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¿Todavía no han visto ‘El buscavidas’?

Un catálogo de emociones de una dolorosa joya que creó el atormentado Robert Rossen

Los más piadosos compadecen mi  excentricidad o mi eterno y enfermizo cuelgue al revelarles cuántas veces he visto las películas que más amo. Son incalculables, pero creo haber estado en su compañía más de doscientas veces. Normal. ¿Cuántas veces se puede observar Las Meninas,  El jardín de las delicias, La joven de la perla y Nighthawks? ¿Cuántas veces se puede  escuchar Kind Of Blue, A Love Supreme, Blonde on Blonde, Astral Weeks y La Fusa?

Paul Newman, en un instante de El buscavidas.¿Todavía no han visto ‘El buscavidas’?

Si me pregunto que es el cine para mi, lo tengo claro: muchos títulos, pero ante todo El apartamento y El buscavidas.

Salí tocado de ella cuando la descubrí. Tendría 13 o 14 años. Me escapé del colegio en el que estaba internado. La proyectaban en un cine de barrio donde el bendito portero tenía fama de permisivo. Se olvidaba de pedir a los chavales el carnet de identidad en las películas autorizadas para mayores de 16 o de 18 años. El buscavidas hablaba de sentimientos, situaciones emocionales, personajes en el filo de la navaja, circunstancias al limite, autodestrucción, redenciones, poder, suicidio, explotación, alcoholismo, arte, intemperie, elecciones morales, rebelión, que debido a mi edad todavía no había experimentado, pero sentí que esa película me iba a marcar para el resto de mi vida, que de alguna forma sabía de lo que me estaban hablando, que esa ficción era de verdad.

La protagoniza Eddie Felson, un artista del billar que pasa su vagabunda existencia engañando a los pringados, acumulando la suma que le permita enfrentarse al legendario Gordo de Minnesota, vencer al más grande. Le sobra talento y arrogancia, aprenderá a costa de sucesivas tragedias a tener carácter, pagará un precio tan salvaje por su insumisión frente al poder como tener que renunciar a su arte, conocerá el infierno y sobrevivirá a él con cicatrices imborrables. Le acompañan  personajes memorables en esta crónica sobre el camino del autorespeto, del capitalismo implacable y las victimas que siembran su imperio, sobre el prolongado fracaso íntimo y la necesidad de una victoria aunque esta sea pírrica, sobre el autoengaño y la temible lucidez. Está Sarah, su amante coja, inteligente e hipersensible (“Hemos firmado un pacto de mutua tristeza y una impenetrable oscuridad nos rodea"), esa mujer sola e insomne, que pasa las horas pálidas de noche en la estación de autobuses, esperando a que los bares abran al amanecer y le sirvan alcohol. Está Bert Gordon, el despiadado patrono que compra y degrada a  las personas que le convienen, por dentro y por fuera, convencido de que todo dios está en venta. Y está el Gordo de Minnesota, o sea, la profesionalidad, la templanza y la sabiduría vital. 

Y llevando tantos años, en épocas duras y en apacibles, en compañía de esta deslumbrante y también dolorosa joya que parió el atormentado Robert Rossen, sé que me acompaña idéntico catálogo de emociones cada vez que la visito, incluida la lágrima en algunos momentos. Si me pregunto que es el cine para mi, lo tengo claro: muchos títulos, pero ante todo El apartamento y El buscavidas.



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