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La ignorancia histórica de Trump

El presidente de Estados Unidos ha encontrado un modelo entre sus antecesores en la Casa Blanca, Andrew Jackson, un polémico dirigente que hace 250 años hizo de las élites políticas su principal enemigo

Por David Alandete

POLÉMICA. Billete con la efigie de Andrew Jackson.La ignorancia histórica de Trump

El Mañana

Es una arraigada costumbre de los inquilinos de la Casa Blanca contemplarse en el reflejo de uno de sus antecesores, algún gran estadista en quien encontrar inspiración en los momentos de mayor peso de la presidencia. Jimmy Carter admiraba a Harry Truman. Ronald Reagan se consideraba un seguidor de Franklin D. Roosevelt. Barack Obama indagaba de forma obsesiva en la biografía de Abraham Lincoln.

Hoy el presidente más impopular desde que se hacen encuestas ha descubierto a alguien a su altura. Una de las primeras decisiones de Donald Trump al asumir el cargo en enero fue encontrar un cuadro de Andrew Jackson, séptimo presidente de Estados Unidos, para colgarlo en lugar de un óleo de Norman Rockwell sobre un detalle de la Estatua de la Libertad.

Tenemos muchos testimonios sobre Jackson tomados en su época. Uno de los más citados es el de una vecina de la localidad en la que nació, tomado a principios del siglo XIX. “¿Qué? ¿Jackson, presidente? ¿Jackson? ¿Andrew Jackson? ¿El Jackson que vivía en Salisbury? Pero si cuando estaba aquí era un vividor y mi marido ni siquiera le invitaba a entrar en casa. Es verdad, se lo llevaba al establo a pesar caballos y luego se tomaban el whisky allí. Si Andrew Jackson llega a presidente, cualquiera puede serlo”.

La historia ha confirmado las sospechas de aquella anónima vecina a la que hoy cita un gran volumen de biografías de Jackson, entre ellas la obra de mayor peso en años recientes: American Lion, del historiador Jon Meacham. Es cierto, cualquiera puede llegar a presidente.

No cabe pensar que esta afirmación moleste a Trump, que en su discurso inaugural prometió que devolvería el poder “al pueblo americano”. El 15 de marzo hizo un pomposo peregrinaje a la mansión de Jackson en Tennessee para rendirle homenaje en el día de su 250º aniversario. Allí glosó su figura y afirmó: “Jackson se enfrentó y desafió a unas élites arrogantes. ¿Os resulta familiar? Me pregunto por qué hoy la gente habla tanto de Trump y Jackson, de Jackson y Trump”.

Desde su residencia actual, los días que no escapa a Florida, Trump puede ver a Jackson a diario. Frente a la puerta principal de la Casa Blanca se encuentra desde 1852 una estatua ecuestre del séptimo presidente, alzando su sombrero al aire con la mano derecha, en un eterno saludo. No podría haber mejor lugar. Jackson nunca fue un hombre del sistema y, como correctamente afirma Trump, hizo de las élites políticas su enemigo acérrimo. Fue el primero en llamarse “presidente del pueblo” y su sitio está fuera de la sede del poder ejecutivo, a pie de calle. Su quijotesca campaña fue tan exitosa que aún hoy se denomina al periodo previo a la guerra civil como de la “democracia jacksoniana”.

La primera vez que ganó unas elecciones, en 1824, Jackson no logró gobernar porque sus tres oponentes se confabularon y le arrebataron la presidencia de forma tan legal como sibilina en la Cámara de Representantes. Con un panorama menos fragmentado y un solo oponente, Jackson venció de forma mucho más contundente cuatro años después, siendo el primer candidato del Partido Demócrata moderno.

A partir de entonces, el presidente, elegido por los votantes, se ha sentido representante del pueblo, con el derecho a tener la última palabra sobre la legislación que se aprueba en un Congreso sujeto a intereses territoriales. Un dato: los primeros seis presidentes de EE UU vetaron nueve leyes en cuatro décadas. Jackson anuló doce en ocho años.





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