Joe Conde
José Alejandro Petrie Joe Conde, hijo de un ingeniero escocés que llegara a Mazatlán a instalar la planta de suministro eléctrico, James Petrie, y de una hermosa dama de alcurnia sinaloense de nombre Manuela Conde. Por los avatares de la Revolución Mexicana se trasladó a San Francisco, California, en 1914, lugar donde aprendería a lanzar los puños para defenderse de las agresiones que lo motejaban como 'Mexican greaser'.
I.
Diez asaltos con El Joe.
Es un inventario adolescente.
Todavía no sabe que siempre es demasiado lo que le sucede a un hombre.
No tiene idea que vivirá lo suficiente para comprobarlo.
Tiene, digamos, quince años.
Pide a su amigo Johnny que lo lleve al muelle a pescar jaibas.
Hay algo de morboso en las escapadas que prohíbe su madre.
No sabe nadar.
El impulso de libertad puede ser letal.
Pero, como diría Wenninger, sólo puede darse quien se tiene.
EI Joe siente que se tiene y se arriesga, trazando apenas el contorno de su personalidad.
Cae al agua, aventado por su amigo.
La muerte le presenta puños debajo de las olas.
EI Joe, que no conoce el miedo, cae presa de él.
Pasa por su mirada, aterrada, un puño de recuerdos.
Los días infantiles en Mazatlán.
El inglés cardo de su padre, que narraba cómo había escapado de las balas de La Revolución durante la llegada del ejército de Ángel Flores.
Una tía que en español poco fluido contaba del fusilamiento del tío Roberto, al que llamaban El Güilo.
Una imagen que lo asustaba por encima de todas: el tiro de gracia al Güilo en los brazos de la abuela en aquel doloroso día de San José.
Las lágrimas desconsoladas, agua del rencor, sobre el fusilado, muerto para siempre.
Pasan también, entre burbujas desesperantes, las imágenes de su familia.
Su madre Manuela, su padre Jimmy, sus medias hermanas Ernestina y Manuelita, su hermano mayor Jimmy y él, tomando un buque de guerra estadounidense en el muelle de Mazatlán con destino a San Francisco.
El destierro y el comienzo de una nueva vida, con unos cuantos dólares para solventarla.
EI Joe cierra los ojos, abatido.
La eternidad se esconde en la superficie de las olas, ¿será también muerto para siempre? Se da cuenta que una orilla separa a la vida de la otra vida.
Un jalón de cabellos le saca del agua: la muerte se aleja como tiburón asustado en las profundidades del océano.
Nada se olvida fácilmente, menos la mar, en donde, como diría Herman Melville, "no hay nada escrito".
Menos la muerte, que es otro mar.
II.
El Joe sale del agua.
Mientras exprime su ropa ante una improvisada fogata, reconoce que su salvación será su condena.
Ha probado el encanto del veneno: la adrenalina.
Buscará la muerte para luchar por su vida.
El boxeo no es otra cosa que el teorema del autoengaño.
Allí se reafirma la existencia sobre el fallecimiento del rival, que no es sino uno mismo en los guantes de otro.
Entre dos boxeadores no hay otra cosa que dos formas de asimilar el miedo: el miedo a vivir.
EI Joe aprenderá a soportar ese "drama sin palabras", como lo llamaría Joyce Carol, entre porrazo y porrazo, en esquinas de combates rancios, en arenas mal iluminadas, bañadas por el penetrante vinagre de la rabia y el resentimiento.
Añejas pestes de sangre, de sudor, de saliva, bilis, despojos de seres en el límite de la supervivencia.
EI Joe sabrá con el tiempo que la supervivencia es la peor de las derrotas.
III.
Nadie sabe qué le depara la vida, en dónde estará mañana, qué polvos de qué tierra cubrirán su cara, cicatriz de sus agonías.
El padre del Joe, Jimmy Petrie, nació en Escocia.
Lo desconocido lo llevó a Mazatlán, Sinaloa, para trabajar como ingeniero en la planta de luz.
Allí conoció a Manuela Conde, viuda y con dos niñas.
Se casó con ella para anclar su destino a una tierra en pleno desarrollo industrial, pero en medio de una guerra civil, que le roza el cuerpo.
Huyó de la masacre.
Se instaló en San Francisco, ciudad dedicada a aquel que dijo: "el pleito impide la manifestación de las múltiples formas del amor de Dios".
Como jefe en una planta de hielo, edificó su hogar en la calle Post.
Y mandó a sus hijo a la escuela Emerson, en honor del bostoniano que habló de los hombres representativos como "ejemplos espléndidos de las posibilidades que hay en todo hombre".
En muchas ocasiones el camino inevitable a la tumba se manifiesta desprendiéndose un poco en los demás.
Un día, allí en la calle Post, llegó Jimmy Petrie con un punching bag para enseñar a sus hijos a defenderse usando los puños, "esa única arma que la naturaleza nos ha dado", de acuerdo con Maeterlinck.
