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¿Una tragedia necesaria para el alma de México?

Tras los sismos que sacudieron varios Estados del país el pasado mes de septiembre, los mexicanos han demostrado tener cimientos más fuertes que hace 32 años.

¿Era esta una tragedia necesaria? No puedo evitar regresar a esa pregunta que escuché hace ya más de cinco años, en 2010, de una mujer que la lanzó a quemarropa en un acto durante la visita a México de Rajmohan Gandhi, nieto del Mahatma de India.

Los equipos de rescate trabajando en un edificio derrumbado.¿Una tragedia necesaria para el alma de México?

¿Necesitábamos que un destino improbable nos regalara la ocasión de una tragedia conmemorativa para recordarnos quiénes somos, de qué estamos hechos y de qué somos capaces cuando sentimos al otro, cuando corremos a actuar, cuando ofrecemos lo que está en nuestra mano dar, cuando no nos distraemos ni nos solazamos en buscar culpables?

Pasan los días, la tierra no cesa de moverse, pero la conciencia de México tampoco. Y me atrevo a decir que no es tanto la magnitud de lo ocurrido lo que nos tiene movilizados y movilizándonos así, de esta forma y tal como lo estamos haciendo. Después de todo, en el sismo de 1985 perdimos más de diez mil vidas. ¿Y cuántas más han quedado sepultadas ya bajo el alud de nuestros más recientes años de violencia civil, durante nuestro propio terremoto humano denominado “guerra contra el narco”? Sin exagerar, habremos perdido entre los escombros de la sinrazón criminal a más de cien mil hermanos.

Hasta hace unos días, parecía que nada ya nos dolía, que nada era capaz de sacudirnos. También pensábamos que nada o muy poco se había movido en nuestra estructura de país desde hace 32 años y hoy, aun sabiendo que sí, que han sido las edificaciones más recientes, las construidas con corruptelas de 1985 para acá, las más frágiles y las que primero han sucumbido, los hechos de este nuevo sismo, que es más social que terrestre, nos muestran claramente que como sociedad tenemos cimientos más fuertes ahora que entonces.

Tenemos otra consciencia, otro sentir. Algo que había estado aletargado, esperando, quizá, esa “llamada de emergencia”.

Con el segundo temblor repetido en la misma fecha, se antoja como una llamada del destino y de la naturaleza. Una señal de que efectivamente no estamos tan solos, al menos no como pensábamos.

Hemos salido y estamos saliendo a las calles a demostrar algo que muy en las profundidades siempre hemos sabido y que ahora, justo a tiempo, emerge ante una verdadera emergencia: sí, quizá existen unos pocos dispuestos a la rapiña, la omisión y la violación, pero somos más, muchos más, quienes estamos dispuestos a tender la mano, ayudar y no mirar hacia otro lado.

Fue también en un negro septiembre de hace unos años, que México cayó en un estupor adolorido. En el mes de la Patria conmemoramos otro aniversario de una tragedia nacional que sin embargo, no llegó a serlo del todo.

Hace tres años que escribí uno de mis textos más tristes, más desolados. Nos faltaban 43 estudiantes de Ayotzinapa, pero entonces podíamos, pudimos culpar al Estado y de cierta forma lavarnos las manos. Ese texto mío estuvo precedido por semanas enteras de silencio interno, sobrecogedor y enojado. 

Necesitaba acallarme, porque me hacía falta la cordura y la comprensión que no llegaba a traducirse en palabras, algo que intentara explicarme y explicarse y que tardó en exorcizarse.

Hasta septiembre del presente año no sabíamos todavía cuántos de los nuestros nos harían falta. No podremos saber con exactitud quiénes eran, quiénes fueron ni qué soñaban. No sabremos si delinquían, estudiaban, trabajaban o a qué se dedicaban. No distinguiremos si pertenecían al Ejército, al crimen o al pueblo, pues sabremos que eso que los aplastó a ellos, nos aplasta a todos. Esta vez nos bastará con saber que eran vidas y que eran nuestras.

Con estas pérdidas ya no podemos girar la cabeza hacia arriba para culpar a nadie ni a nada, ni querremos lavarnos las manos. Antes bien, al contrario, esta vez sólo hurgamos hacia abajo y nos miramos de frente. Por una vez hemos querido por fin llenarnos de polvo, mezclarnos con el cascajo y con la estructura doblada de México, quitar los escombros y salvarnos.

Este texto que escribo, lo hago también precedido por el silencio. Pero el de hoy no es un silencio que aterra, sino que conmueve. Es un silencio que reverencia y agradece y que no es solo mío, ni tuyo, es un silencio de todos y es esperanzador, porque es mi gente y tu gente la que allá afuera levanta los puños y pide, clama, porque en las profundidades de México lata la vida y no muera la esperanza.

No se qué texto escribiremos juntos mañana. Se, sabemos que se vienen días de menos euforia, de mucha tristeza continuada, de esa tristeza que comprende gracias a una sacudida, el valor de la vida y la inminencia de la muerte. También comprenderemos verdades realistas sobre la efimeridad de las cosas materiales, pero que nos son a todos tan necesarias para la vida y la autoestima cotidiana.

Se avecinan otras etapas de esta “emergencia nacional”.

El mes de septiembre se ha ido dejando en nosotros una profunda huella que nos hará recordar claramente lo que aquí se derrumbó y lo que aquí se levantó, lo que aquí murió y lo que aquí cobró verdadera vida.

Sólo entonces, en los días, los meses y los años por venir, podremos saber cuánto nos cimbró este sismo, cuántos puños silenciosos y solidarios somos capaces de levantar por la vida del otro, del hermano mexicano y cuánta suciedad somos capaces de quitar para por fin encontrarnos con nuestra realidad nacional.

Sólo entonces, en este tiempo que nos ha de venir, podremos saber si esta fue para el alma de México una difícil y a la vez hermosa “tragedia necesaria” que nos saque al fin de nuestro continuado “estado de emergencia”. (EPS) n




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