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Steve McQueen, vida y destino

El artista protagoniza una retrospectiva en la Tate Modern y expone fotografías de 75.000 niños de Londres para reflejar la diversidad étnica de la ciudad frente al Brexit

El No por ser un dato propio de la ficha biográfica más trivial deja de ser digno de análisis: Steve McQueen es el único artista que ha ganado el Turner (en 1999, a los 30 años) y el Oscar (en 2014, por 12 años de esclavitud). 

Steve McQueen, delante de la serie Year 3, expuesta en la Tate Britain de Londres.Steve McQueen, vida y destino

Por eso sorprende la testarudez con la que el doble homenaje que le dedica la Tate londinense –compuesto por una retrospectiva parcial en la Tate Modern y un nuevo proyecto encargado para la ocasión en la Tate Britain– destierra el cine de este acercamiento a su trayectoria, como si la vertiente más accesible de su producción no fuera merecedora de los mismos laureles. 

El propio McQueen, preguntado sobre la cuestión tras una conferencia con el historiador Paul Gilroy a mediados de febrero, respondía simulando un ronquido. 

“Son dos partes distintas de mi cerebro”, nos dijo para justificar este inexplicable separatismo.

El recorrido de la muestra en la Tate Modern, similar en forma y contenido a la retrospectiva triunfal que McQueen protagonizó en el Schaulager de Basilea en 2013, confirma que esos dos hemisferios están comunicados. 

En Static (2009), el vídeo que abre el recorrido, McQueen inspecciona el rostro de la Estatua de la Libertad desde un helicóptero. En las distancias cortas, su grandilocuente silueta se vuelve una superficie oxidada y algo sórdida, sobre el trasfondo, no siempre fotogénico, de las decadentes industrias de Nueva Jersey. 

Pese a rechazar toda lectura embarazosamente metafórica, la obra se cuestiona en qué habrá quedado el vetusto ideal estadounidense de una forma similar a Shame (2011), estudio sobre un atractivo oficinista adicto al sexo que abordaba asuntos parecidos, solo que desde un punto de vista más narrativo y mainstream.

Como 12 años de esclavitud, gran parte de su trabajo en vídeo refleja la genealogía compartida de la diáspora africana y la posición subalterna a la que esta quedará condenada en todo el mundo occidental. Ashes (2015), presentada en la antepenúltima Bienal de Venecia, es una proyección a doble cara: en un lado, McQueen filma a un joven afrocaribeño flotando sobre las olas del océano; en el otro, alguien graba su nombre en su sepulcro. El protagonista de este “cuento de hadas”, como lo define el artista, fue asesinado pocos meses después de la primera grabación. 

En el fondo, uno de los hilos conductores de la muestra es el cuerpo del hombre negro, entidad sometida a los avatares de la historia política y económica, y víctima de la agonía del mundo colonial, que McQueen considera “la fuerza definitoria de la historia catastrófica del planeta y la alienación de nuestra humanidad”, como apunta el mismo Gilroy en el catálogo de la muestra.

En 7th Nov. (2001), McQueen recoge el testimonio de su primo Marcus, que recuerda el día en que mató accidentalmente a su propio hermano, recurriendo a un dispositivo tan sobrio como una voz en off sobre el plano fijo de un cráneo recosido. 

En End Credits, pieza inconclusa que comenzó en 2012, el artista documenta, a través de un sinfín de archivos desclasificados, la persecución a la que el FBI sometió al actor, cantante y militante antiimperialista Paul Robeson, en un comentario elocuente sobre las formas más insidiosas de violencia policial y la emergencia de la sociedad de la vigilancia décadas antes de la invención de las videocámaras. 

A la vez, frente al término genérico de cultura negra, cada vez más determinado por la experiencia de los afroamericanos en Estados Unidos, parte del trabajo de McQueen recuerda la especificidad de la experiencia de los inmigrantes de las West Indies y la asimilación imperfecta de las culturas antillanas —sus padres proceden de Granada y Trinidad—, en la que también se centrará su primera serie televisiva, Small Axe, que este otoño estrenará la BBC.

La obra más poderosa de la muestra podría ser Western Deep (2002), descenso a la mina más profunda del planeta, situada cerca de Johanesburgo, donde McQueen observa los cuerpos de decenas de trabajadores que trabajan a 80 °C, en un viaje lleno de ruido y de furia filmado con la calidad granulosa de una cámara de ocho milímetros. 

Se abandona esa instalación, que uno debe visionar íntegramente por imposición del artista —un vigilante impide la entrada una vez comenzada la proyección—, como cubierto de polvo.

Pese a todo, el recorrido de la exposición refleja una trayectoria irregular, no exenta de un puñado de obras menores y sobrestimadas. 

Por ejemplo, Charlotte (2004) es una caprichosa captura en monocromo rojo de las pupilas de la actriz Charlotte Rampling, guiño efectista a Buñuel que no reviste mayor interés. Tampoco sus escasas incursiones en otras disciplinas tienen relevancia: Weight (2016) es una olvidable escultura, elaborada con una cama y una mosquitera, para una muestra que conmemoraba la reclusión de Oscar Wilde en la cárcel de Reading.

 Aun así, la obra subraya la conexión de McQueen con lo homosocial e incluso lo homoerótico. En el catálogo, un texto de Solveig Nelson plantea la inexplorada filiación de estos vídeos con el New Queer Cinema que surgió en los noventa de la mano de Todd Haynes o Gus Van Sant. Pese a no definirse como queer, McQueen comparte con ellos la misma temporalidad dilatada, donde los planos secuencia se van volviendo casi abstractos, y una crítica a los pilares de la estructura social que es difusa y poco explícita, pero siempre aguda y punzante.

En la Tate Britain, McQueen desvela su último proyecto, tal vez el menos hermético de su carrera: Year 3, conjunto de 3.000 fotografías de grupos escolares de todo Londres. La serie, expuesta gratuitamente en la nave central del museo, es un censo visual que recuerda que la capital británica ya no es mayoritariamente blanca, pese a lo que pretendan las fantasías de los voceros del Brexit

Un total de 75.000 niños de 7 y 8 años, entre los que uno detecta tantos uniformes de escuela pija como turbantes, hiyabs y kipás, componen un retrato colectivo de esa demografía cambiante, teñido de un acercamiento dickensiano a la noción de destino. Los propios modelos acuden al museo con sus familias, pertenecientes a sociologías diversas, e intentan encontrarse a sí mismos en ese flujo ina­barcable de imágenes. 

El proyecto, que también fue expuesto en decenas de paneles publicitarios por todo Londres, ha recibido un sinfín de críticas elogiosas, pero también algunas mofas provocadas por su dimensión democratizadora y sus buenas intenciones, que tampoco son dignas, al parecer, de un templo del arte contemporáneo. “La participación no es una praxis”, le recriminó la revista Frieze. A lo que el interesado bien hubiera podido responder algo tan elocuente como: “¿Y qué?”.

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'Once upon the time' (2002) y 'Static' (2009), dos de los vídeos en la muestra de la Tate Modern, en Londres.

'Once upon the time' (2002) y 'Static' (2009), dos de los vídeos en la muestra de la Tate Modern, en Londres.





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