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Y Evo Morales se hizo casta

Algunos jóvenes lo consideran ya parte de un nuevo tipo de 'establishment'

La imagen encerraba una particular paradoja. Evo Morales se dirigió a una multitud de seguidores en El Alto, la ciudad indígena por excelencia de Bolivia, el lugar donde cientos de miles de mestizos lograron por primera vez presencia social y política después de siglos de injusticia y segregación. Pero en vísperas de las elecciones del pasado 20 de octubre, el presidente añadió a sus habituales llamamientos a la revolución unas palabras que reflejan unos cambios profundos. Esto es, las transformaciones experimentadas por el país en los últimos 14 años, desde que llegó al poder, y el giro que hoy él mismo encarna. El líder que alcanzó cotas de aprobación en las urnas por encima del 64% gracias a un discurso de ruptura con el pasado ahora habla de estabilidad, de seguridad económica. Y continuidad.

Manifestantes en La Paz, Bolivia, exhiben una pancarta demonizando a Evo Morales.Y Evo Morales se hizo casta

La economía de Bolivia ha crecido de forma sostenida en los últimos tres lustros y con ella también lo ha hecho la población. Los jóvenes y los indecisos eran quizá la principal incógnita en estos comicios. Los primeros representaban 1,5 millones de votantes entre 18 y 26 años que solo tienen un recuerdo y una experiencia política, que coincide con el Gobierno del partido oficialista, Movimiento Al Socialismo (MAS). Y los segundos eran alrededor del 15% de los inscritos en el padrón. En ambos casos confluyeron dos reflexiones que iban más allá de la posición ideológica.

En primer lugar, Morales lleva demasiados años en el poder. En segundo lugar, el discurso del oficialismo trató de proyectarle como un hombre de Estado. Un mensaje que sus adversarios tradicionales no se creen y rechazan de plano, pero que incluso entre los sectores populares hoy críticos con el presidente —varias comunidades indígenas y algunos sindicatos cocaleros— tiene poca acogida. El riesgo es que el líder campesino acabe siendo percibido como un exponente más del establishment, de una casta muy distinta a las élites políticas del país, pero al fin y al cabo casta.

Basta un paseo por la Universidad Pública de El Alto, a unos kilómetros de La Paz, para darse cuenta. Los estudiantes de la “universidad del pueblo”, como reza su letrero, se quejan de la excesiva politización de las aulas y del control ejercido por los simpatizantes gubernamentales. Conservan, sin duda, un sentimiento de reconocimiento hacia Morales y saben que sin él quizá no habrían podido estudiar. Pero fantasean con un cambio. 

La realidad es que el mandatario afronta una crisis de legitimidad que empezó en 2016 y es cada vez más difícil de gestionar. El 21 de febrero de ese año fue derrotado por un margen muy estrecho en un referéndum sobre su reelección indefininada. Sin embargo, primero un fallo del Constitucional y después el Tribunal Supremo Electoral —instituciones que según las acusaciones de la oposición están copadas por afines al Gobierno— le permitieron presentarse a un cuarto mandato. Aunque la arquitectura legal volvió a habilitarle como candidato, la maniobra nunca ha tenido una explicación política satisfactoria y sus asesores saben que buena parte de la sociedad la considera éticamente discutible. Si ahora el veredicto de la auditoría de la OEA confirma que no cabe la celebración de una segunda vuelta frente a su principal contrincante, el expresidente Carlos Mesa, Morales, que ya es el gobernante del continente que más años seguidos lleva en el poder, seguirá a los mandos hasta 2025.

Las sospechas de manipulación de los votos, alentadas por la dudosa actuación de la autoridad electoral al suspender durante 24 horas el escrutinio, han generado una oleada de protestas sin precedentes en los últimos años. Ha habido episodios de violencia protagonizados por manifestantes de los dos bandos, que se han enfrentado en las calles de las principales ciudades, de La Paz a Santa Cruz y Cochabamba. Ha habido al menos tres muertos y cientos de heridos. El presidente ha reiterado en varias ocasiones que el pasado 20 de octubre se puso en marcha un intento de un golpe de Estado “interno y externo”, en referencia a sus rivales, encabezados por Mesa y su plataforma, Comunidad Ciudadana, y a la presión internacional. Mientras tanto, se han abierto paso sectores radicales de la oposición que buscan una suerte de “vía venezolana”, es decir, exigir la renuncia incondicional de todo el Gobierno y la convocatoria de nuevas elecciones. Pero Bolivia no es Venezuela y esta opción hoy no tiene ninguna posibilidad de concretarse.

Morales no está dispuesto a ceder, aunque las fuerzas de seguridad han demostrado estos días que han sido incapaces de mantener el orden. Esta convulsión social ha contribuido a resucitar el discurso más militante del presidente, que apela al pueblo, llama a la movilización de sus simpatizantes frente a los opositores y recuerda que su “movimiento campesino indígena no viene de politólogos”. Sin embargo, más allá de la épica, sus pasos están dirigidos ahora a garantizar la estabilidad del sistema, que lleva tres semanas en una especie de limbo. El Fondo Monetario Internacional (FMI) auguró la semana antes de las elecciones que Bolivia tendría un crecimiento del 3,9% al cierre de este año, una excepción en América Latina. Las protestas probablemente hayan contenido esa previsión. Además, el Gobierno informó de que las dos semanas de paro posteriores a las elecciones suponen unas pérdidas de casi 170 millones de dólares.



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