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Sobrevivir a un campo de concentración nazi

La editorial Contraseña edita 'Seguir viviendo' de Ruth Klüger, el testimonio de una niña judía que vivió para contar el exterminio nazi

L a muerte, no el sexo, era el secreto del que hablaban a media voz las personas mayores, el secreto del que a una le hubiese gustado oír más. Yo aseguraba que no podía dormir, suplicaba que me dejasen coger el sueño en el sofá del cuarto de estar (en realidad decíamos «salón»), luego no me dormía, lógicamente; con la cabeza debajo de la manta esperaba captar algo de las aterradoras noticias que circulaban en torno a la mesa. Algunas versaban sobre gente desconocida, otras sobre parientes, siempre sobre judíos. Había uno, muy joven, llamémoslo Hans, un primo de mi madre, lo tuvieron en Buchenwald, pero solo por un tiempo limitado. Después volvió a casa, estaba atemorizado, había tenido que jurar que no contaría nada, y no contó nada, ¿o sí, o solo a su madre? Las voces en torno a la mesa, difusas pero todavía audibles, eran casi exclusivamente voces femeninas. Lo habían torturado, ¿cómo es eso, cómo se resiste eso? Pero estaba vivo, gracias a Dios.

Uno de los patios del campo de concentración checo de Theresienstadt.Sobrevivir a un campo de concentración nazi

Así que allí estaba yo, en casa de Hans, en Inglaterra, en una casita pequeña que hacía sus delicias porque era suya, estaba casado con una inglesa no judía, tenía hijos, habían ido ese día a verlo, y yo también había llegado de América con otro primo, el hijo de la hermana de mi madre, llamémoslo Heinz, este había sobrevivido a la guerra en Hungría con papeles falsos. El cuarto de estar en que nos hallábamos tenía esa fealdad y pobreza de espíritu típicas de la pequeña burguesía inglesa. Tomábamos bizcochos, yo me sentía incómoda, me removía en el asiento, quería pasear, hacer algo con tal de no seguir soportando el torturante aburrimiento de la rutina diaria que aparecía y reaparecía en la conversación. Heinz me contó después maliciosamente que Hans había preguntado si yo padecía de hemorroides, porque no podía permanecer quieta en el asiento.

Pero de joven a aquel hortera inglés lo habían torturado en Buchenwald, cuando su prima pequeña aguzaba el oído debajo de la manta y no la dejaba dormir el imperioso deseo de saber algo de la estancia de su primo allí, no por simpatía, sino por curiosidad, porque él formaba parte de un excitante secreto que en cierto modo también me concernía a mí. Solo que yo no tenía derecho a saberlo entonces, por ser pequeña. ¿Y ahora?

Ahora yo, de todos modos, ya sabía mucho y podía lanzarme a preguntar como quisiera y cuando quisiera, pues quienes me lo prohibían ya no estaban: dispersos, muertos en la cámara de gas, en la cama o a saber dónde. Y todavía la misma excitante sensación de ir en busca de cosas indecorosas, puesto que no debo saber nada que tenga que ver con la muerte. Y eso que no hay ninguna otra cosa sobre la que valga la pena hablar. Misterios de las personas mayores, que quieren ocultar a los niños la muerte de los niños y hacerles creer que solo existe la muerte de los adultos, que solo ellos, superiores como son, pueden hacer frente a la muerte, y por eso solo son ellos los que mueren. Una sarta de embustes. Abajo, en la calle, correteaban los chiquillos nazis con sus afilados puñalitos y cantaban la canción de la sangre judía que chorrea del cuchillo. No había que ser muy listo para entender aquello; antes bien, hacía falta una acrobacia intelectual, y no pequeña, para no entenderlo y desvirtuarlo encogiéndose de hombros. (Un amigo que de niño llevaba consigo una cosa así dice: «No tenían punta. Eran navajas de excursionista. Buenas para cortar. 

Yo habría preferido un arma de verdad». Coge un lápiz y dibuja una navaja de excursión. «“Sangre y honor”, ponía allí», dice pensativo. ¿Lo ves?, era un puñal, aunque sin punta).

