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Todo el mundo quiere escribir bien

Luis Magrinyà reedita ampliado ‘Estilo rico, estilo pobre’, su famoso manual contra el uso pretencioso de la lengua

Salta a la vista que el primer caso, aparte de ser un aviso, tiene poco que ver con los otros dos. Sigue, como ellos, la consigna de precisión, que es fundamental en este tipo de comunicados, pero no le ha preocupado distinguir precisión de brusquedad. Escrito a mano, con rotulador gordo, con un trazo rebelde a la horizontalidad, todo en mayúsculas y con una firma ominosamente subrayada, nada en él revela más que la advertencia de una autoridad premiosa. Es agresivo, no tiene tiempo para tonterías, ni siquiera para tildes. Es un puro sustituto de un mensaje oral, ajeno —con insolencia, se diría— a los engorros de la palabra escrita. Cumple su función, pero no muestra voluntad alguna de escribir bien.

Ejemplos de carteles mal escritos.Todo el mundo quiere escribir bien

El segundo comparte todas las características de drasticidad del primero pero ya es un mensaje cuidadosamente impreso. Las sofisticaciones de la lengua escrita han sido activadas. El proceso ha requerido tiempo. Tiempo incluso para pensar que entrar era un verbo más débil, o más vulgar, que penetrar. De este modo ha conseguido dos cosas: arruinar la consigna de precisión, creando distracciones en el público; y resultar cómico, creando equívocos. Pero la intención era escribir bien: de hecho, muy bien.

En el tercero no hay el menor rastro de drasticidad. Entiende la consigna de precisión, pero también entiende que la precisión a secas puede resultar no solo abrupta sino insuficiente. Sabe que los «vecinos» necesitan ser persuadidos. Tiene que haber una manera de formalizar la precisión, se dice, y, pensando, pensando, descubre que encima hay varias. Elige la más cordial: que quede claro que no busca bronca. Hay que cuidar mucho lo que se dice. Este porfi con el que se inicia desarma a cualquiera. Elige el verbo reproducir (la música) en vez de poner porque es más técnico y como que más educado. Hay algún despiste de concordancia (reprodujeses por reprodujeseis) que delata urgencia, pero ni siquiera el enormemente (bastante pasivoagresivo) ni el subrayado final resultan violentos. Aún por si acaso, se remata todo con una dulce, común, convincente expresión gráfica perteneciente a otro medio que se identifica con la familiaridad: un emoji que repite la idea de súplica. La retórica persuasiva obtiene sus triunfos. El mensaje está, por otra parte, muy atento a la puntuación, que es irreprochable.

Todos estos avisos son conscientes de que se dirigen a una comunidad. Saben que serán leídos, que tendrán un público. Aparte del interés por hacerse entender, los dos segundos han creído, además, que para dirigirse a la comunidad hay que cuidar la expresión, la formalidad, que no vale cualquier cosa. No solo hay que elegir las palabras, sino también el tono: dado que la comunidad existe, hay que encontrar la manera de tratarla. El trabajo tiene ciertamente una dimensión ética. Por eso el primero tiene un efecto tan desagradable: no solo nos van a cortar el agua sino que además nos lo dicen a lo bruto. Es como si no nos respetaran, y al fin y al cabo quien lo haya escrito y quienes lo leemos formamos parte de la misma comunidad.

Los procesos para llegar a la precisión, la persuasión y la formalidad, si son trabajosos, es en buena parte porque presuponen la existencia de códigos. Desde luego los códigos de escribir bien existen desde hace siglos: apenas hay gramática, diccionario, manual de uso que no sea de una u otra forma normativo. ¡Existen hasta libros de estilo! Es un triunfo de nuestra educación que tengamos conciencia de tales guías. El problema es que conocer de verdad los códigos escritos —y no digamos su evolución, su mutabilidad— requiere cierta dedicación, es decir, más trabajo. Así que la conciencia recurre generalmente a los códigos tácitos, a lo que tradicionalmente o comúnmente ha oído e interiorizado que es correcto y «suena bien», aunque la tradición, sin que lo sepamos, haya sido superada o incluso estuviera equivocada desde el principio. Tenemos tiempo para pensar en escribir bien; menos para pensar en lo que esto significa.

