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Días de muertos en el mundo náhuatl

Suculenta sinestesia la que emana de los altares de muertos dispuestos cada año en México para el deleite de los santos difuntos quienes vienen a “retro-alimentar” su presencia inasible en un festín de cromáticos bálsamos, esencias sonoras, aromáticas viandas y fragancias embriagadoras

CIUDAD DE MÉXICO 

Días de muertos en el mundo náhuatl

Suculenta sinestesia la que emana de los altares de muertos dispuestos cada año en México para el deleite de los santos difuntos quienes vienen a “retro-alimentar” su presencia inasible en un festín de cromáticos bálsamos, esencias sonoras, aromáticas viandas y fragancias embriagadoras que les “proponen” los vivos.

La vacuidad ontológica que dejó la irremediable preterición del que fue se llena, el tiempo de un ritual de pletórica sensación. El difunto es recordado, es decir etimológicamente “traído de nuevo al corazón” mediante lo que lo hizo vivir, lo que lo hizo gozar el mundo. 

La costumbre actual correspondiente al “día de muertos” se origina en el México prehispánico con el culto a los difuntos y más específicamente con los rituales mortuorios destinados a encaminar el “alma” del occiso hacia el espacio-tiempo de la muerte que le correspondía, a asumir culturalmente la degradación orgánica del cadáver, y a dirimir catárticamente el dolor de los vivos. 

En el mundo precolombino, lazos rituales continuos se mantenían con los difuntos. Los que habían sido “escondidos” por el dios Mictlantecuhtli o que habían ido a atlan oztoc (“Códice Florentino”. libro VI, cap. 24) “al lugar del agua, en la cueva”, intervenían en los actos importantes de la comunidad. Se invocaban para la siembra, la cacería o la guerra, se convocaban en el contexto de ritos mágicos, y se evocaban para distintos acontecimientos sociales como los nacimientos, matrimonios, etcétera. Los finados seguían participando espiritualmente de manera activa a la vida del grupo.

Eran a su vez objetos de veneración y de culto por parte de la familia, del calpulli, o de la nación entera, según su rango o su desempeño socio-existencial. Entre las numerosas celebraciones que les eran consagradas destaca sin duda el funeral, primera fiesta de difuntos que consumía ritualmente la separación del occiso de la comunidad de los vivos. Durante los cuatro meses y los cuatro años que seguían a un fallecimiento, se realizaban asimismo distintas ceremonias en fechas y según modalidades que dependían de la manera en que había muerto la persona y por ende del lugar del inframundo hacia el cual ésta se dirigía.

Las fiestas anuales de difuntos son las que dieron su carácter particular a los “días de muertos” que se celebraron el día 1 y 2 de noviembre desde los primeros momentos de la colonia. (…)

El Cincalco

Al Cincalco van los que...

“...Son bienaventurados y son amados y los llevan los dioses para sí, y son los niños que mueren en su tierna niñez (que) son como unas piedras preciosas; éstos no van a los lugares de espanto del infierno, sino van a la casa de dios que se llama Tonacatecutli, que vive en los vergeles que se llaman Tonacaquauhtitlan, donde hay todas maneras de árboles y flores y frutos, y andan allí como tzintzones, que son avecitas pequeñas de diversos colores que andan chupando las flores de los árboles.”

Los niños que habían muerto cuando todavía estaban mamando iban a un lugar específico, probablemente situado dentro del Cincalco, que se llamaba Chichihualcuauhco “el lugar del árbol de los pechos”. Allí se alimentaban del néctar vegetal que manaba del árbol.

Enterraban a los niños pequeños frente al granero (cuezcomatl) lo que indicaba que estaban directamente relacionados con el maíz.

Es probable que los suicidas fueran también a este “paraíso y deleite del cincalco” (cita: Cervantes de Salazar, p. 765), que regía Huemac, el rey tolteca en la cueva del mismo nombre en Chapultepec un día 7-conejo (“Anales de Cuauhtitlan”, p. 109-110).

