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Salvar la casa

Pese a pecar de prolija a veces, la prosa del mexicano Guillermo Arriaga en ‘Salvar el fuego’, premio Alfaguara 2020, tiene tal fuerza que te empuja una y otra vez contra la pared

Guillermo Arriaga (Ciudad de México, 1958) se hizo con el XXIII Premio Alfaguara 2020. Conocido internacionalmente por su faceta como guionista y director de cine (Babel, Amores perros, 21 gramos o Los tres entierros de Melquiades Estrada), es también el novelista de Escuadrón guillotina (1991), Un dulce olor a muerte (1994), El búfalo de la noche (1999) y El Salvaje (2016), con el que ganó el Premio Mazalán de Literatura 2017. Recientemente, Arriaga fue elegido como uno de los 100 mejores escritores de cine de la historia.

Salvar la casa

La ambición es obvia, pero, a pesar de que los registros son distintos —el de José y su carnal, el Máquinas, es más de acción, una subtrama con el mundo del crimen lindante con el narco, y el de Marina, la burbuja burguesa y culta—, Arriaga consigue darle credibilidad. Los personajes están diseñados de tal forma que nos llegan verosímiles, y la manera en que José y Marina se conocen —ella hará una representación y un taller literario en la prisión donde cumple pena Cuauh­témoc— y el fuego al que convocarán para quemar el bosque alrededor suyo también lo es sin caer en estereotipos y clichés. Es decir, el marido de Marina no es idiota ni su matrimonio una cárcel, José no es una suerte de buen salvaje, sino una máquina de violencia desde la calle, la sangre, la rabia, pero también desde los libros.

Arriaga asume más retos. El de tratar de explicarnos algunos de los muchos Méxicos que hay en su país sin tentación maniquea. No hay buenos o malos por los prejuicios del narrador respecto a clase social o posición política. Él mismo lo dice —en el primero de los ficticios textos de presos del Taller—, que el suyo es un país dividido entre los que tienen miedo y los que tienen rabia. La corrupción, las relaciones entre narcos y Gobierno, las mujeres como eternas víctimas de toda esa violencia, el mundo penitenciario, las altas esferas del poder. Toda la mugre, toda la podredumbre, pero también toda la generosidad y honestidad posible.

Nos habla también del racismo de hoy y el de siempre hacia todo lo indígena (el personaje del padre es esencial para ello). Las escenas de acción (marca de la casa en sus libros y pelícu­las) funcionan, las relaciones también —algunas extremas, casi al límite con lo paródico—, el proceso de dudas y confusión de los personajes, la idea de redención en y de la literatura o el amor o la descripción del mundo carcelario son todo buenas noticias dibujadas con un estilo limpio y contundente. Nunca desmañado ni exuberante, pero tampoco “literatura tiburón”, ese escribir donde se impone lo imperfecto pero vivo —el art brut de los presos— a la maquinaria perfecta pero hueca. La prosa de Arriaga tiene tal fuerza que te empuja una y otra vez contra la pared. No hay nada de lo que haga que no sea consistente: la verosimilitud de los personajes, de sus acciones y tribulaciones nos llegan al cerebro, las entendemos y valoramos pero no conectan con nuestra emotividad porque siempre es Arriaga quien nos empuja, nunca sus personajes o sus conflictos.

Es el fuego del narrador Arriaga pero no el de las máscaras por lo que —llevando la contraria a Jean Cocteau— quizás, en esta ocasión, habría que haber salvado la casa y no el fuego. Sin embargo, muy al contrario, Arriaga sacrifica la casa y toma la decisión consciente de narrarnos esta historia polifónica prescindiendo del relato elíptico en sus casi 700 páginas. Nos explica todo a medida que va sucediendo. Sin cortes ni saltos temporales. Y no estorban tanto los detalles como que se nos cuente toda la acción perdiendo, por esa causa y en muchos momentos, tensión narrativa sin acreditar qué está ganando a cambio el lector.



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