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Jonathan Franzen viaja al fin del mundo

Hace dos años, un abogado de Indiana me envió un cheque de setenta y ocho mil dólares. El dinero procedía de mi tío Walt, que había muerto seis meses antes. Yo no esperaba que Walt me dejara ningún dinero, ni mucho menos contaba con ello. Así pues, me dije que debía destinar mi herencia a algo especial, para honrar su memoria.

Pingüinos emperadores avanzan en grupo sobre los mares helados de la Antártida.Jonathan Franzen viaja al fin del mundo

Resultaba que mi novia desde hacía años, californiana de nacimiento, había prometido pasar unas vacaciones largas conmigo. Estaba agradecida por lo comprensivo que me había mostrado cuando tuvo que volverse a Santa Cruz para cuidar de su madre, que tenía 94 años y estaba perdiendo la memoria. Llevada por un impulso, me había dicho: “Viajaré contigo a cualquier lugar del mundo al que siempre hayas deseado ir”. A lo que yo, por motivos que ya no soy capaz de reconstruir, contesté: “¿La Antártida?”. Me miró con los ojos muy abiertos; yo tenía que haber estado más atento a esa reacción. Pero una promesa era una promesa.

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Con la esperanza de hacer más apetecible la Antártida a ojos de mi templada californiana, decidí gastar el dinero de Walt en la reserva más lujosa posible: una expedición de tres semanas de la Lindblad National Geographic por la Antártida, la isla San Pedro y las Malvinas. Pagué la primera parte, y la californiana y yo nos dedicamos a partir de entonces, siempre que salía el tema, a bromear con cierta inquietud sobre el frío espantoso y los embravecidos mares del Polo Sur a los que había aceptado someterse. Yo no paraba de asegurarle que en cuanto viera un pingüino estaría encantada de haber hecho el viaje. Sin embargo, cuando llegó el momento de pagar el resto de la reserva me pidió que lo pospusiéramos un año. La situación de su madre era muy poco estable, y se resistía a emprender un viaje que la llevara tan irremediablemente lejos de casa.

Así pues, accedí a aplazarlo un año. Me instalé yo también en Santa Cruz. Y entonces la madre de la californiana sufrió una caída preocupante, y ella tuvo aún más miedo de dejarla sola. Reconocí, por fin, que no me correspondía complicarle aún más la vida y la dispensé de hacer el viaje. Por suerte, mi hermano Tom, la única persona, aparte de ella, con quien me imaginaba compartiendo un camarote durante tres semanas, acababa de jubilarse y estaba dispuesto a ocupar su lugar. Cambié la reserva, de cama de matrimonio a dos individuales, y encargué botas estancas de goma y una guía con muchas ilustraciones de la flora y la fauna antárticas.

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Pero ni siquiera entonces, cuando la fecha de la partida se aproximaba, conseguía convencerme de que me iba a la Antártida. No paraba de decir: “Parece que me voy a la Antártida”. Tom me hizo saber que estaba emocionado, pero mi propia sensación de irrealidad, de fracaso en el intento de prever algo placentero, no hacía sino aumentar. Quizá fuera que la Antártida me hacía pensar en la muerte, por la muerte ecológica con que la amenaza el calentamiento global, o por la fecha límite para verla que representaba mi propia muerte. El caso es que había llegado a apreciar enormemente el ritmo normal y corriente de la vida con la californiana, el ruido de la puerta del garaje cuando ella volvía de la visita nocturna a su madre. Cuando preparé la maleta fue como si lo hiciera obligado porque ya había pagado el viaje.

SAN LUIS, agosto de 1976. Una noche lo bastante fresca para que mis padres y yo estuviésemos cenando en el porche, mi madre se levantó a contestar el teléfono en la cocina, y de inmediato llamó a mi padre.

–Es Irma –dijo.

Irma era la hermana de mi padre, que vivía con Walt en Dover, Delaware. Debía de ser evidente que había pasado algo terrible, porque me recuerdo de pie en la cocina, junto a mi madre, cuando mi padre interrumpió lo que le decía Irma y le gritó al auricular, como si estuviera furioso:

–Irma, por Dios, ¿está muerta?