Cabe recordar aquí que en otro contexto Huemac después de haber ganado un partido de pelota contra los tlaloques, divinidades del agua y de los mantenimientos, había despreciado lo que ellos le ofrecían por su victoria: el maíz, prefiriendo los jades y las plumas de quetzal. Según el mito una terrible hambruna había entonces asolado el imperio tolteca. (…)

Las primeras fiestas cristianas

Cuando los españoles se instalan en México, después de la Conquista, las fiestas de Todos los santos y de los Fieles difuntos están definitivamente integradas al calendario litúrgico. Se celebran entre españoles y, como las demás ceremonias cristianas, se realizan pronto en las comunidades indígenas evangelizadas, bajo el control del clero español. (https://youtu.be/eShAhjdlVhw)

Desde los primeros momentos, el culto indígena a los muertos, ya prohibido por los frailes en su versión pagana, y las fiestas cristianas de difuntos, van a fundirse sincréticamente, generando poco a poco la típica fiesta mexicana de Muertos.

La articulación binaria del festejo cristiano en fiesta de Todos los santos y día de Fieles difuntos coincidía curiosamente, aunque en fechas distintas, con dos fiestas indígenas de muertos: Miccaühuitontli “Fiesta de los muertos pequeños” y Huey Miccaühuitl “Fiesta de los muertos grandes”. Este hecho propició sin duda una asimilación relativamente fácil de la ceremonia por los grupos indígenas que tenían así la posibilidad de recordar a sus difuntos sin ocultarse. La fiesta cristiana de muertos, en su modalidad nativa, no se dividió en fiesta de Todos los santos y fiesta de los Fieles difuntos sino en fiesta de los muertos pequeños el día primero, y fiesta de los grandes, el día 2 de noviembre. El dominico fray Diego Durán expresa su preocupación al respecto:

“...De la primera causa que dige para que se llamase fiesta de muertecitos que era para ofrecer por los niños quiero decir lo que he visto en este tiempo el día de Todos Santos y el día de difuntos y es que el día mesmo de Todos Santos hay una ofrenda en algunas partes y el mesmo día de difuntos otra. Preguntando yo porque se hacia aquella ofrenda el día de los Santos respondiéronme que ofrecían aquello por los niños que así lo usaban antiguamente y habíase quedado aquella costumbre. Y preguntando si habían de ofrecer el día mesmo de Difuntos dijeron que sí por los grandes y así lo hicieron de lo cual á mí me pesó porque vi de patentemente celebrar la fiesta de difuntos chica y grande y ofrecer en la una dinero cacao cera aves y fruta semillas en cantidad y cosas de comida y otro día vi de hacer lo mismo y aunque esta fiesta caía por Agosto 10 que imagino es que si alguna simulación hay ó mal respeto (lo cual yo no osaré afirmar) que lo han pasado aquella fiesta de los Santos para disimular su mal en lo que toca a esta ceremonia (Durán, 11, p. 269-270).”

Sin que se conozca el año en que se realizó la fiesta a la que hace alusión fray Diego Durán, ocurrió necesariamente antes del año 1579, fecha en que se terminó la redacción del segundo volumen de su “Historia de los Indios de la Nueva España e Islas de Tierra Firme”, donde se encuentra esta descripción. Diego Durán llegó a México en 1542 o 1543, a la edad aproximada de cinco años.

Aunque el fraile “no osa afirmarlo”, todo parece indicar que los indígenas nahuas aprovecharon la oportunidad que se les presentaba para revivir, en cierta medida, algunos de sus ritos antiguos.

A partir de las exequias mediante las cuales se efectuaban ritualmente la transmutación ontológica del difunto de vida a muerte, una vez cada año durante cuatro años, se realizaban fiestas de muertos en fechas del año que correspondían al tipo de muerte y, consecuentemente al lugar donde iba a morar el difunto. Estas fiestas se inscribían respectivamente en las veintenas: Miccailhuuontli, Huey Miccailhuitl, Tepeilhuitl, y Titul, y eran partes de un duelo que buscaba a su vez facilitar la regeneración del ser.

  • Algunos ritos funerarios correspondientes a estas celebraciones se conservaban en las festividades cristianas de los días primero y dos de noviembre. La celebración de los niños difuntos, Miccailhuuontli en lo particular vino a desplazar la fiesta de Todos Santos, propia de la liturgia cristiana, instaurando asimismo un sincretismo religioso que ha perdurado hasta nuestros días.      



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