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Una nueva oportunidad

En diciembre de 1984 le pedí a mi madre que me acompañara a Ciudad Victoria a pedir la mano —y todo lo demás— de mi ahora esposa.

Una nueva oportunidad

Una media hora antes de llegar a Reynosa, un autobús de pasajeros que venía en sentido contrario y traía la luz larga, me encandiló y perdí de vista la carretera —antes eran sólo de dos carriles y sin acotamiento—. Quité el pie del acelerador, pero de pronto sentí que las llantas del lado derecho se salieron de la carretera. Torcí el volante para la izquierda para volverme a meter y el carro se fue hacia el carril contrario, donde se venía acercando el autobús.

Me entró el pánico e hice lo peor que pude haber hecho: metí el freno hasta el fondo. La velocidad, la humedad y el volante torcido, hicieron el resto: el carro empezó a dar vueltas como trompo sobre la carretera.

Mi madre me agarró fuerte del brazo y yo me escuché lanzar un grito que me venía desde lo más hondo. Digo que me escuché porque recuerdo que yo veía todo aquello como si fuera otra persona y pensaba “ah caray, estoy gritando”. Veía luces de carros que nos pasaban por un lado, luego veía las estrellas, luego la oscuridad y yo pensé “aquí, hasta que nos volteemos o me impacte contra otro vehículo”. Sentí que la hora de rendir cuentas había llegado.

COMO VOLVER A NACER

El auto se salió de la carretera todavía dando vueltas y de repente, como cuando a un trompo que gira lo detienes con la mano: ¡pum!, el carro se detuvo solo. En ese momento me entró un dolor tremendo en la columna vertebral —por toda la adrenalina que había segregado— y me dobló.

Esperé un poco a que se me pasara el dolor, le pregunté a mi madre si estaba bien, me bajé a revisar el carro y se veía entero, sólo tenía las defensas y los lados llenos de hierba, donde actuó como podadora cuando se salió de la carretera. Lo prendí a ver si funcionaba y prendió. Comprendí que había vuelto a nacer. El resto del camino me vine a 70 KPH.

Cuando llegué a la casa le hablé a mi novia para comentarle que había estado a punto de quedarse viuda antes de tiempo. Como tres noches seguidas no dormí bien, me despertaba sobresaltado al soñar imágenes del percance y casi me parecía escuchar la voz del Señor diciéndome, un poco en tono de reprimenda: “la próxima vez, no voy a detener el carro”.

Generalmente es cuando vivimos experiencias así, que sentimos que Dios y la vida nos han dado otra oportunidad, pero en realidad cada nuevo día que despertamos representa eso, una nueva oportunidad.

Leí en una ocasión la parábola de un perrito que daba vueltas tratando de alcanzarse la cola. Otro perro lo vio y le preguntó qué hacía, a lo que el perrito contestó: “estoy buscando la felicidad; alguien me dijo que la felicidad estaba en mi cola y cuando logre alcanzarla, la felicidad será mía”. “Yo también busco la felicidad —dijo el otro perro—. A mi también hace tiempo me dijeron eso. Sin embargo, yo me he dado cuenta que cada vez que trato de alcanzarme la cola, esta se me escapa, así que me he dedicado a hacer lo que tengo que hacer y entonces, mi cola es la que me sigue”.

En este nuevo día, en esta nueva oportunidad que hoy has recibido, te invito a olvidar por un momento la queja y las ganas de reclamar lo que te hace falta y dedicarte a hacer lo que tienes que hacer.

Dedícate a trabajar con todo tu entusiasmo. Dedícate a hacerle más grata la vida a los que te rodean. A apreciar y agradecer las bellezas de este mundo que Dios creó para ti. A observar con ojos y corazón cosas como la inocencia de un niño y los colores del atardecer. Dedícate a repartir ternura a tanta gente que la necesita, no importa su edad.

Si haces esto, al igual que con el perro del relato, la felicidad será la que te siga y cada día será no sólo una nueva oportunidad, sino también un maravilloso regalo.




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