Irma y Walt eran mis padrinos, pero yo no los conocía bien. Mi madre no soportaba a Irma –consideraba que sus padres la habían malcriado sin remedio, en detrimento de mi padre– y, aunque se suponía que Walt –un coronel del Ejército del Aire retirado que se había convertido en orientador en un instituto de secundaria– era el más simpático de los dos, yo lo conocía sobre todo por un volumen autoeditado sobre sus conocimientos golfísticos que nos había mandado, Golf ecléctico, y que yo, como lo leo todo, me había leído. La persona a la que más había tratado era Gail, la hija única de Walt e Irma. Era una joven alta, guapa e intrépida que había estudiado en la Universidad de Misuri y nos visitaba a menudo. Se había licenciado el año anterior y había encontrado un empleo de aprendiz de orfebre en la ciudad colonial de Williamsburg, en Virginia. El motivo de la llamada de Irma era comunicarnos que Gail, mientras circulaba toda una noche, sola y bajo un aguacero, para llegar a un concierto de rock en Ohio, había perdido el control del automóvil en una de las estrechas y tortuosas carreteras de Virginia Occidental. Aunque al parecer Irma no era capaz de pronunciar esas palabras, Gail había muerto.

Yo tenía 16 años y comprendía qué era la muerte. Y sin embargo, quizá porque mis padres no me llevaron al funeral, no lloré por Gail. En cambio, tuve la sensación de que su muerte estaba de algún modo dentro de mi cabeza, como si una aguja espantosa hubiera cauterizado mi red de recuerdos de Gail, para dejar en su lugar una zona muerta, una zona ocupada por una verdad primaria, malsana. Esa zona era demasiado intimidatoria para entrar en ella de manera consciente, pero yo sentía que ahí, tras un cordón mental, se agazapaba la irreversibilidad de la muerte de mi adorable prima.

Un año y medio después del accidente, durante mi primer curso en la Universidad en Pensilvania, mi madre me transmitió una invitación de Irma y Walt a pasar un fin de semana en Dover, junto con sus propias instrucciones estrictas para que respondiera que sí. En mi imaginación, la casa de Dover era la encarnación de esa zona que la verdad malsana ocupaba en mi cabeza. Llegué allí con un miedo que la casa no tardó en justificar. Sin el menor desorden, y tan limpia que resultaba agobiante, transmitía la formalidad de una residencia oficial. Las cortinas hasta el suelo, su rigidez, la precisión de sus pliegues, parecían traslucir que ningún movimiento de Gail, ni siquiera su aliento, las moverían jamás. El cabello de mi tía era del blanco más puro y parecía tan tieso como las cortinas. El lápiz de labios carmesí y la gruesa raya en los ojos acentuaban la blancura de su rostro.

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Me enteré de que solo mis padres llamaban Irma a Irma; para todos los demás era Fran, una abreviatura de su apellido de soltera. Me había temido una escena de dolor sin tapujos, pero Fran llenaba los minutos y las horas hablándome sin cesar, con un tono crispado y demasiado alto. Aquel fin de semana, solo me concedió tregua durante el paseo en coche que me dio Walt por Dover y la base del Ejército del Aire. Walt era un hombre alto y flaco, de etnia eslovena y con una buena naríz, al que solo le quedaba pelo detrás de las orejas. Su apodo era Pelón.

Visité a Fran y a Walt dos veces más mientras estaba en la universidad, y ambos acudieron a mi graduación y a mi boda y, más adelante, durante muchos años, tuve muy poco contacto con ellos, más allá de las tarjetas de cumpleaños y los informes de mi madre (siempre teñidos por el desagrado que le producía Fran) tras las visitas de compromiso que mi padre y ella hacían en Boynton Beach, Florida, donde Fran y Walt se habían instalado en una urbanización de apartamentos de un campo de golf. Pero entonces, después de la muerte de mi padre, y mientras mi madre perdía su batalla contra el cáncer, ocurrió algo bien curioso: Walt se enamoró perdidamente de mi madre.