Hago preguntas precisas, como se aprende a preguntar en los buenos seminarios de literatura, y los otros, los de la salita remilgada, que lo que quieren es que los dejen en paz, suspiran. Los hijos aseguran que ellos, de todos modos, ya estaban a punto de marcharse. Heinz, que sobrevivió a la época nazi con papeles falsos, se quita las gafas, las limpia y pregunta si no queda otro remedio. La mujer de Hans, la no judía e inglesa de nacimiento, sale de la habitación. Ella ya ha oído eso tantas, tantísimas veces..., dice. Lo que seguramente es cierto. Y, sin embargo, es seguro que no lo ha retenido en la memoria, eso también puede deducirse de lo que dice.

Y Hans cuenta. Respondiendo a mis preguntas. Yo quiero saber exactamente, y él cuenta exactamente, no sin cierta quejumbrosa prolijidad: cómo era eso de dislocar los miembros, él sabe explicarlo, y hasta puede enseñarlo. Y los dolores de espalda que sigue teniendo hoy y que datan de entonces. Y, sin embargo, aquellos pormenores difuminan la intensidad del sufrimiento, y solo el tono de voz deja adivinar lo diferente, lo ajeno, lo maligno. Pues la tortura no abandona al torturado, nunca, a lo largo de toda su vida. Mientras que los grandes dolores del parto abandonan a las madres a los pocos días, hasta tal punto que piensan con alegría en el próximo hijo. Es importante el género, no solo la intensidad de los dolores que se padecen.

Tengo la cabeza llena de esas historias, de esas elucubraciones. Siempre quiero saber cosas. Las leo y las escucho. Yo, que he ido perdiendo peu à peu el hábito de la fe, sigo creyendo, al parecer, en el aserto que alguien me escribió, cuando yo era niña, en mi álbum de poesías: Knowledge is power.Yo también cuento algunas, quiero decir algunas historias, cuando me preguntan, pero preguntan pocos. Las guerras pertenecen a los hombres, por eso hay memorias de guerra. Y del fascismo no hablemos, ya se haya estado en pro o en contra: asunto exclusivo de hombres. Además, las mujeres no tienen pasado. O no deben tenerlo. Es poco fino, casi indecente.

Que no haya ido a ver más a menudo al tal Hans se debe en primer lugar a mi indiferencia. He necesitado años para confesarme a mí misma que las relaciones familiares me traen sin cuidado. En el mundo entero existe hoy en ambientes judíos la costumbre de contar los parientes asesinados, de inculcar ese número en la mente de quienes han nacido después y de comparar lo que ha quedado del mishpoje, del clan. De ello resultan números horrendos, inmensas fosas comunes en cada familia. «Ciento cinco», dice uno, y el siguiente añade una docena más. Durante mucho tiempo, aunque no haya contado los muertos, también he intentado al menos retener reverentemente tales cifras y convencerme a mí misma de que guardo luto por esas personas que muchas veces yo no conocía o tan solo recordaba remotamente. Pero no es verdad, nunca estuve inmersa en tal clan familiar: este se disgregó cuando yo estaba empezando a conocerlo, no después. Se quisiera pertenecer a él, pero no es tan fácil. En el fondo, una nunca formó parte de él, la dispersión empezó demasiado pronto. A una, sin embargo, no le gusta verse a sí misma como una mónada, sola en el espacio, sino más bien como el eslabón de una cadena, aunque sea una cadena rota.

Se añade a ello que los vivos que pertenecen al antiguo círculo familiar vienés no me inspiran confianza, y más bien evito tropezarme con ellos. Sospecho que los de más edad se desentendieron de mí y que los más jóvenes harían lo mismo si se presentara la ocasión.