Es comprensible, al menos a un nivel no profesional, como es el caso de estos avisos. Para que la comunidad no dude de que, aunque le estemos pidiendo u ordenando algo, le hemos dedicado nuestro interés y nuestra valoración, basta con que el esfuerzo que hemos hecho se note. «Se note»: un principio que se repetirá a lo largo de este librito. Escribir es en sí mismo un esfuerzo: lo hacemos para la comunidad y esperamos, en mayor o menor grado, que la comunidad nos lo reconozca. Que luego el esfuerzo parta de códigos cuestionables, anticuados o directamente imaginarios cuyo efecto puede ser sencillamente ridículo es lo de menos; no hace falta entrar en delicadezas ni en profundas reflexiones para que se note que lo hemos hecho. Y que se note es lo que queremos.

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Veamos algún ejemplo de lo que se nota:

Este cartel de una comunidad de vecinos es toda una apoteosis del código administrativo: tiene un formato inconfundiblemente oficial, con estructura (membretes varios, título, líneas de blanco, encabezamiento justificado a la derecha con el nombre de la autoridad, fecha y firma justificadas a la izquierda) y ayudas tipográficas (cursivas, negritas, subrayados, color); está lleno de verbos impersonales (se recuerda, se ruega) y pasivas reflejas que evitan la personalización del destinatario (se respete el aforo, se mande a la planta baja); y empieza nada menos que con un Mediante la presente. La lengua elegida, la que se cree que es la pertinente y será más respetada, es la de la burocracia, que se imita hasta en sus más condenadas fórmulas. Hace ya mucho tiempo, por ejemplo, que el uso de mismo como «elemento anafórico» (las medidas higiénicas en el mismo, o sea, en el ascensor) se lleva regañinas de todas partes. El Diccionario panhispánico de dudas de la Real Academia Española prescribe al menos desde 2005:

—A pesar de su extensión en el lenguaje administrativo y periodístico, es innecesario y desaconsejable el empleo de mismo como mero elemento anafórico, esto es, como elemento vacío de sentido cuya única función es recuperar otro elemento del discurso ya mencionado; en estos casos, siempre puede sustituirse mismo por otros elementos más propiamente anafóricos, como los demostrativos, los posesivos o los pronombres personales; así, en «Criticó al término de la asamblea las irregularidades que se habían producido durante el desarrollo de la misma» , pudo haberse dicho durante el desarrollo de esta o durante su desarrollo; en «Serían citados en la misma delegación a efecto de ampliar declaraciones y ratificar las mismas» (Excélsior [Méx.] 21.1.97), debería haberse dicho simplemente ratificarlas…

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Pero estas prevenciones, estas modificaciones del código, o no se conocen o han sido desoídas. Lo cierto es que, pese a las admoniciones académicas, este uso de mismo sigue estando en el código tácito de la solemnidad (precisamente por «su extensión en el lenguaje administrativo y periodístico») y de ahí parece que no hay quien lo saque:

Volviendo al primer cartel, mismo no es el único indicio de ignorancia del hecho nada trivial de que los códigos se reforman. El demostrativo este aparece con una tilde que la Real Academia suprimió en su Ortografía de 2010, y no creemos que la contravención sea por rebeldía. Por lo que respecta a los códigos vigentes, hay desórdenes en la concordancia (una persona por trayecto o varios, en vez de varias) y en la sintaxis (la frase que empieza con Deben extremar no tiene un sujeto expreso, pero está claro que no es el mismo sujeto que el de la anterior, a la que se yuxtapone sin una coma siquiera): nada de esto contribuye mucho al propósito de claridad. El enunciado, a pesar de los subrayados y las negritas, maneja confusamente la información, la ramifica con condiciones añadidas (si son de la misma unidad familiar), es largo y el efecto final es de apelotonamiento: casi tiene que leerse un par de veces para entenderse. Como enunciado es bastante un fracaso.



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