Para entonces, Fran había enloquecido por completo, víctima del alzhéimer, y estaba en una residencia de ancianos. Como mi padre también había padecido alzhéimer, Walt se había puesto en contacto con mi madre por teléfono, en busca de su consejo y su compasión. Según ella, se había desplazado por sus propios medios hasta San Luis, donde ambos, al encontrarse juntos y solos por primera vez, habían descubierto tantas cosas en común –ambos eran optimistas, amantes de la vida, y habían pasado largo tiempo casados con un Franzen rígido y depresivo– que se embarcaron en una suerte de vertiginosa relajación mutua, en una intimidad incipientemente romántica. Walt la había llevado al centro, al restaurante favorito de mi madre, y después, al volante del coche de ella, había rayado el guardabarros contra la pared de un aparcamiento; entre risitas, un poco borrachos, habían acordado compartir los gastos de la reparación y no contárselo a nadie. (Walt acabó por contármelo a mí). Poco después de esa visita, la salud de mi madre empeoró y se marchó a Seattle para pasar el tiempo que le quedara en casa de mi hermano Tom. Pero Walt hizo planes para ir a verla y continuar lo que habían empezado. De los sentimientos que abrigaban el uno por el otro, los de Walt tenían más miras puestas en el futuro. Los de mi madre eran más agridulces, teñidos por la tristeza de las oportunidades que sabía perdidas.

Fue mi madre quien me hizo ver hasta qué punto Walt era una joya, y fueron la consternación y la pena de Walt, cuando ella murió tan de repente, antes de que pudiera volver a verla, las que abrieron la puerta a mi amistad con él. Walt necesitaba que alguien supiera que había empezado a enamorarse de ella, que estuviera al corriente de tan feliz sorpresa y comprendiera cuánto le dolía, en consecuencia, su pérdida.

EN SANTIAGO, la víspera de nuestro vuelo chárter al extremo meridional de Argentina, Tom y yo asistimos a una recepción de bienvenida de la Lindblad en un salón de reuniones del Ritz-Carlton. Dado que el precio de los camarotes en nuestro barco, el National Geographic Orion, iban desde los veintidós mil dólares hasta casi el doble de esa cifra, había encasillado de antemano a mis compañeros de viaje en el estereotipo de plutócratas amantes de la naturaleza: jubilados de rostro curtido con la típica esposa florero y domicilio en un paraíso fiscal, tal vez un par de caras que reconocería de la televisión. Pero me había equivocado en los cálculos. Resultó que para esa clientela disponían de yates especiales. La gente congregada en aquel salón de reuniones no era tan glamurosa como esperaba, ni tan octogenaria. Entre el centenar de personas presentes, había una mayoría relativa de simples médicos o abogados, y solo vi a un tipo con la cintura de los pantalones montada sobre el barrigón.

Entre los temores que me provocaba la expedición, el tercero –por detrás del mareo y de que mis ronquidos molestaran a mi hermano– era que no se dedicaran esfuerzos suficientes a la búsqueda de especies de aves que solo se encuentran en la Antártida. Cuando un empleado de la Lindblad, un australiano al que su compañía aérea le había perdido el equipaje, nos dio la bienvenida y respondió algunas preguntas de los presentes, levanté la mano, me declaré observador de aves y pregunté si había alguno más entre nosotros. Confiaba en establecer la existencia de un grupo bien nutrido, pero solo vi levantarse dos manos.

No tardé en enterarme de que las otras dos manos en alto pertenecían a los únicos pasajeros que no habían pagado el pasaje completo. Se trataba de Chris y Ada, una pareja conservacionista de cincuenta y tantos años procedente de Mount Shasta, California.

Al día siguiente, en el aeropuerto de Ushuaia, en Argentina, Tom y yo nos encontramos casi al final de la lenta cola del control de pasaportes. Siguiendo las apremiantes instrucciones de la Lindblad, antes de salir de casa yo había pagado la “tasa de reciprocidad” con la que Argentina gravaba a los turistas estadounidenses, pero Tom había estado tres años antes en el país. Como la página web del Gobierno no le permitía volver a pagar la tasa, había impreso una copia de la negativa para llevarla consigo, suponiendo que aquel papel, junto con los sellos argentinos de su pasaporte, le autorizaría a cruzar la frontera. Pero no fue así. Mientras los demás pasajeros de la -Lindblad subían a los autobuses que nos conducirían a un almuerzo a bordo de un catamarán, nos quedamos atrás suplicando ante un agente de inmigración. Transcurrió una hora. Pasaron veinte minutos más. Los chicos de la Lindblad se tiraban de los pelos. Finalmente, cuando empezaba a parecer que a Tom le permitirían pagar la tasa por segunda vez, salí corriendo, subí a un autobús y me encontré ante un mar de miradas poco amistosas. La expedición ni siquiera había empezado todavía, y Tom y yo ya éramos los pasajeros problemáticos.