Pero la verdadera razón de por qué vacilo en ir a ver otra vez a Hans es mi mala conciencia. La madre de Hans, mi tía abuela, murió esa muerte, la más infame de todas, la de la cámara de gas. A ella yo la conocía bien, pues, cuando detuvieron a mi padre y no pudimos permanecer más tiempo en el distrito séptimo, mi madre y yo compartimos al principio un piso con los padres de Hans. La tía es hasta hoy para mí la persona que, por ser indigesto, me prohibió beber agua después de comer cerezas, socavando así la autoridad de mi ausente padre, que era en definitiva el médico de la familia («A él nunca le hacían caso, él nunca tuvo la más mínima autoridad», dice mi madre pesarosa); la que me quitó mi vieja colección de billetes de tranvía porque era una cosa antihigiénica; la que por la mañana, a oscuras, me obligaba a engullir en solitario, sentada a la mesa de la cocina, eso que llaman desayuno, aquel pan pegajoso y aquella bebida dulzona, con esa capa de nata por encima que, como es sabido, repugna a todos los niños del mundo, excepto a los hambrientos; que me regañaba cuando se daba cuenta de que estaba recitando poesías, un hábito que en mí pasó a ser obsesivo y que indudablemente no solo provenía de la afición al arte, sino que era también de carácter neurótico, hasta tal punto que iba murmurando versos por la calle; que se interponía entre mi madre y yo para que mi madre, su sobrina, cuando volvía a casa por la noche después de haber estado bregando con diversas oficinas estatales o buscando empleo, no se viese desbordada por las exigencias de la niña. ¿Qué voy a decirle yo ahora a su hijo si él, que la amaba, me pregunta por ella a mí, que la odiaba con el odio fino y afilado de los niños?

¿Y qué había de malo en recitar por la calle La maldición del juglar y otras baladas de Uhland y Schiller? «Hace mala impresión, no hay que llamar la atención por la calle». «Los niños judíos que se portan mal hacen rishes (“fomentan el antisemitismo”)». ¿Y eso qué importaba si la masa de la población estaba fanatizada y predispuesta contra nosotros? Los parientes de más edad, incluida esa tía que aquí llamaré Rosa, repetían la letanía que habían oído desde pequeños y que ante la nueva situación no se molestaban en corregir. Pero yo había nacido en 1931 y me parecía inconcebible que nadie pudiese creer que mis buenas o malas maneras pudiesen aumentar o reducir la catástrofe que ya había estallado. O que tía Rosa lo considerase posible. Y, como yo había nacido en 1931, comprendía fácilmente, sin haber leído a Sartre, que las consecuencias del antisemitismo eran indudablemente un problema —y considerable, además— judío, pero que el antisemitismo en sí mismo era el problema de los antisemitas, problema que ellos, y solo ellos, sin mi ayuda —no faltaba más— tenían que asumir.

Hay que conceder, sin embargo, para ser justos, que muchas veces las personas mayores, en su perplejidad y consternación, e independientemente de cómo se comportasen los niños, hablaban y hablaban de lo que ellos u otros judíos deberían haber hecho de un modo diferente para no predisponer en su contra al entorno. Así, por ejemplo, las judías que iban enjoyadas a un café habían hecho rishes. (¿Y para qué se compran joyas si no se las pueden poner? ¿Por qué no estaban mal vistos, o prohibidos, los joyeros?). Para ellas, las matanzas de judíos eran historia, pasado remoto, un pasado ruso o polaco tal vez, pero en cualquier caso superado hacía largo tiempo, y por consiguiente trataban de reducir esa nueva persecución a unas dimensiones modestas.

Me quejé a mi madre de aquella tía abuela. «Madre de chicarrones —dijo mi madre defendiendo a su tía preferida—. No tiene costumbre de tratar con niñas». Yo no veía en qué había que acostumbrarse ahí. Así, ella encarna, congelada en la muerte, la distancia con la generación de mis padres, y no puedo pensar con emoción ni en ella ni en el tío correspondiente. Al mismo tiempo me produce espanto el hecho de que la tía Rosa, muerta en el gas, sea solo un resentido recuerdo de infancia, la mujer que me castigó cuando averiguó que yo había tirado por el fregadero el cacao del desayuno. Por eso tuve que quedarme en la cocina hasta haber comido o bebido —no sé si fue lo uno o lo otro— más cantidad, en cualquier caso el estómago tuvo que ofrecer cabida, asqueado, a más de lo que hubiese querido, y solo entonces pude marcharme al colegio, lo que naturalmente fue bien desagradable. Pensé que las personas mayores debían ponerse de acuerdo en lo que exigían a los niños y no imponerles un castigo que para otras personas mayores era a su vez merecedor de castigo, por ejemplo, llegar-tarde como castigo por no-tomar-el-desayuno.

Yo habría preferido un arma de verdad». Coge un lápiz y dibuja una navaja de excursión. «“Sangre y honor”, ponía allí», dice pensativo. ¿Lo ves?, era un puñal, aunque sin punta).

