Robos generalizados
Hoy se expande en el mundo civilizado una cultura favorable a la transparencia en la transmisión de obras de arte
Las obras de arte son frágiles, vulnerables, objeto predilecto de adulteraciones, falsificaciones, fantasías y dineros de todos los colores. Se transmiten por el mero cambio de manos y a veces la posesión se adquiere sin contratos ni formalidades. No hay escritura ni registro que valga. La compra de un coche o de un televisor requiere más papeleo que la de un dibujo de Murillo. Hasta llegar a nuestro tiempo en el que afortunadamente se expande en el mundo civilizado una cultura favorable a la transparencia y a la seguridad jurídica.
De tan civilizada cultura forma parte el impulso internacional en favor de la devolución de las obras adquiridas por medios ilícitos. El mejor ejemplo es el de la reversión de los bienes saqueados —el término inglés looted art resulta insuperable— por los nazis. El expolio nazi fue generalizado y sistemático pues, en contra de lo que se suele decir, algunos jerarcas de aquel sistema —incluido el mismísimo Goebbels— tenían buen gusto y fino olfato —escrúpulo ninguno— para apropiarse de los mejores cuadros de las vanguardias alemanas. Lo calificaban de "arte degenerado" al mismo tiempo que se lo apoderaban a través de, digamos, transacciones a bajo precio con el fin de adornar sus mansiones o de colocarlo en el mercado internacional a través de avispados marchantes suizos. A partir del famoso caso de Maria Altmann y la llamada dama de oro [Retrato de Adele Bloch-Bauer I, de Gustav Klimt] que hoy atesora la Neue Gallery de Nueva York gracias al mecenazgo del señor Lauder, la comunidad judía internacional se activó y los tribunales tramitan hoy decenas de reclamaciones de restitución.
Una de ellas afecta especialmente a España. En unos meses se aguarda la decisión del Tribunal Superior de California sobre la demanda interpuesta por el señor Cassirer que, de visita a nuestro país hace unos años, identifico en las paredes del Museo Thyssen-Bornemisza el cuadro de Pissarro del que tanto había oído hablar en su familia. A pesar de los años transcurridos, el Tribunal ha resuelto sobre el derecho aplicable y ha entrado a conocer del fondo del asunto. Veremos. Está en juego la doctrina de la imprescriptibilidad de las acciones procesales fundadas en la comisión de delitos y otros actos ilícitos vinculados a conflictos de guerra o el genocidio.
Más reciente es el reconocimiento por las naciones occidentales del expolio colonial. El Gobierno de Macron ha auspiciado el informe Savoy-Sarr favorable a la restitución de arte a países africanos como Mali, Benín, Nigeria, Senegal, Etiopía o Camerún, fruto de expolios durante las guerras coloniales de finales del siglo XIX y en las misiones etnográficas de la primera mitad del XX. Veremos crecer las reclamaciones —negociadas, a ser posible— en los próximos años y pocos dudarán de la justicia que merecen.
Volvemos a España. Nuestro país ha sufrido expolios tan terribles como el producido por las tropas francesas en la Guerra de la Independencia y la lenidad de Fernando VII o la diáspora de arte español durante el primer tercio del siglo XX con la complicidad y a veces la mediación de autoridades, políticos, artistas famosos e historiadores del arte bajo la sombra. En esos años y hasta la primera ley de protección del patrimonio histórico que data de 1933, salieron de España muchas de las obras maestras que hoy contemplamos en los museos de Londres o Nueva York.
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Pero el episodio más sórdido, el más miserable, se produciría poco tiempo después y sus consecuencias llegan hasta nuestros días. Durante la Guerra Civil, en el Madrid asediado, el Gobierno de la República creó la Junta de Incautación del Tesoro Artístico que, a pesar de su nombre y de las leyendas que nos han contado, no era un instrumento de apropiación de bienes privados, sino exactamente lo contrario. La junta inventarió, protegió y situó en lugares seguros más de 22.500 obras de arte. El expolio español se produjo después cuando, acabada la contienda, las autoridades franquistas continuaron incautando bienes de militares y simpatizantes republicanos y, peor si cabe, cuando unas 5.500 obras no fueron devueltas a sus legítimos propietarios ni a sus herederos sino asignadas a otras personas físicas o diseminadas en museos, instituciones eclesiásticas y organismos públicos.