Ya a bordo del Orion, el guía de nuestra expedición, Doug, nos hizo acudir a todos al salón del barco, donde nos dio la bienvenida con entusiasmo. Doug era un tipo corpulento de barba blanca, escenógrafo en otro tiempo.

–¡Adoro este viaje! –exclamó, micrófono en mano–. Este es el mejor viaje, de la mejor compañía y al mejor destino del mundo. Estoy tan emocionado como cualquiera de ustedes, como mínimo.

Me dio la impresión de que el resto de la gente en el salón entendía con mayor claridad que yo con qué propósito viajaba uno a la Antártida. Evidentemente, el propósito era llevarse imágenes a casa. El sello de National Geographic me había hecho esperar ciencia, cuando debería haber pensado en fotos. Mi sensación de ser un pasajero problemático se intensificó.

Durante los días siguientes me enseñaron qué pregunta uno cuando conoce a una persona en un barco de la Lindblad: “¿Es tu primera Lindblad?”. O bien: “¿Ya habías hecho alguna Lindblad?”. Esas frases me parecían perturbadoras, como si “una Lindblad” fuera algo vagamente espiritual pero carísimo.

La noche anterior a nuestra llegada al círculo, Doug nos advirtió de que a la mañana siguiente podía conectar muy temprano el intercomunicador para despertar a aquellos pasajeros que quisieran salir a ver “la línea magenta” (era un chiste) cuando la cruzáramos. Y, en efecto, nos despertó a las seis y media con otro chiste sobre la línea magenta. Cuando el barco estaba a punto de cruzarla, Doug contó atrás desde cinco con mucho dramatismo. Luego felicitó a “cada persona a bordo”, y Tom y yo regresamos a la cama. Debo decir también que la Antártida estaba a la altura del entusiasmo de Doug. Hasta entonces nunca había pasado por la experiencia de contemplar un paisaje de una belleza tan deslumbrante que me fuera imposible procesarla, percibirla como algo real. Un viaje que ya de antemano se me antojaba irreal me había llevado a un lugar que también lo parecía, aunque en mejor sentido. Es posible que el calentamiento global ponga en peligro la capa de hielo occidental del continente, pero la Antártida aún está lejos de haberse fundido.

Entre los tonos monocromáticos, entre los interminables negro, blanco y gris, surgía el discordante azul del hielo glaciar. No importaba qué tono tuviera: ya fuera el matiz azulado de los bloques de hielo que cabeceaban en nuestra estela, el azul oscuro e intenso de los castillos flotantes de hielo con sus arcos y cámaras, el pálido tono poliestirénico de los témpanos en las zonas de ablación glaciar, mis ojos no podían creer que el color que estaban viendo existiese de verdad en la naturaleza. Una y otra vez, se me escapaba la risa de pura incredulidad.

Unas horas más tarde, en el fiordo Lallemand, cerca de la latitud más meridional que íbamos a alcanzar, Doug anunció otra “operación”. El capitán embestiría con el barco la enorme capa de hielo en la boca del fiordo hasta vararlo allí, y entonces podríamos elegir entre remar por los alrededores en kayak o dar un paseo por el hielo. Yo sabía que el fiordo era nuestra última esperanza de ver un pingüino emperador; en la expedición era probable avistar otras siete especies de pingüino, pero el emperador rara vez se aventura más al norte del círculo antártico. Mientras el resto de pasajeros corría a sus camarotes a ponerse los chalecos salvavidas y las botas de aventurero, instalé un telescopio en la cubierta panorámica. Al escudriñar con él el campo de hielo, moteado por focas cangrejeras y pequeños pingüinos adelaida, vislumbré de inmediato un ave que no me resultaba familiar. Parecía tener un manchón de color detrás de las orejas y una zona amarilla en el pecho. ¿Un pingüino emperador? La imagen ampliada era imprecisa y temblorosa, y casi todo el cuerpo del ave quedaba oculto por un pequeño iceberg, y la corriente movía poco a poco el barco o bien el propio iceberg. Antes de que consiguiera verlo bien, el hielo había tapado al ave por completo.

Tras un breve momento existencialista, consciente de que decidía mi destino, bajé corriendo de la cubierta panorámica y fui en busca de mi naturalista favorito del personal, que se dirigía a toda prisa hacia la operación de Doug. Lo agarré de la manga y le dije que me parecía haber visto un pingüino emperador.