Petrie boxeó en sus años juveniles en Escocia, en donde el honor es un don que no se regala, pero tampoco puede perderse.
Supo que el noble arte es una de las múltiples formas de mansedumbre.
Le pidió a sus hijos que le ayudaran a construir una plataforma.
Cuando terminaron, decidió darse un baño con agua caliente.
Metió el pie derecho en la tina y se quemó con el agua.
Al reaccionar, resbaló y se estrelló con la punta de la tina en la ingle, la única parte del cuerpo que evoca, irónicamente, con lo inglés, el acusativo expiatorio de lo escocés.
Cuatro días después, fue intervenido a causa del hematoma.
Seis años después se desgarró intentado levantar un motor en la planta de hielo.
Cuando llegó al sanatorio le diagnosticaron uremia.
Murió al día siguiente, después de prometer "lucharé incansablemente hasta el último instante de la pelea".
EI Joe se puso oficialmente los guantes semanas después.
Comenzó, entonces, sus clases de moral.
IV.
Despreciar es ganar aprecio, dice Schopenhauer.
El Joe se sabe no apreciado.
No gana el cariño incondicional del público como Casanova, Arizmendi o Zurita.
¡Vamos! ni como Kid Azteca.
En el triángulo, él es la base; Casanova y Zurita los catetos.
Tiene algo que repele a la tribuna: su sigo mismo.
Lo acusan de roto, cuando no de afeminado; de pulcro, de americano.
"Es un dandy", responde su madre.
Debuta en el ring de paga en una función que no registra la enciclopedia, pero sí su biógrafa, Adela Palacios.
Sucede en Mazatlán, a donde regresa con su madre después de la muerte de Jimmy Petrie.
Su hermano Jimmy, que debutó en el cuadrilátero profesional en San Francisco el 28 de julio de 1926 ante Phil Stewart, al que venció por decisión en cuatro asaltos, se contrata para una pelea en el puerto contra una ocurrencia llamada El Espontáneo.
A medio combate, cuando Jimmy Petrie hijo baña de golpes al rival, se apaga la luz.
El réferi detiene la batalla y reconoce el triunfo del improvisado.
El Joe se enfurece.
Lleno de ira, pide una revancha, con él como retador.
Se entrena afanosamente una semana y consigue el pleito.
Ganó por nocaut.
Tampoco dice nada la enciclopedia del siguiente combate ante Marcial Zúñiga, que pierde por decisión.
-¿Tú también vas a boxear, entonces, Joe ?-le pregunta su madre con un cariño de terciopelo que espera un no como respuesta.
-No, madre, yo sólo vaya a jugar.
-Vaya juego -dice ella, con resignación.
Sabe que es imposible detener los designios que el cielo ha depositado en cada hombre; a su hijo le llama la fuerza, irrenunciable, del destino, lo que debe ser.
Kant corregiría: lo que debe hacer.
El Joe tiene 18 años.
Sucede una transformación radical en su personalidad.
La vida es voluble.
Es él, el tercero, el que se dicará definitivamente al boxeo.
Recurre a una forma de parricidio, que, como todos, antes de consumarse enaltece al padre.
Dejará de ser Petrie, pero se enfundará a Escocia en la ropa de diario.
Vestirá elegantemente, con bastón y gardenia en el ojal.
Prejuicio que le hace distinto y al mismo tiempo indiferente para los grandes públicos.
"Sólo los jóvenes están llenos de tantos prejuicios", dice Wittgenstein.
El Joe tardará mucho tiempo en entender que los ídolos mexicanos son el prejuicio entero de una sociedad justiciera, a la que él es ajeno por convicción y protesta.
"Compadezcamos a aquellos que no dicen nada acerca de ti; sólo porque los charlatanes dicen muchas tonterías", insiste Wittgenstein.
En un mundo que se estrena en el estadio del espectáculo, El Joe será un mueca en todos los sentidos.
Mueca a la hora de euforia, mueca a la hora de la derrota.
Y en eso tendrá gran culpa la prensa.
Fray Nano, director de La Afición, dejará sentir su desprecio en cada recto escrito en forma de artículo, de reportaje, de crónica.
El Joe no encaja en la figura del ídolo que moldean los aficionados y los reporteros de la fuente: las historias buenas no venden periódicos; las desastrosas dan de comer a todos: a la prensa, a la gente marchosa, a la industria, "mosquitos de la subjetividad", los llamaría Hegel.
Interpretación comercial de Tolstoi: las familias buenas se parecen, las malas son todas distintas.
El Joe no es pendenciero, no es bebedor empedernido, ni mujeriego; no tiene punch para las primeras planas.
Es un atleta positivo.
No es cazador de mujeres.
Es, al contrario, presa fácil de una mujer y de un aroma nocturno.
Continuará.
.
.
DEJA TU COMENTARIO