Hago preguntas precisas, como se aprende a preguntar en los buenos seminarios de literatura, y los otros, los de la salita remilgada, que lo que quieren es que los dejen en paz, suspiran. Los hijos aseguran que ellos, de todos modos, ya estaban a punto de marcharse. Heinz, que sobrevivió a la época nazi con papeles falsos, se quita las gafas, las limpia y pregunta si no queda otro remedio. La mujer de Hans, la no judía e inglesa de nacimiento, sale de la habitación. Ella ya ha oído eso tantas, tantísimas veces..., dice. Lo que seguramente es cierto. Y, sin embargo, es seguro que no lo ha retenido en la memoria, eso también puede deducirse de lo que dice.

Y Hans cuenta. Respondiendo a mis preguntas. Yo quiero saber exactamente, y él cuenta exactamente, no sin cierta quejumbrosa prolijidad: cómo era eso de dislocar los miembros, él sabe explicarlo, y hasta puede enseñarlo. Y los dolores de espalda que sigue teniendo hoy y que datan de entonces. Y, sin embargo, aquellos pormenores difuminan la intensidad del sufrimiento, y solo el tono de voz deja adivinar lo diferente, lo ajeno, lo maligno. Pues la tortura no abandona al torturado, nunca, a lo largo de toda su vida. Mientras que los grandes dolores del parto abandonan a las madres a los pocos días, hasta tal punto que piensan con alegría en el próximo hijo. Es importante el género, no solo la intensidad de los dolores que se padecen.

Tengo la cabeza llena de esas historias, de esas elucubraciones. Siempre quiero saber cosas. Las leo y las escucho. Yo, que he ido perdiendo peu à peu el hábito de la fe, sigo creyendo, al parecer, en el aserto que alguien me escribió, cuando yo era niña, en mi álbum de poesías: Knowledge is power.Yo también cuento algunas, quiero decir algunas historias, cuando me preguntan, pero preguntan pocos. Las guerras pertenecen a los hombres, por eso hay memorias de guerra. Y del fascismo no hablemos, ya se haya estado en pro o en contra: asunto exclusivo de hombres. 

Además, las mujeres no tienen pasado. O no deben tenerlo. Es poco fino, casi indecente.

Que no haya ido a ver más a menudo al tal Hans se debe en primer lugar a mi indiferencia. He necesitado años para confesarme a mí misma que las relaciones familiares me traen sin cuidado. En el mundo entero existe hoy en ambientes judíos la costumbre de contar los parientes asesinados, de inculcar ese número en la mente de quienes han nacido después y de comparar lo que ha quedado del mishpoje, del clan. 

De ello resultan números horrendos, inmensas fosas comunes en cada familia. «Ciento cinco», dice uno, y el siguiente añade una docena más. Durante mucho tiempo, aunque no haya contado los muertos, también he intentado al menos retener reverentemente tales cifras y convencerme a mí misma de que guardo luto por esas personas que muchas veces yo no conocía o tan solo recordaba remotamente. Pero no es verdad, nunca estuve inmersa en tal clan familiar: este se disgregó cuando yo estaba empezando a conocerlo, no después. Se quisiera pertenecer a él, pero no es tan fácil. En el fondo, una nunca formó parte de él, la dispersión empezó demasiado pronto. 

A una, sin embargo, no le gusta verse a sí misma como una mónada, sola en el espacio, sino más bien como el eslabón de una cadena, aunque sea una cadena rota.

Se añade a ello que los vivos que pertenecen al antiguo círculo familiar vienés no me inspiran confianza, y más bien evito tropezarme con ellos. Sospecho que los de más edad se desentendieron de mí y que los más jóvenes harían lo mismo si se presentara la ocasión.