–¿Un emperador? ¿Está seguro?

–Al noventa por ciento.

–Ya lo comprobaremos –contestó, apartándose de mí.

Deduje por su tono que en realidad no pensaba hacerlo, de modo que corriendo hasta el camarote de Chris y Ada, golpeé la puerta y les di la noticia. La creyeron, que Dios los bendiga. Se quitaron los chalecos salvavidas y me siguieron de vuelta a la cubierta panorámica. Para entonces, por desgracia, había perdido el rastro del escondrijo del pingüino; había muchísimos icebergs pequeños. Bajé hasta el puente de mando, donde otro miembro del personal, una mujer holandesa, me dio una respuesta más satisfactoria.

–¡Un pingüino emperador! Esa es una especie clave para nosotros, tenemos que decírselo ahora mismo al capitán.

El capitán Graser era un alemán flacucho y vivaz, probablemente mayor de lo que aparentaba. Quiso saber dónde estaba exactamente el ave en cuestión. Señalé hacia donde imaginaba que estaría, y el capitán llamó por radio a Doug y le dijo que tenían que mover el barco. Oí la exasperación en la voz de Doug. ¡Estaba en plena operación! El capitán le dio instrucciones de suspenderla.

Cuando el barco empezó a moverse, mientras yo cavilaba hasta qué punto se irritaría Doug si me había equivocado con lo del ave, redescubrí el pequeño iceberg. Chris, Ada y yo nos plantamos junto a la borda y lo observamos con los prismáticos. Pero ahora no había nada detrás de él, al menos nada que pudiéramos ver hasta que el barco se detuviera y diera la vuelta. Los radiotransmisores emitían gruñidos de impaciencia. Cuando el capitán acababa de encajarnos en el hielo, Chris distinguió un ave prometedora que se zambullía rápidamente en el agua. Pero entonces Ada creyó verla emerger de nuevo hacia el hielo, aleteando. Chris la enfocó con el telescopio, echó una larga mirada y se volvió hacia mí con el rostro impávido.

–Coincido contigo –declaró.

Chocamos los cinco. Fui en busca del capitán Graser, que echó un vistazo con el telescopio y soltó un grito.

–¡Ja, ja, un pingüino emperador! ¡Un pingüino emperador! ¡Justo lo que yo esperaba!

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Dijo que me había creído porque, en un viaje anterior, había visto un emperador solitario en la misma zona. Sin dejar de soltar gritos de alegría, se puso a bailar una giga, sí, una giga nada menos, y luego corrió hacia los botes neumáticos para echar un vistazo más de cerca. El emperador que él había visto con anterioridad resultó ser excepcionalmente amistoso o inquisitivo, y por lo visto yo había reencontrado al mismo ejemplar, porque en cuanto el capitán se le acercó lo vimos tumbarse panza abajo y deslizarse encantado hacia él. A través del intercomunicador, Doug anunció que el capitán había hecho un emocionante descubrimiento y que el plan había cambiado. Los paseantes que ya estaban en el hielo dirigieron sus pasos hacia el ave, y el resto nos amontonamos en los botes neumáticos. Cuando llegué a la escena, treinta fotógrafos con chaqueta naranja, de pie o de rodillas, apuntaban con sus cámaras a un pingüino muy alto y apuesto, muy cerca de ellos.

Yo había adoptado la decisión silenciosa y hostil de no tomar una sola fotografía en aquel viaje. Y tenía ante mí una imagen tan indeleble que no hacía falta cámara alguna para capturarla: parecía que el pingüino emperador celebrara una conferencia de prensa. Mientras un grupo de pingüinos adelaida se acercaba a sus espaldas, observándonos como si fueran personal de apoyo, el emperador se enfrentaba al cuerpo de la prensa con una pose de serena dignidad. Al cabo de un rato estiró el cuello con gesto pausado. Dando muestras de un equilibrio y una flexibilidad magistrales –y evitando, sin embargo, dar la impresión de exhibirse–, se rascó detrás de la oreja con una pata mientras se mantenía perfectamente erguido sobre la otra. Y entonces, como para subrayar hasta qué punto se sentía cómodo en nuestra compañía, se quedó dormido.

