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Del centro del mundo al fin del mundo

¿Qué significa dejar la selva tropical más grande del planeta hacia la Antártida?

Qué significa partir de la mayor selva tropical del planeta hacia la que se considera la última frontera? De la Amazonia a la Antártida: es el viaje que cuento en este diario a bordo del Arctic Sunrise, de Greenpeace. La expedición se ha organizado para estudiar el impacto del colapso climático en el continente helado, especialmente en las colonias de pingüinos. Cuenta con nueve científicos, algunos con 25 años de experiencia en la Antártida. A principios del siglo XX, la carrera hacia el polo sur distinguía la mirada de los conquistadores, que necesitaban clavar su bandera sobre la tierra que exploraban. Hoy, en el siglo XXI, nuestro desafío es dimensionar el impacto de la acción humana que ha alterado el clima del planeta y buscar caminos para reducir este impacto. Dejo una selva en convulsión, cada vez más cerca del punto sin retorno, para adentrarme en un universo que literalmente se derrite.

Del centro del mundo al fin del mundo

En un planeta gobernado por criaturas como Johnson, Vladímir Putin, Donald Trump y, por supuesto, Jair Bolsonaro, nuestra especie enfrenta el mayor desafío de su trayectoria en la Tierra: el sobrecalentamiento global provocado por la acción humana. En otras palabras, nuestra especie se ha convertido en una fuerza de destrucción capaz de alterar el clima del planeta. Afortunadamente —y esto forma parte de mi profunda emoción al acompañar esta expedición del Arctic Sunrise—, la Antártida no tiene dueño. Varios países mantienen bases de investigación científica en el denominado continente helado, pero ninguno de ellos tiene derecho de propiedad. Es fascinante estar en un lugar del planeta en que ninguno de los déspotas elegidos que hoy circulan libremente por ahí puede reclamar la propiedad de la naturaleza.

¿Cuándo comienza un viaje? Posiblemente en el momento en que decidimos hacerlo. Yo me encontraba en casa, en Altamira (Brasil), una ciudad que es el epicentro de la destrucción de la Amazonia. Todavía era diciembre y mi primer reflejo fue rechazarlo: por muy interesante que fuera el viaje, sería imposible dejar la Amazonia en ese momento. Desde que Bolsonaro anunció el decreto provisional que permite que los grileiros (ladrones de tierras públicas) puedan legalizar las áreas de selva que robaron hasta diciembre de 2018, se han multiplicado las amenazas contra los agricultores familiares que luchan para que se haga una reforma agraria y contra los pueblos de la selva que viven en ella. Algunos han sido asesinados. Esta Navidad y Año Nuevo, varios líderes han tenido que abandonar a sus familias y esconderse. “Envenenaron a mis gallinas, les rompieron las patas a mis terneras, apuñalaron a mis perros”, advirtió uno de los líderes, en forma de llamada de socorro, cuando regresó a casa hace unos días. Así es cómo se vive en la Amazonia desde que Bolsonaro llegó al poder.

En agosto de 2017, me mudé de São Paulo, la mayor ciudad de Brasil, a Altamira, la ciudad más violenta de la Amazonia, porque entiendo que la Amazonia debe ser la gran causa de nuestro tiempo, más allá de las nacionalidades y también las identidades. Sin la mayor selva tropical del mundo, no se puede controlar el sobrecalentamiento global. Desde entonces, participo en el movimiento global Amazonia Centro del Mundo, que reivindica la urgencia de reconocer la centralidad de la selva si queremos tener un futuro posible. Si la población mundial no se da cuenta de que tiene que poner su cuerpo en la batalla decisiva de este momento histórico, la selva posiblemente llegará al punto sin retorno en los próximos años. Y el futuro de nuestros hijos y nietos será un planeta hostil. Llena de dudas, escribí a Antonio Nobre, un científico de la Tierra que en 2014 publicó el informe El futuro climático de la Amazonia, disponible en portugués, inglés y español y que señala la urgencia de hacer que la Amazonia sea una causa de todos. Este informe cambió mi vida. Gracias a él aprendí que existen los ríos voladores que la selva lanza a la atmósfera todos los días: la selva suda, transpira, y expele unos 20 billones de litros de agua a la atmósfera cada 24 horas. Este volumen de agua es mayor que el que el río Amazonas, uno de los más grandes del mundo, lleva al océano Atlántico. Como he escrito innumerables veces, esta apoteosis de la naturaleza, ahora amenazada, es más extraordinaria que un poema de Fernando Pessoa, una obra de Picasso o un concierto de Villa-Lobos.

Antonio Nobre me respondió que sería importante establecer conexiones entre la Amazonia y la Antártida, es decir, cómo la deforestación de la selva podría impactar en el continente helado. Y este también fue mi primer aprendizaje cuando llegué a Chile. En Santiago, donde participé en un evento anual llamado Congreso Futuro, que reúne a personas de todas las áreas y de diversos países, pude comprobar, una vez más, cómo impacta cada gesto en todo el planeta. Sobre la cordillera andina que escolta la ciudad, un observador atento podía avistar un contorno más oscuro. Era el humo de los incendios forestales de Australia que llegaba hasta allí. Al aterrizar en Punta Arenas, en la Patagonia, la noticia fue que el humo del Australia ya había llegado a la Antártida. “La Antártida siempre se ha llamado ‘el continente aislado’”, nos contaba el viernes Marcelo Leppe, director del Instituto Antártico Chileno. “Es un mito. La Antártida no está aislada. Todo está conectado”. A los científicos les resultará fácil saber cuál es la marca de la nieve de 2020: una línea negra. Marcelo Leppe continúa: “Hay microplásticos en toda la Antártida”.

De la Amazonia a la Antártida, de la Antártida a Australia, de Australia a Siberia, de Siberia a California, sabemos que 2020 no empieza bien. Será un año decisivo. El mío empezó con las amenazas de los grileirosa los líderes de toda la región amazónica y ahora continúa con esta expedición a la Antártida, en la que acompañaremos a un equipo de nueve científicos que estudiará el impacto de la crisis climática en las colonias de pingüinos. También las ballenas, estos fabulosos animales que fertilizan los océanos, se encuentran en el horizonte antártico de nuestra expedición.

Sin embargo, antes de embarcar, mi preocupación se centra en unas criaturas vivas infinitamente más pequeñas. La Antártida ha sido alterada por humanos que llevan en la ropa, en las suelas de los zapatos y en los objetos unos seres extraños: semillas, esporas y virus que pueden corromper un ecosistema tan delicado. Tengo que cepillar las suelas de todos los zapatos y llevar ropa que no suelte fibras. Sé que cuanta menos gente haya en la Antártida, mejor. La investigación más responsable hoy en día es, siempre que sea posible, la que se realice con muestras tomadas de la Antártida, pero fuera de ella. Le pregunto a Leppe si debemos entrar en este majestuoso mundo blanco, que cada vez es más verde debido al sobrecalentamiento global. Él dice que es importante que podamos contarle al mundo lo que está sucediendo. Pero que la delicadeza de pisar la Antártida nos da la enorme responsabilidad de hacer nuestro trabajo aún mejor.

Todos mis sentidos están entregados a la tarea de contarles lo que tengo el privilegio de presenciar en esta expedición, que comienza en unas pocas horas. Pero mi contar solo se completa con la lectura de cada uno. Y en el gesto que cada uno pueda hacer tras leer este diario de a bordo.

Regresaré tan pronto como pueda y me lo permitan las náuseas casi seguras que me provocarán las olas de varios metros de altura.



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