Pero la verdadera razón de por qué vacilo en ir a ver otra vez a Hans es mi mala conciencia. La madre de Hans, mi tía abuela, murió esa muerte, la más infame de todas, la de la cámara de gas. A ella yo la conocía bien, pues, cuando detuvieron a mi padre y no pudimos permanecer más tiempo en el distrito séptimo, mi madre y yo compartimos al principio un piso con los padres de Hans. La tía es hasta hoy para mí la persona que, por ser indigesto, me prohibió beber agua después de comer cerezas, socavando así la autoridad de mi ausente padre, que era en definitiva el médico de la familia («A él nunca le hacían caso, él nunca tuvo la más mínima autoridad», dice mi madre pesarosa); la que me quitó mi vieja colección de billetes de tranvía porque era una cosa antihigiénica; la que por la mañana, a oscuras, me obligaba a engullir en solitario, sentada a la mesa de la cocina, eso que llaman desayuno, aquel pan pegajoso y aquella bebida dulzona, con esa capa de nata por encima que, como es sabido, repugna a todos los niños del mundo, excepto a los hambrientos; que me regañaba cuando se daba cuenta de que estaba recitando poesías, un hábito que en mí pasó a ser obsesivo y que indudablemente no solo provenía de la afición al arte, sino que era también de carácter neurótico, hasta tal punto que iba murmurando versos por la calle; que se interponía entre mi madre y yo para que mi madre, su sobrina, cuando volvía a casa por la noche después de haber estado bregando con diversas oficinas estatales o buscando empleo, no se viese desbordada por las exigencias de la niña. ¿Qué voy a decirle yo ahora a su hijo si él, que la amaba, me pregunta por ella a mí, que la odiaba con el odio fino y afilado de los niños?

¿Y qué había de malo en recitar por la calle La maldición del juglar y otras baladas de Uhland y Schiller? «Hace mala impresión, no hay que llamar la atención por la calle».

 «Los niños judíos que se portan mal hacen rishes (“fomentan el antisemitismo”)». ¿Y eso qué importaba si la masa de la población estaba fanatizada y predispuesta contra nosotros? Los parientes de más edad, incluida esa tía que aquí llamaré Rosa, repetían la letanía que habían oído desde pequeños y que ante la nueva situación no se molestaban en corregir. Pero yo había nacido en 1931 y me parecía inconcebible que nadie pudiese creer que mis buenas o malas maneras pudiesen aumentar o reducir la catástrofe que ya había estallado. O que tía Rosa lo considerase posible. Y, como yo había nacido en 1931, comprendía fácilmente, sin haber leído a Sartre, que las consecuencias del antisemitismo eran indudablemente un problema —y considerable, además— judío, pero que el antisemitismo en sí mismo era el problema de los antisemitas, problema que ellos, y solo ellos, sin mi ayuda —no faltaba más— tenían que asumir.

Hay que conceder, sin embargo, para ser justos, que muchas veces las personas mayores, en su perplejidad y consternación, e independientemente de cómo se comportasen los niños, hablaban y hablaban de lo que ellos u otros judíos deberían haber hecho de un modo diferente para no predisponer en su contra al entorno. Así, por ejemplo, las judías que iban enjoyadas a un café habían hecho rishes. (¿Y para qué se compran joyas si no se las pueden poner? ¿Por qué no estaban mal vistos, o prohibidos, los joyeros?). Para ellas, las matanzas de judíos eran historia, pasado remoto, un pasado ruso o polaco tal vez, pero en cualquier caso superado hacía largo tiempo, y por consiguiente trataban de reducir esa nueva persecución a unas dimensiones modestas.

Me quejé a mi madre de aquella tía abuela. «Madre de chicarrones —dijo mi madre defendiendo a su tía preferida—. No tiene costumbre de tratar con niñas». Yo no veía en qué había que acostumbrarse ahí. Así, ella encarna, congelada en la muerte, la distancia con la generación de mis padres, y no puedo pensar con emoción ni en ella ni en el tío correspondiente. Al mismo tiempo me produce espanto el hecho de que la tía Rosa, muerta en el gas, sea solo un resentido recuerdo de infancia, la mujer que me castigó cuando averiguó que yo había tirado por el fregadero el cacao del desayuno. Por eso tuve que quedarme en la cocina hasta haber comido o bebido —no sé si fue lo uno o lo otro— más cantidad, en cualquier caso el estómago tuvo que ofrecer cabida, asqueado, a más de lo que hubiese querido, y solo entonces pude marcharme al colegio, lo que naturalmente fue bien desagradable. Pensé que las personas mayores debían ponerse de acuerdo en lo que exigían a los niños y no imponerles un castigo que para otras personas mayores era a su vez merecedor de castigo, por ejemplo, llegar-tarde como castigo por no-tomar-el-desayuno.



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