En la recapitulación de la velada, el capitán Graser agradeció efusivamente la labor de los observadores de aves. Había reservado una mesa especial para nosotros en el comedor, con vino gratis a nuestra disposición. En una tarjeta sobre la mesa se leía: “EL REY DE LOS EMPERADORES”. Los camareros del barco, filipinos en su mayor parte, solían dirigirse a Tom con el apelativo “sir Tom” y a mí con el de “sir Jon”, lo que me hacía sentir John Falstaff. Pero aquella noche me sentía desde luego como el rey de los emperadores. Durante todo el día, pasajeros a los que ni siquiera conocía me habían parado en los pasillos para darme las gracias o aplaudirme por el hallazgo del pingüino.

LA CALIFORNIANA había hecho bien en temerle al clima, más frío de lo que yo le había hecho creer. En cambio, sí acerté en lo de los pingüinos. Desde la península Antártica, donde los había en cantidades impresionantes, la ruta del Orion nos llevaba de nuevo hacia el norte y luego muy hacia el este, a la isla San Pedro, donde su número me dejó pasmado. San Pedro es uno de los principales lugares de cría del pingüino rey, una especie casi tan alta como el emperador y con un plumaje todavía más vistoso. Ver un pingüino rey en libertad me parecía, por sí sola, razón suficiente para haber hecho ese viaje; y no solo eso, sino que parecía razón suficiente para haber nacido en este planeta. Lo reconozco, me encantan las aves. Pero creo que un visitante de cualquier otro planeta que observara a un pingüino rey junto al espécimen humano más perfecto, sin que su visión se viera enturbiada por la posibilidad de la atracción sexual, declararía que sin duda el pingüino era la especie más hermosa. Y no se trata tan solo de un hipotético extraterrestre. A todo el mundo le encantan los pingüinos. Ese porte tan erguido que tienen y su gran disposición a dejarse caer boca abajo, su manera de gesticular con las aletas, que parecen brazos, los pasitos que dan al caminar o cómo corretean con atrevimiento con las carnosas patas hacen que se parezcan a niños más que cualquier otro animal, incluidos los grandes simios.

Habiendo evolucionado como lo han hecho en orillas remotas, los pingüinos de la Antártida tienen además la rareza de ser el único animal que no nos teme. Cuando me senté en el suelo, los pingüinos rey se me acercaron tanto que podría haberles acariciado las plumas brillantes y con aspecto de pelaje. Su plumaje tenía unas líneas tan hipernítidas y unos colores tan hiperintensos que normalmente uno solo podría conocer algo así bajo el efecto de las drogas. Las colonias de pingüinos papúa y pingüinos barbijo no nos habían ofrecido sitios fantásticos donde sentarnos, debido a los excrementos. En cambio, los pingüinos rey, tal como lo expresó uno de los naturalistas de la Lindblad, eran más pulcros. En la bahía de San Andrés, en la isla San Pedro, donde habría apiñados medio millón de pingüinos rey adultos, con sus pichones como de peluche, solo me llegaba el olor a mar y a aire de montaña.

Aunque cada especie de pingüino tiene su encanto –el penacho del pingüino macaroni, al estilo de las estrellas del glam-rock, los saltitos con las patas juntas que da el saltarrocas norteño para subir o bajar con paciencia por una cuesta empinada–, mi preferido entre todos era el pingüino rey. Combinaba un insuperable esplendor estético con la atenta energía social de los niños durante el juego. Tras surcar las aguas como delfines hasta llegar a la orilla, un grupo de pingüinos rey salían de cabeza de las olas agitando las aletas extendidas como si de repente el agua se hubiera vuelto demasiado fría para ellos. O un ave solitaria se quedaba de pie en la orilla y contemplaba el mar largo rato, tanto que uno se preguntaba qué pensamientos le pasarían por la cabeza. O un par de machos jóvenes, tambaleándose con excitación tras una hembra indecisa, se detenían a comprobar cuál de los dos retorcía el cuello de manera más impresionante o a aporrearse inútilmente con las aletas. Tenían unos picos afiladísimos, pero se dedicaban a darse sopapos con unas aletas de lo más ineficaces.

