una de ellas en Tijuana ante Billy Peacock), 25 de ellas por nocaut.
De las derrotas, solamente una fue por la vía rápida.


¿Qué hace, que provoca que la vida de un hombre se quiebre irremediablemente? ¿Qué rompe el hilo de las cosas? ¿Qué? ¿Quién?

William Faulkner, en ¡Absalón, Absalón!:

Todo aquello le parecía dotado de ese algo que tienen los sueños, algo ilógico, irracional, propio de los ensueños que el durmiente sabe han transcurrido -abortivos y completos- en el espacio de un segundo.
Sin embargo, deben de tener alguna verosimilitud para mover al que sueña a adquirir credibilidad y producir horror, asombro o placer, ello depende del tiempo transcurrido, de la sensación del tiempo que corre, como en la música, como en el relato impreso".

Algo macabro sucede en El Toluco, algo misterioso.
No hay respuestas hasta ahora.
Hay interpretaciones y casi todas ellas llevan al lugar común, el alcohol.
Respuesta sincera, pero insuficiente.
Después de la victoria ante Monroe, el signo de interrogación se abre.
¿Por qué? ¿Qué sucedió? ¿Cómo terminó todo? El Toluco había perdido hasta ese día ocho peleas.
En los cinco años restantes perderá doce, dos de ellas ante José Medel, una por decisión y otra, el punto final, por nocaut.
Toda la vida de este hombre fue dividida en mitades y esas mitades en cuartos.
Vivió cuarenta años, diez de ellos en el ring.
Debuta a los veintiuno.
Se retira a los treintaiuno.
Albañil, primero.
Ebrio después.
En el boxeo, seis años gloriosos.
Cuatro infernales, como el delirium tremens.
Su récord sigue siendo impresionante: 99 victorias, 63 nocauts; 20 derrotas, 7 por la vía rápida.
Peleó 882 rounds, en la mitad de ellos noqueó.


En Borges, Asterión espera al redentor.
Y al verlo, el Minotauro "apenas se defendió".
El Toluco esperó siete años al redentor, pero fue más valiente aún.
Esperó, batalló, siete largos rounds, casi 21 minutos, 21 gramos pesa el alma, dicen.
Originalmente la pelea aquella del 19 de noviembre de 1960, tenía carácter de campeonato, pero El Toluco no dio el peso por sobredosis etílica.
Doce mil aficionados entraron a la Arena México con la esperanza de ver la revancha del ídolo de ídolos, el campeón de campeones.
Pero Medel, redentor, ajeno a toda maldad, a todo desorden, a toda disipación, acabó con el monstruo de dos cabezas, la del pecado y la redención.
Lo entendió en todo sentido.
Y en el 2:03 del séptimo, dio el espadazo perfecto.
El monstruo había muerto, acabado, irremediablemente.
Fue un golpe letal.
Toluco acabó ese día, expiado de toda culpa.
El público atosigó a Medel, causante del final del mito.
Abucheado, Medel, no supo qué pasaba.
Lo que pasaba era el pasado, la época arcaica del ídolo, de la pregunta que busca una interpretación como respuesta.


¿Cuánto dura esto, Cuyo? ¿Qué ha sido de mí? ¿Quién fui? ¿Qué soñé? ¿De qué sustancia estuvieron compuestos mis días? ¿Qué hice? ¿Cuánto dolor soporté? ¿Qué tan grande fue mi tristeza? ¿Volveré a ver a mi padre?

Antes de morir, empapado de alcohol, El Toluco escuchó en las palabras de la liviana y hermosa muerte, similar a las de aquel Santo Bebedor, un susurro que respondía: "Lo que predispone la vida de los hombres es .
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