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¿Y si el libertador tiene la culpa?

En el ensayo 'Malditos libertadores', el profesor y diplomático sandinista Augusto Zamora sostiene que los líderes revolucionarios construyeron los nuevos Estados “sobre el racismo y la exclusión” y sustituyeron la injerencia española por la británica y la estadounidense

Las élites latinoamericanas llevan más de dos siglos culpando al imperio español de los males que aquejan a sus países, pero, ¿y si la culpa hubiera que buscarla en los propios procesos de independencia de estas repúblicas? ¿Y si hubieran sido los propios libertadores los que hipotecaron desde el principio la libertad de las jóvenes naciones al establecer alianzas funestas con otras potencias para librarse de España? Esta es la tesis de Augusto Zamora, ex embajador de Nicaragua en España y antiguo profesor de Derecho Político en la Universidad Autónoma de Madrid, que no duda en denunciar uno de los mitos esenciales de la historiografía regional, para poner el dedo acusador en quienes dieron vida a los nuevos Estados. 

El cuadro 5 de julio de 1811 fecha de la independencia venezolana, del pintor Juan Lovera.¿Y si el libertador tiene la culpa?

    El blando imperialismo ibérico fue sustituido, casi sin transición, por uno más taimado, cruel y rapaz, como fue el imperialismo informal de Gran Bretaña”.

Los problemas arrancan del principio, porque lo que se inició en 1810 en Buenos Aires, Bogotá y México no fue un movimiento independentista vertebrado sobre el malestar popular contra la Corona, sino mera expresión de la codicia de las oligarquías criollas que se alzaron con el poder aprovechando un momento de extrema debilidad de España, invadida por las tropas de Napoleón. En vísperas de la ruptura, los virreinatos gozaban de una cierta prosperidad gracias al comercio interior y al sistema de compensación económica –algo parecido a unos fondos de cohesión europeos– que funcionaba entre zonas ricas y pobres. La independencia llegó cuando había cuajado ya entre los habitantes de aquellas provincias un fuerte sentimiento de identidad común. Y su coste fue elevado. Los propios libertadores, “construyeron las instituciones de los nuevos Estados sobre el racismo y la exclusión”, dice el autor. Y permitieron desde esa temprana época que la injerencia extranjera –primero los británicos, luego Estados Unidos– se convirtiera en una constante en la vida de Iberoamérica.

Además de España y los españoles, con la independencia (“llamarlo movimiento revolucionario es una de las mayores falacias construidas sobre la historia latinoamericana”, señala el autor) salió perjudicada la población local. Los indígenas de América Latina, que tras las primeras décadas de esclavitud y abusos habían logrado algunos derechos fundamentales gracias a las Leyes de Indias los perdieron de inmediato. En muchos países fueron exterminados, o diezmados, y sus tierras confiscadas. A este respecto, Zamora señala que todavía hoy, indígenas de Nicaragua y Chile esgrimen las Leyes de Indias para reclamar sus derechos frente a las repúblicas. Aunque el autor, sandinista convencido, cita como excepciones a la regla general de mal gobierno a los regímenes de izquierda que ha habido en la región, reconoce que también estos han optado por endosarles a "los españoles" la culpa de todas las lacras de Hispanoamérica.

Zamora no está a favor del colonialismo, ni en contra de la independencia, lo que lamenta es que aquel proceso sirviera “para destruir y no para construir”, dando paso a una abrumadora cantidad de guerras fratricidas. 

   Aunque el libro se pierde un poco en ejemplos heterogéneos para demostrar errores en el desarrollo de Latinoamérica, aporta un interesante análisis de la historia de una región en la que ha pesado demasiado el victimismo interesado de las élites y ha faltado no poca autocrítica.



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