En San Andrés, la actividad tenía lugar sobre todo en los alrededores de la colonia. Como había tantas aves incubando huevos o mudando el plumaje, la colonia en sí se veía sorprendentemente pacífica. Contemplarla desde arriba me hizo pensar en la vista de Los Ángeles desde Griffith Park a primera hora de la mañana de un fin de semana. Una megalópolis soñolienta de pingüinos erectos. Patrullando por las calles se hallaban las palomas antárticas, unas extrañas aves blancas como la nieve con cuerpo de paloma y hábitos de buitre. Incluso el sonido asombroso que producían los pingüinos rey –un bramido festivo, cada vez más agudo, que recordaba un poco al de una gaita, un poco al de un matasuegras y también al ladrido sordo de ciertos aviones, pero que desde luego no se parecía a nada que hubiera oído sobre la faz de la tierra– tenía un efecto tranquilizador cuando lo hacían miles de pingüinos distantes a la vez.

El ecosistema marino de la Antártida es, en efecto, el más rico del mundo; es asimismo el único que queda casi intacto. Su uso comercial lo monitoriza y regula, al menos en teoría, la Comisión para la Conservación de los Recursos Marinos Vivos de la Antártida. Pero cualquiera de los veinticinco miembros de la comisión puede vetar las decisiones que esta tome, y uno de ellos, China, se ha resistido históricamente a la designación de grandes zonas marinas protegidas. Otro miembro, Rusia, de un tiempo a esta parte se ha vuelto abiertamente intransigente no solo por vetar el establecimiento de nuevas zonas protegidas, sino también por cuestionar la mismísima autoridad de la convención para establecerlas. Por tanto, el futuro del kril, y con él el de muchas especies de pingüinos, depende de incertidumbres multiplicadas por incertidumbres: de cuánto kril haya en realidad, de la capacidad que pueda tener para resistir el cambio climático, de si puede recolectarse la cantidad que sea sin matar de hambre a otra fauna, de si dicha recolección puede regularse siquiera, y de si la cooperación internacional en la Antártida podrá aguantar nuevos conflictos geopolíticos. De lo que no hay ninguna incertidumbre es de que la temperatura global, la población global y la demanda global de proteína animal aumentan con rapidez.

Hacia el final de la última jornada del viaje, que había pasado en su mayor parte en la mesa de bridge mientras centenares de aves marinas potencialmente interesantes describían círculos ahí fuera, bajé al salón a escuchar una conferencia sobre el cambio climático. Quien impartía la conferencia era el australiano del drón, que se llamaba Adam, y asistieron menos de la mitad de los pasajeros. Me pregunté por qué la naviera Lindblad habría dejado una conferencia tan importante para el último día. La explicación más caritativa era que la Lindblad, que se enorgullece de su conciencia medioambiental, nos quería mandar a casa enardecidos para que contribuyéramos en mayor medida a proteger el esplendor natural del que habíamos disfrutado.

La petición inicial de Adam sugirió otras explicaciones.

–Las tarjetas de comentarios de los pasajeros no son el sitio ideal para expresar sus creencias sobre el cambio climático. –Soltó una risa nerviosa–. No disparen al mensajero.

Procedió entonces a preguntar cuántos de nosotros creíamos que el clima de la Tierra estaba cambiando. Todos los presentes en el salón levantaron la mano. Y ¿cuántos creíamos que lo estaba provocando la actividad humana? Una vez más se alzaron casi todas las manos, pero no la del partidario de Donald Trump ni la del radioaficionado. Desde el fondo del salón nos llegó la voz de viejo cascarrabias de Chris.

–¿Qué me dice de la gente que piensa que la cuestión no es creerlo o no?

–Excelente pregunta –contestó Adam.

Su conferencia consistía en una repetición tremendamente apasionada de Una verdad incómoda, incluido el famoso gráfico del “palo de hockey” con el aumento de las temperaturas, y el célebre mapa de una América con la figura de Florida castrada como consecuencia de la elevación del nivel del mar. Pero la imagen que nos pintaba Adam era más sombría incluso que la de Al Gore, porque el planeta se está calentando mucho más deprisa de lo que hasta los más pesimistas daban por hecho diez años atrás. Adam mencionó la carrera de trineos Iditarod, que en su última edición se había iniciado sin nieve, el invierno horriblemente caluroso que estaba sufriendo Alaska, la posibilidad de un Polo Norte sin hielo en el verano de 2020. Según señaló, mientras que hace diez años se sabía que se estaban reduciendo el 87 por ciento de los glaciares de la Antártida, esa cifra parecía ser ahora del ciento por ciento. Pero su comentario más cenizo fue que los científicos expertos en el clima, siendo como son científicos, se ven obligados a ceñirse a hacer afirmaciones con un alto grado de probabilidad estadística. Cuando esbozan futuros escenarios climáticos y predicen el aumento de la temperatura global, tienen que hacer una estimación de temperatura a la baja, una a la que se llegue en el noventa y tantos por ciento de los casos, y no la que se alcanza en el escenario promedio. Y así, el científico que predice con seguridad un calentamiento de cinco grados (Celsius) para finales de siglo, bien podría decirte en privado, ante unas cervezas, que en realidad espera que el aumento sea de nueve grados.

