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La mentira como camino de la verdad

La serie ‘Narcos’ o la novela ‘Patria’ demuestran que a veces la ficción es el método más eficaz para alcanzar la realidad

Las calles de las principales ciudades están empapeladas con un cartel de “Se busca” y con una recompensa de 5.000 millones de pesos. He aquí el precio que el Estado colombiano puso al trofeo de Pablo Escobar, aunque no es precisamente el narcotraficante quien aparece en la imagen, sino Wagner Moura, el actor que lo representa en la serie Narcos, como reclamo de la segunda temporada.

Fotografía policial de Pablo Escobar © El Espectador de Colombia.La mentira como camino de la verdad

Resulta llamativa la campaña de Netflix en su originalidad e impacto, del mismo modo que se antoja interesante el debate que suscita la paradoja de la ficción como camino de acceso privilegiado no tanto a la ambición de la realidad como a la pretensión de la verdad.

Y no es que la serie Narcos aspire al dogma, pero ocurre que la dramatización de los hechos, la exageración de algunos episodios y el esmero en la escenificación de la gran tragedia colombiana atrapan la conciencia del espectador más de cuanto pudiera hacerlo el recurso escrupuloso de las imágenes originales, muchas de ellas —los atentados callejeros, el asalto al Palacio de Justicia, el sabotaje al vuelo de Avianca— recicladas en Narcos para revestir el relato de una correlación factual conmovedora.

La serie se abastece de la realidad y de la ficción igual que los carteles de “Se busca”, pero utiliza todas las mentiras del cine para alcanzar las grandes verdades, previniéndose de cualquier adhesión al carisma de Escobar. Tan grande es el peligro de totemizar al patriarca colombiano en la indulgencia del mal que Narcos emprende como una cuestión editorial el recordatorio de sus fechorías —400 policías asesinados al año, por ejemplo— y se recrea en la dramaturgia de sus leyendas para que el espectador pueda sujetarlas mejor de lo que lo harían la ingravidez de un telediario o el formato académico de un documental entre cuyos propósitos figura la crónica objetiva.

Es un hecho probado que Escobar hizo arder centenares de miles de dólares en una chimenea para proteger a su familia del frío en uno de sus escondites, pero la serie adopta sus licencias estilísticas y dramatúrgicas para enfatizar semejante ejercicio de omnipotente fragilidad, retratando así la paradoja de un hombre poderoso y adinerado —la séptima fortuna del planeta— que malvivía como un prófugo en la clandestinidad.

El camino de la dramatización es el mismo que ha escogido Fernando Aramburu para convertir Patria (Tusquets) en la memoria de la degradación de Euskadi bajo la tiranía del terrorismo etarra. Podría haber descrito este proceso endogámico y delirante desde presupuestos objetivos y hechos probados, pero la literatura, la ficción, libera el texto de las obligaciones informativas y permite solemnizar el relato, dotarlo de un aspecto pétreo, sólido que garantiza la subsistencia frente a las manipulaciones propagandísticas o la pretensión de consolidar la amnesia de los años de plomo.

Le había sucedido a Lev Tolstói con Guerra y paz. No se acercó a la epopeya rusa desde el método del historiador, pero sus atribuciones en el escrutinio de las almas y su propia clarividencia consolidan el fresco, el retrato de una época, hasta el extremo de convertirse en el relato hegemónico de cuanto realmente ocurrió en el periodo convulso que transcurre desde la invasión napoleónica hasta la decadencia zarista.

Tiene sentido la comparación del gigantismo tolstoiano porque Aramburu ha necesitado una década y 700 páginas para concretar 40 años de historia. Y para narrarlo desde la perspectiva familiar/patriarcal. Y para ahuyentar la intoxicación de la crónica cotidiana, con más razón cuando la opinión pública ya se ha demostrado anestesiada y hasta ajena en la rutina feroz de los atentados etarras.

Ahora que se cumplen 35 años del traslado del Guernica a Madrid, impresiona la vigencia del cuadro para narrar el desgarro de los bombardeos. Un mural en blanco y negro en el que crepitan el dolor y el miedo con figuras descoyuntadas estremece mucho más de cuanto puedan hacerlo los documentos originales de la devastación aérea. 

El arte llega donde la realidad se detiene porque el arte aspira a la verdad. El arte perdura sobre la coyuntura. La ficción sobrevive —o puede hacerlo— a las obligaciones históricas. Ya lo decía Ana María Matute: “Todo fue verdad porque me lo inventé”. La máxima o la hipérbole introduce el complejísimo ejercicio de crónica del Holocausto que emprendió el cineasta húngaro László Nemes con El hijo de Saúl. 

El Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2015 reconocía la audacia y la sensibilidad con que exponía el genocidio nazi sin apenas enseñarlo, más bien ocultándolo en la bruma de un segundo plano donde se confunden las imágenes y las lamentaciones.

La sobreexposición al Holocausto ha terminado por trivializarlo. Y el propio uso inadecuado del nazismo para cualquier frivolidad ha vaciado de contenido la atrocidad hitleriana. El remedio de El hijo de Saúl consiste en someter al espectador a un ejercicio de claustrofobia, de aturdimiento y de estrés. Sufrimos en el cine no en el plano catártico de la compasión, sino desde el acceso a una ruta desconocida que nos enseña la industria de la muerte y nos obliga a avergonzarnos de lo que somos.

Puede llegarse a parecidas conclusiones empleándose en el exhaus-tivo documental de Shoah —el monumento audiovisual de Claude Lanzmann—, pero el cine, como la televisión, no solo aspira a la cultura de masas. También, como ocurre en Narcos, dispone de la impostura de la teatralidad para recrear, replantear las cosas en el plano del sentimiento o de la psicología. 

De hecho, la ambiciosa concepción de un documental académico y objetivo no lo sustrae de las manipulaciones. Michael Moore, misionero del género, ha tenido que responder de sus métodos de montaje y de sus arbitrariedades narrativas, exactamente como ha ocurrido con Making a murderer, crónica fascinante de la América profunda que se resiente de la mentira por abusar de la realidad.

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