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‘Trabajar en Gobernación con Bartlett, una pesadilla’

Testimonio de Jorge Carrillo Olea

Mi llegada a la Secretaría de Gobernación no pudo ser más desestimulante. Aquel 1 de diciembre de 1982 fue, en efecto, la antesala de una pesadilla que duraría exactamente seis años. El horror residiría no en el trabajo que se anticipaba fragoroso y desgastante, sino en la relación con el secretario. Como respaldo, tenía el nombramiento presidencial y una amistad de muchos años con Miguel de la Madrid. Nunca pensé que Manuel Bartlett, el titular de la Secretaría de Gobernación, en vez de capitalizarla, la desconocería y agrediría. No he visto mayor despropósito.

‘Trabajar en Gobernación con Bartlett, una pesadilla’

En el inicio de la relación secretario-subsecretario de Gobernación reconocí en él inteligencia, cultura política y un gran carácter ejecutivo. El contraste con estas cualidades estaba en su terrible soberbia, su conservadurismo, su egoísmo e intolerancia a todo lo que no partiera de él. En la más absoluta lógica, puede deducirse que él tenía en mente un proyecto presidencialista. Fue el último secretario omnímodo hacia el exterior. Lo increíble es que dentro de la secretaría trabajó exactamente en sentido contrario a sus intereses. Nunca entendió la gran estructura que dirigía y se redujo a operar con gran eficacia su oficina personal y derivaciones, con el gran auxilio de la excelente persona que era el subsecretario Fernando Elías Calles. Bartlett pudo haber sido un gran secretario, tal vez el último con tan vastos poderes y recursos. Pero su carácter se lo impidió.

Hoy, pasado su Waterloo presidencialista, nada quiere aceptar de lo que bien sabía y toleraba. Debió saber todo, pues era su obligación como secretario, y porque le informé tanto irregularidades como proyectos tan oportuna y ampliamente como lo permitió. A todo hizo oídos sordos. Supo que Gobernación desaparecía personas, de la tortura, de que se forzaban declaraciones extrajudiciales y que se les daba valor autoincriminatorio; que se secuestraba, extorsionaba, violaba, robaba y, muy singularmente, que había toda una connivencia con el narcotráfico.

Las imposiciones coactivas de Manuel Bartlett y las mentiras de Fernando Gutiérrez Barrios tuvieron para mí un gran significado respecto de las características de mi destino oficial y el del proyecto que tenía en mente Miguel de la Madrid. Inmediatamente percibí que los universos de trabajo sobre los que se apoyaba la función de administrar la supuesta inteligencia estratégica no sólo eran una simulación, sino, además, el medio auspiciador de todo tipo de ineficiencias e irregularidades, incluso criminales.

Había que agregar que para conseguir tan escasos logros, la Dirección Federal de Seguridad era una gruta de criminales, con la salvedad de algunos agentes de los originales, quienes veían aquel desastre con total reprobación, frustración, tristeza y ninguna resignación. Creían en la resurrección y estaban dispuestos a participar. Uno de ellos era don Pablo González Ruelas, primer director de la DFS a quien pude nombrar libremente. Fue el último a la salida de Zorrilla. Aunque don Pablo González sabía ser el “sepulturero”, fue leal a su idea original de pertenecer a una institución respetable, y ello significó para mí un gran auxilio. Durante décadas, don Pablo había sido el jefe del “Departamento Antropológico”, como se conocía a la instalación que operaba las intervenciones telefónicas.

Manuel Bartlett justificaba su relación con José Antonio Zorrilla Pérez, el director de la Federal de Seguridad, con el argumento de que había aportado información vital para la campaña presidencial. Cuando comenté el punto con el presidente De la Madrid, respondió irritado que las tarjetas que le enviaban no contenían información valiosa en ningún sentido. Dijo que era precisamente ese supuesto “servicio” de Zorrilla lo que Bartlett adujo ante él para que fuera ratificado en su puesto.

El tiempo y la realidad harían ver que el exceso de confianza del secretario de Gobernación en Zorrilla conduciría a terribles deformaciones, vicios, criminalidad y riesgos, incluso nacionales, que lo pondrían a él mismo en un camino lejano de su meta: la Presidencia de la República.

Sin mencionar a Aceves Castell, informé reiteradamente a Bartlett de la situación en general. Su respuesta fue la misma en las repetidas ocasiones en que tocamos el tema: “Eres muy ingenuo; te engañan. Zorrilla es un hombre eficiente y leal”.

Debe recordarse que cuando Mario Moya Palencia fue secretario de Gobernación (1970-76), Bartlett era director de Gobierno, y Zorrilla, secretario particular de Gutiérrez Barrios; de ahí su relación. La reconocida y terrible soberbia de Bartlett fue su verdadero obstáculo en sus ambiciones presidenciales. No necesitó enemigos, como él quiere construirlos para explicar su fracaso. Uno de ellos, yo.

Si el presidente se mostraba convencido de los proyectos confiados a mí y largamente comentados con él, respecto de ellos el secretario estaba absolutamente reacio. Mi planteamiento central era la necesidad ineludible de sustituir a la anquilosada DFS para crear una institución que partiera de un diseño apropiado y tuviera un desarrollo consecuente. Sin retórica alguna, era verdad que el país no podía seguir soportando una institución como la multimencionada, y requería con urgencia de una sustitución del nivel del desarrollo del país.

La muerte de Manuel Buendía

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La DFS murió víctima de sus propios venenos. Entre otros, el acabose de Zorrilla.

El incidente definitivo para él –y consecuentemente para la Dirección– fue la muerte de Manuel Buendía, el 30 de mayo de 1984.

La autoría intelectual era del propio Zorrilla, según se le sentenció; la material, de uno de sus agentes, Juan Rafael Moro Ávila.

El asesinato del periodista fue una medida que Zorrilla tomó como acto preventivo contra algo terrible que lo desacreditaría, pues el comunicador estaba a punto de revelar lo mucho que ya había investigado sobre la DFS y el crimen.




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