Cuando pienso que eso equivale a 16 grados Fahrenheit, siento mucha tristeza por los pingüinos. Pero entonces, como ocurre tan a menudo en los debates sobre el cambio climático cuando se deja de hablar de diagnósticos y se pasa a discutir los remedios, las sombras adquirieron el tono oscuro del humor negro.

A las seis en punto, el salón volvió a llenarse, esta vez hasta los topes, para el clímax de la expedición: una proyección de diapositivas a la que se había invitado a contribuir a los pasajeros con tres o cuatro de sus mejores instantáneas. El profesor de fotografía que la presentaba se disculpó de antemano por si a alguien no le gustaban las canciones que había elegido como banda sonora. La música –Here Comes the Sun, Build Me Up Buttercup– no ayudaba, desde luego. Pero el espectáculo entero era desalentador. Se advertía la sensación de menoscabo que siempre me produce nuestra cultura visual: por muy bien que consigas diseccionar la vida para meterla en una secuencia de fotografías, por muy poco espaciadas en el tiempo que estén las imágenes, lo que esas secuencias siempre acaban por transmitirme con mayor intensidad es todo lo que queda excluido de ellas. También era una triste evidencia que las tres semanas de formación con la National Geographic no habían servido para generar la frescura de la visión propia de la National Geographic. Y el efecto acumulativo era dolorosamente ilusorio. El pase de diapositivas pretendía haber captado una aventura que habíamos vivido en grupo, como el grupo de Shackleton y sus hombres. Pero no habíamos experimentado un largo invierno antártico, ni pasado meses compartiendo carne de foca. La relación vertical entre la Lindblad y sus clientes había sido demasiado insistente para fomentar que se fraguaran vínculos horizontales. Así pues, el pase de diapositivas llegó a parecer un anuncio de la Lindblad hecho por aficionados.

Bueno, y ¿cuáles habían sido nuestros motivos para acudir a la Antártida? Resultó que, para mí, los motivos habían sido experimentar el contacto con los pingüinos, quedar anonadado por el paisaje, hacer unos cuantos nuevos amigos, añadir treinta y una especies de aves a mi lista de avistamientos y honrar la memoria de mi tío. ¿Bastaba con eso para justificar el dinero gastado y el dióxido de carbono consumido? Díganmelo ustedes. Pero el pase de diapositivas sí había prestado una especie de servicio de carambola, al dirigir mi atención hacia todos los minutos sin fotografiar que había pasado vivo en el viaje: cuánto mejor era estar aburrido y congelado de tanto contemplar el mar que estar muerto. Otro servicio que guardaba relación con el anterior se reveló a la mañana siguiente, cuando el Orion atracó en Ushuaia, y Tom y yo quedamos libres para vagar por las calles solos. Descubrí que tres semanas a bordo del Orion, viendo las mismas caras todos los días, me habían vuelto intensamente receptivo a cualquier rostro que no hubiera estado en él, en particular a los más jóvenes. Tenía ganas de rodear con mis brazos a cada joven argentino que veía.

Es cierto que el acto más eficaz que pueden llevar a cabo la mayoría de seres humanos no solo para combatir el cambio climático, sino para preservar un mundo de biodiversidad, es no tener hijos. Quizá sea cierto también que nada puede impedir la lógica de las prioridades humanas: si la gente quiere carne y hay kril disponible, se apoderará de ese kril. Incluso puede ser cierto que los pingüinos, que tanto recuerdan a niños, ofrezcan el puente más prometedor hacia un mejor modo de pensar sobre las especies en peligro por culpa de la lógica humana: también ellos son nuestros niños; también ellos merecen nuestros cuidados.





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