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Todos los hombres de Trump

La reedición del libro de Woodward y Bernstein sobre el ‘escándalo Watergate’ es un canto al periodismo que ofrece paralelismos pero también diferencias entre el actual presidente y Richard Nixon.

La historia no se repite, ni siquiera se parece; solo transita por los mismos lugares. En el espejo del tiempo, Richard Nixon (1913-1994) y Donald Trump no pueden ser más distintos. El abogado cuáquero vivió desde joven en las entrañas de la política. Fue congresista, senador, vicepresidente ocho años con Dwight Eisenhower, perdió una contienda presidencial contra John F. Kennedy y ganó otras dos a Hubert Humphrey y George McGovern. La última, ya nacido el escándalo Watergate, con uno de los resultados más abultados de la historia. Implacable y sórdido, Nixon fue y será siempre la esencia amarga del republicanismo del siglo XX.

Mejor olvidar la excelente película de Alan J. Pakula y al propio Trump.Todos los hombres de Trump

Trump procede de otro planeta. Es un tiburón inmobiliario, un showman catódico, un adorador de la fama cuya ideología cabe en una servilleta. Alguien que jamás se había enfrentado a unas elecciones y a quien la maquinaria del poder envió todos sus anticuerpos antes de caer rendida a sus pies en los comicios más sorprendentes (y sospechosos) del siglo.

Si Nixon representó el triunfo del aparato y su podredumbre, Trump es la victoria de las fuerzas exteriores, el jinete bárbaro del republicanismo. Entre el presidente vivo y el muerto no hay similitudes físicas ni biográficas. Tampoco históricas. La guerra fría ya acabó, y el mundo digital y frenéticamente líquido de hoy es incompatible con el de 1972.

Todo ello es cierto y, sin embargo, Trump y Nixon están unidos por un hilo imposible de cortar. Habitan una zona común, muy anclada en la psicología política, que les hermana a través del tiempo. Quizá proceda del deseo de los progresistas de que el multimillonario neoyorquino sufra un final como el de Nixon. O de que ambos, aunque parezca increíble, se tengan a sí mismos como personajes transformadores de la historia. Hombres providenciales llegados para que la ley les presente sus respetos y no al revés. Sea cual sea la causa, es ese paralelismo el que da nuevo interés a Todos los hombres del presidente, que ahora se reedita en español (Libros del Lince).

El clásico de Bob Woodward y Carl Bernstein es el relato de los dos reporteros clave en el caso Watergate. Escrito con la luminosidad que dan los hechos y rehuyendo de la primera persona, ofrece una visión privilegiada del escándalo que culminó con la dimisión de Nixon la tarde del 8 de agosto de 1974. Es una gran obra, pero no el mejor resumen del escándalo. La posterior publicación de las cintas de Nixon, las biografías y autobiografías de los protagonistas, el trabajo de decenas de historiadores han logrado una reconstrucción mucho más fiel y amplia de lo que ocurrió en aquellos dos años prodigiosos.

“El Watergate que contamos nosotros en The Washington Post entre 1972 y 1974 no es el Watergate que conocemos hoy. Era sólo un atisbo de algo mucho más grave. Cuando Nixon se vio forzado a dimitir, la Casa Blanca se había convertido, en gran medida, en una empresa criminal”, escriben los dos autores en un epílogo.

No se debe leer Todos los hombres del presidente como el texto definitivo sobre Nixon, y por ello mismo hay que extremar las cautelas en la comparación de Trump. Esto no anula los paralelismos. Existen y se multiplican con la lectura del libro. El multimillonario ha declarado a la prensa enemigo del pueblo, también se enfrenta a un fiscal especial y, pese a que las Cámaras tienen mayoría republicana, no se deja de hablar de un remoto impeachment (proceso de destitución).

El clima nixoniano está ahí y la capacidad de Trump para acelerar su autodestrucción es innegable. En apenas cinco meses ha recorrido más camino que ningún otro presidente para parecerse a Nixon. Pero aún no es Nixon. Ni la trama rusa es el caso Watergate. Las fake news no son aún grabaciones ilegales ni técnicas de aniquilación reputacional. Tampoco hay nadie procesado ni siquiera imputado.

Valga esto para acercarse a Todos los hombres del presidente no como un manual de la caída de Trump, sino como lo que es: un pellizco de pasión. 

Una parte eléctrica aunque limitada del formidable mecanismo que echó a andar la mañana del sábado 17 de junio de 1972 cuando el redactor jefe de Local del Post descolgó el teléfono y llamó al estirado y un poco repelente Bob Woodward para que se hiciera cargo de un allanamiento en el cuartel general del Partido Demócrata. Ahí empieza una narración que, desde que fue publicada en 1974, nunca ha decepcionado. En cada una de sus 394 páginas late la fuerza del buen periodismo. Las pulsaciones de un diario vivo y total. El ritmo atronador y a veces infartante de una redacción hecha del material con el que se fabrican los sueños.

Woodward y Bernstein sitúan al lector en la mesa de la redacción, en los pasillos del poder, en los garajes de la conspiración. Su relato agiganta el mito del director, Ben Bradlee (1921-2014), ese capitán que supo mantener el pulso firme en las más duras tormentas. Pero sobre todo habla de ellos mismos. Dos reporteros de 28 y 29 años dispuestos al mayor de los combates. Dos periodistas que, procedentes de universos distintos, parecían destinados a chocar. Woodward se había graduado en Yale, era exoficial de la Armada y tenía ese toque aristocrático que le permitía ganar amistades antes de tender la mano. Bernstein, hecho a sí mismo, había empezado de botones en The Washington Star, escribía reportajes sobre cualquier cosa que fuera susceptible de merecer un titular y se había ganado fama de ser una aplanadora. Dos antagonistas que desde la desconfianza primera hasta la amistad, explotaron la fórmula magistral del periodismo: trabajo, trabajo, trabajo. Levantando teléfonos, pateando los escenarios de la noticia, buscando fuentes, contrastando al milímetro cada línea.

En Todos los hombres del presidente se ofrece una imagen del Washington de principios de los setenta y también el relato de una caída histórica. Pero 43 años después de su publicación, su gran mérito radica en que en sus páginas todavía resuenan los linotipos. Se siente el aroma del tabaco y la tinta de las redacciones antiguas. Se oye teclear la máquina de escribir intentando someter al diablo de la noticia.

La reconstrucción de los dos reporteros del Post es un viaje trepidante por la médula del periodismo. No hay adjetivos innecesarios, los adverbios sirven para tallar al verbo, las frases son nítidas. Mejor olvidar la excelente película de Alan J. Pakula y al propio Trump. No hay que buscar comparaciones. O mejor dicho, si se hacen, hay que dejarse arrastrar realmente por el vértigo del texto. Meterse pasada la medianoche en esa redacción de luces blancas. Sentir, con la camisa arremangada y el cigarro a medio caer, que el titular de primera página está en el aire y que, a falta de 15 minutos para que las rotativas se pongan en marcha, la Casa Blanca lo acaba de desmentir todo. Todo. Esa es la verdadera historia de Todos los hombres del presidente. La leyenda del periodismo. n





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