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¿Y si llega la vacuna, pero millones de personas se niegan a ponérsela?

Los colectivos antivacunas tratan de aprovechar la crisis sanitaria para impulsar una resistencia a inmunizarse que ya era un amenaza global para la OMS

“¿Qué pasa ahora con los antivacunas?”, se preguntaba jocoso Pablo Motos en su programa hace unas semanas. Desde que estalló la pandemia, se han multiplicado los chistes sobre este colectivo que desconfía de las agujas. Se da por hecho que estarán escondidos o que habrán tenido que cambiar de opinión, en medio de una crisis sanitaria global que se soluciona con vacunas. Pero solo hace falta conocer un poco como piensa este grupo de activistas irredentos para saber que la realidad es muy distinta. Los antivacunas no estaban callados, sino muy movilizados, como ha sucedido en todas las crisis sanitarias anteriores. El zika, la gripe A y ahora el coronavirus son episodios que contienen los factores que confirman sus creencias y les ayudan a impulsarlas, aunque parezca paradójico. La pandemia actual es la tormenta perfecta en la que se juntan todos los elementos de una batalla para la que llevan décadas preparándose.

¿Y si llega la vacuna, pero millones de personas se niegan a ponérsela?

La Organización Mundial de la Salud ya consideraba el rechazo a la inmunización una de las principales amenazas sanitarias en 2019, cuando se dieron el triple de casos de sarampión que el año previo. En este momento, el problema podría incluso llegar a amenazar la ansiada inmunidad de grupo frente al coronavirus, que se suele ubicar en torno al 70% de la población. El 26% de los franceses no tomaría la vacuna si estuviera ahora disponible, según un estudio publicado en  The Lancet. En el Reino Unido, el 12% no se vacunaría y más del 18% intentaría que familiares o amigos no se pinchasen, asegura un trabajo de la Universidad de Cambridge. Una cuarta parte de la población estadounidense tampoco tiene interés en vacunarse contra la covid, según Reuters, un rechazo que alcanza al 34% de los votantes republicanos, según Pew. Solo el 40% de los estadounidenses menores de 60 años están convencidos de que se la pondrían, según AP.

No todos esos millones de ciudadanos reacios encajan en esta etiqueta de “antivacunas”. Hay un círculo reducido de activistas militantes que lo viven como un credo; uno mayor de familias que recelan; y luego está el público general, que puede llegar a desconfiar a la luz de los acontecimientos y sus circunstancias.

Las autoridades deben ser muy transparentes y sinceras mostrando toda la información disponible sobre el proceso de desarrollo de las vacunas, reconociendo que hay prisas, errores e intereses comerciales, explica Lobera. Sobre todo dejando claro que todo eso se controlará para lograr un producto final excelente. Y mejor si se permite elegir a la población entre distintos tipos de vacunas. Porque estos recelos que ya se observan suelen crecer al calor de las suspicacias hacia los intereses de farmacéuticas y Gobiernos. Como explicaba la ensayista Eula Biss en  Inmunidad (Dioptrías), gran parte de la desconfianza hacia el producto final, la vacuna, se centra en realidad en lo que creen que son capaces de hacer los fabricantes con tal de ganar dinero.

Estos recelos también existen, aunque en menor grado, en España. Hasta ahora sabíamos que más de un 6% de los españoles creen que los riesgos de las vacunas infantiles superan a sus beneficios, según un estudio de Fecyt realizado por el propio Lobera. Pero con la llegada de la pandemia se han multiplicado las creencias sobre conspiraciones, que son la puerta que se abre para dejar pasar otras ideas alternativas. El 29% de los españoles creía a principios de abril que el virus se creó en un laboratorio, según el Reuters Institute de la Universidad de Oxford. Y el 12% cree que las compañías farmacéuticas están especulando con una vacuna que ya estaría desarrollada (y el 21% no están seguros), según un trabajo de María Victoria-Mas, de la Universitat Internacional de Catalunya. Estas conspiraciones están empapando conversaciones en redes y  whatsapps, por debajo del radar. En Italia se manifestaron el pasado sábado los “chalecos naranjas”, un colectivo que asegura que el virus no existe, que las vacunas son dañinas y que la culpa es del 5G y de Bill Gates. Un estudio recién publicado muestra que existe una relación directa y robusta entre creer en conspiraciones y negarse a recibir una vacuna contra la covid.

