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"Hablar de la muerte de un ser querido con los demás sirve de poco"

La autora alemana Esther Kinsky saltó a la fama con ´Arboleda´, donde relataba el luto por su compañero. Su nuevo libro, ´Rombo´, da la palabra a víctimas de terremotos para entender otros tipos de duelo

La escritora y traductora alemana Esther Kinsky, retratada en el barrio de Neukölln, en Berlín, a mediados de junio."Hablar de la muerte de un ser querido con los demás sirve de poco"

Nada más empezar la conversación, Esther Kinsky (Engelskirchen, Alemania, 1956) se detiene unos segundos. Al interior de la librería berlinesa donde nos ha dado cita, en una calle del barrio de Neukölln en estado avanzado de gentrificación, llega el ruido atronador de las obras que hay en la calzada.

Recuerda, salvando las distancias, a los temblores de la tierra de los que habla su nuevo libro, Rombo (Periférica).

ROMBO

En italiano, esa palabra no solo se usa para designar la famosa forma geométrica, sino también el estruendo subterráneo que llega con cada seísmo, comparable con el retumbar de un trueno o el traqueteo de un carro sobre un empedrado irregular. "Un ruido fuerte y oscuro", rezan los diccionarios italianos, con un estimable sentido de la sinestesia.

  • A Kinsky, que solo está de paso, ya no le gusta Berlín. "Es una ciudad en la que nunca volvería a vivir", asegura la autora, sentada frente a una taza de café en este local del que solía ser su barrio. "Era mi compañero a quien le gustaba.

Cuando murió en 2014, me marché", añade recordando a M., aquel cónyuge (casi) anónimo al que dedicó su libro anterior, Arboleda, que protagonizó un pequeño fenómeno literario en Alemania y en medio mundo. Hace seis años, Kinsky se compró una casa en la región italiana del Friul, donde reside la mitad del año (la otra mitad transcurre en Viena, a cinco horas de tren, donde vive su hija).

En ese rincón del noreste de Italia, donde su admirado Pasolini solía pasar las vacaciones de niño, descubrió una sociedad matriarcal, herencia del pasado minero de esas comarcas, lo que provocó que, a mediados del siglo XX, los hombres murieran jóvenes y las mujeres no tuvieran otro remedio que coger el toro por los cuernos.

Quedó fascinada por ese lugar pegado al Adriático, lleno de paisajes "de lo más variado", que en otro tiempo fue la puerta de entrada a la península "de todos los pueblos que luego constituirían Italia".

Pero Kinsky se encontró, sobre todo, con un territorio discretamente traumatizado por los dos terremotos que, en mayo y en septiembre de 1976, provocaron la muerte de cerca de 1.000 personas, además de muchos daños irreparables en el paisaje.

Poeta, ensayista y traductora del inglés, el ruso y el polaco, hija de un profesor de latín y griego con orígenes eslavos (de los que da cuenta su inconfundible apellido), Kinsky ha protagonizado un ascenso considerable con sus últimas tres novelas, empezando con Am Fluss, una carta de despedida a Londres, donde vivió durante décadas, que publicó en 2014 (Periférica la editará en castellano próximamente).

En realidad, ella prefiere hablar de prosa, esa palabra anticuada y elegante, que de narrativa, porque no cree que lo que escribe, siempre situado entre el testimonio personal y la observación de su entorno, se ajuste a esa definición.

"No me gusta escribir sobre mí misma, no me considero lo suficientemente importante. Quiero escribir sobre cosas que conciernen a todo el mundo, como el dolor o la pérdida"

Para firmar Rombo, tras el ejercicio de introspección extrema que supuso Arboleda, la autora entrevistó a unas 70 víctimas de esos terremotos y luego condensó sus respuestas en siete personajes ficticios. "No me gusta escribir sobre mí misma, no me considero lo suficientemente importante.

Quiero escribir sobre cosas que conciernen a todo el mundo, como el dolor o la pérdida", afirma. "En realidad, todo forma parte de un único libro. Espero que algún día sean capaces de entenderlo así", dirá en un extraño momento en que parece pensar en su posteridad.

El resto del tiempo preferirá escudarse en una sabiduría sigilosa, en una reserva algo distante y solemne, pero puntuada por sonoras carcajadas que salen de muy adentro. Parece una mujer que ha sufrido, pero también una que ha reído mucho.

Le preguntamos por lo que tienen en común Arboleda y Rombo, atravesados como están por la cuestión del duelo, por mucho que estos tengan signos distintos. Ella asiente, pero con una respuesta bastante inesperada: los dos hablan de la periferia, de lo que queda lejos de la vida urbana, de civilizaciones en vías de extinción en medio de la uniformización galopante del paisaje cultural europeo.

"Las periferias son los lugares donde suceden las cosas más interesantes. Me encantan las ciudades, y nunca podría vivir sin poder ir al cine de vez en cuando, pero la vida metropolitana está muy dominada por el capitalismo, y la cultura que aparece en ella responde, en consecuencia, a parámetros mercantiles.

En la periferia logras escapar a todo eso con mayor facilidad", contesta.

"No me veo como una etnógrafa, pero es cierto que me impactó descubrir una cultura tan peculiar como la del Friul. He trabajado mucho sobre el concepto de memoria colectiva, sobre cómo aceptamos hechos trágicos dentro de un grupo, sobre la digestión conjunta de los traumas.

Pero esta fue la primera vez que me encontraba una memoria postraumática en la que no había un culpable claro, en la que no había nadie en concreto a quien culpar. En un desastre natural como un terremoto es muy difícil designar al enemigo".

—¿Qué diferencia el duelo que vivió usted y el de la comunidad de la que habla? ¿No hay un fatalismo compartido al encajar tragedias que no son de nuestra responsabilidad?

—La muerte de un ser querido provoca un dolor que es radicalmente individual. El trauma de los friulanos, en cambio, es colectivo. Hay un consenso sobre cómo hablar de lo que sucedió, en el que diría que hay menos dolor que puro desconcierto.

Una mujer me contó que cuando el terremoto llegó tenía ocho años. Pasó la noche bajo los escombros, cogida de la mano de su abuela, que ya estaba muerta. Me lo relató con una frialdad absoluta, como si el sufrimiento fuera ajeno a su experiencia.

—Cuando dice que el luto de alguien cercano es una experiencia radicalmente individual, ¿se refiere a que sirve de poco compartirla?

—Sí, creo que no sirve de mucho.

Si escribió Arboleda, fue porque se había quedado muda. La protagonista, alter ego evidente de Kinsky, viaja sola a Italia para recorrer los lugares que había planeado visitar con su compañero, que acaba de morir.

En la primera mitad del libro, ni siquiera abre la boca. Hasta que, en la página 141, observa una garza blanca al otro lado del río y recuerda que su pareja le enseñó el nombre de ese pájaro en inglés en una silenciosa franja de la desembocadura del Támesis, donde una bandada de esas aves sobrevolaba un cañizar rojizo "como una nube de motas de nieve salpicando un soto invernal". A partir de ahí, la narradora recupera las palabras.

"A mí me sucedió lo mismo. No podía hablar. Tenía que escribir este libro, era la única manera de seguir adelante", confirma Kinsky sobre una obra pensada "como un memorial para esa persona, un testimonio de amor y dolor, el reflejo de un proceso a través del que uno llega a volver a tener algo después de haberlo perdido todo".



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