Perder la paz

Como cada miércoles, en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 150 jóvenes esperan con sus ordenadores dispuestos para tomar notas sobre algún pensador de la historia de las ideas. Pero este miércoles es distinto. 

Subo en el ascensor que utilizó el asesino de Tomás y Valiente y, al salir, pienso en si estos estudiantes de 18 años lo saben: por este mismo ascensor huyó el asesino del autor de uno de los manuales que deben estudiar. La respuesta, claro, es que no tienen ni idea. 

Perder la paz

Es ahí donde la frase "hemos perdido la paz" cobra sentido. Representa el fracaso de no haber sabido o querido fijar una memoria desde la perspectiva de la autoprotección futura, como mecanismo de ordenación de la convivencia para que jamás se vuelva a repetir lo que pasó, para saber y recordar lo que realmente ocurrió en Euskadi durante 50 años. 

Es este el lenguaje que yo espero de una portavoz del Gobierno en lugar de rasgarse las vestiduras cuando conviene con la típica retórica de cartón piedra de alguna verborrea derechona porque el candidato de Bildu se niegue a llamar banda terrorista a ETA y, aun así, pueda ganar.

Qué atentos debemos estar a eso que llamamos memoria, a no deformar su significado cuando no a negarlo u ofuscarlo; a no dejar que caiga en manos de fanáticos que explotan el sentimiento de duelo o de dolor o, en el otro extremo, a caer en el frívolo triunfalismo que lo vacía de significado. 

No nos engañemos: el liderazgo es la continuación de la propaganda política por otros medios. La memoria siempre estará sujeta a una construcción deliberada al albur de fines políticos específicos. Así es el juego. Pero que los estudiantes no sepan que a diario toman el ascensor donde huyó el asesino de Tomás y Valiente va más allá de la refriega partidista. 

Y, al mismo tiempo, tiene que ver con que ni el PP ni el PSOE han querido gestionar la estrategia de acción respecto a un partido que no ha condenado su pasado y manipula el lenguaje para negar la realidad de los hechos. 

Más que esa palabrería que opera en el mundo de nuestros fantasmas y que nos impide entender lo que ocurre en el mundo real, de dos partidos como el PP y el PSOE se esperaría algo de responsabilidad política: de los unos para que dejen de jugar al electoralismo; de los otros para que hablen de una vez del proyecto político que enmarca su juego de mayorías parlamentarias.

Si detrás de los pactos con Bildu no hay una visión política ética y estratégicamente formulada sobre la memoria (entendida ésta como relato de significados compartidos), una en la que PP y PSOE tengan el arrojo de querer participar; si detrás del famoso acuerdo con Junts no hay una estrategia de futuro que responda a qué queremos ser como país, capaz de combatir un marco soberanista que pide la adhesión incondicional a una identidad fosilizada, lo lógico es pensar que la relación del PSOE y el Gobierno con los partidos nacionalistas e independentistas sólo responde a la cruda estrategia de poder. 

El olfato político combina bien con el cortoplacismo, pero a la larga puedes encontrarte con que en Euskadi gane por goleada un partido que niega su pasado criminal mientras, paradójicamente, no hablar de ello se describe como un "triunfo democrático". O en Cataluña, que la ecología, el feminismo o la vivienda ni siquiera aparezcan en la agenda electoral porque todos siguen encallados en su particular y paralizante catarsis nacional.