“Con demasiada frecuencia, los responsables de proteger al público no parecen entender cómo se mueve la información en la era de Internet”, lamentaba recientemente Renée DiResta, investigadora de Stanford que fue de las primeras en alertar de las trampas de los antivacunas en las redes. Las crisis sanitarias son ideales para impulsar su agenda. Durante los brotes de sarampión que golpearon distintos puntos de EE UU el año pasado, los grupos antivacunación fueron los que mostraron un mayor crecimiento en redes como Facebook, como advierte un estudio publicado la semana pasada en  Nature. “Es casi como si hubieran estado esperando esto. Cristaliza todo lo que han estado diciendo”, explicaba Neil Johnson, autor del estudio, sobre cómo estaban aprovechando esta circunstancia los activistas antivacunas.

“Los reclamos contra las vacunas en Internet no son estáticos. Responden a las noticias cambiantes y al desarrollo de nuevas técnicas retóricas”, explica Jonathan Berman en su reciente libro  Antivacunas ( Anti-vaxxers, MIT Press). El análisis de las webs que se oponen a las vacunas muestra una evolución importante en los temas que centran sus argumentos: bajan las menciones a las vacunas como causa de otras enfermedades o la promoción de remedios alternativos, mientras suben las teorías de la conspiración. Cuando los defensores de las vacunas siguen peleando contra el falso vínculo con el autismo, los antivacunas van abandonando discretamente esa trinchera para centrarse en narrativas sobre la libertad de elección, como explica DiResta.

“Sorprendentemente, a pesar de que las tácticas de las webs contra la vacunación se adaptan con el tiempo, los mensajes generales que se difunden caen en las mismas categorías básicas que usaban en la década de 1850. Los temas sobre la libertad personal, los temores a la contaminación del cuerpo y la desconfianza hacia el Gobierno y los científicos todavía se utilizan más de un siglo y medio después”, apunta Berman en su libro. En la última década, hemos asistido a una erosión constante de la confianza en la ciencia y los expertos, más aún en los últimos meses, que puede servir de combustible en una futura campaña de vacunación.

“Hay un tronco común entre el pensamiento antivacunas y algunas posiciones políticas extremas asociado a la idea de que las élites no nos cuidan”, afirma Lobera, sobre el riesgo añadido de polarizar políticamente las campañas de inmunización. En Francia, los votantes de la izquierda de Mélenchon y la derecha de Le Pen son los más reticentes a vacunarse contra el coronavirus. Esto puede propiciar mayor movilización contra esa vacuna en paralelo con la ideología, como ha sucedido en países como Polonia o Italia.

Las autoridades sanitarias ya están preocupadas por el desarrollo de los acontecimientos: un artículo publicado en la revista de la Asociación Médica Estadounidense, avisa de que las narrativas que más circulan ya están cuestionando la seguridad de una futura vacuna, criticando como “tiránica” la inmunización obligatoria y promoviendo teorías de conspiración como que se utilizará para inyectar un microchip que vigile a la población. Algunas pueden parecer ideas ridículas, pero esos médicos reclaman que se activen ya campañas de salud pública que contrarresten para prevenir la propagación de ideas marginales “antes de que mitos peligrosos arraiguen en la psique pública”.

“No es una historia cerrada”, avisa Lobera. Y añade: “Lo que suceda con esta pandemia depende de cómo se jueguen las cartas médicas, políticas y de comunicación. Porque tiene muchos aspectos sensibles y se deben jugar bien los aspectos comunicativos”.



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