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¡Que todo mundo se entere!

Nos creemos con el derecho a saberlo todo de todos. Líderes mundiales, políticos nacionales o participantes de realities, son víctimas de nuestro canibalismo con la intimidad del resto

Monica Lewinsky besa al presidente Bill Clinton en 1996.¡Que todo mundo se entere!

Hay noticias que explican el mundo de una forma incluso demasiado literal. Por ejemplo: que Google, el gigante de los datos, busque sede para su cuartel general en Berlín y desde el Ayuntamiento se le ofrezca el edificio que fue sede de la Stasi (la policía política de la República Democrática Alemana).

En efecto, el campo de pruebas de esta época de liquidación de la vida privada fue la época soviética. De espionaje de Estado a espionaje de empresa, la sede de la Stasi es como esos templos que van viendo sucederse diferentes cultos al albur del poder dominante, ahora iglesia católica, ahora mezquita musulmana, da igual mientras se reúna y someta a la grey.

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ES EL SIGNO DE LOS TIEMPOS

En sintonía con el dicho de Reinhard Heydricht: “lo fundamental no es la norma legal, sino los ojos vigilantes de la población”. Ciertas reglas valen para la democracia total.

Todo el mundo tiene derecho a saberlo todo de todo el mundo. Es la desaparición de la vida privada, cuyos andrajos se convierten también en espectáculo. Empezó pareciendo que el pudor era una especie de manía carpetovetónica, luego se asaltó la intimidad, ahora ya el mundo entero es porno duro.

Pero cuando todos espían y todos son espiados, uno acaba por comprender que está en representación constante, que no hay espacio seguro, que más vale emitir sólo mensajes anodinos. Psicológicamente es extenuante; socialmente, empobrecedor.

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¿CUÁNDO EMPEZÓ ESTA DERIVA?

En España, Txiki Benegas fue un precursor. En abril de 1991, una conversación privada que sostenía el entonces secretario de organización del PSOE fue pirateada y sirvió para que toda España se enterase de que estaba peleado con el ministro Carlos Solchaga y que a Felipe González lo conocían en las altas instancias del PSOE como Dios o como Number One. Se vertieron ríos de tinta.

Eran los tiempos inaugurales del teléfono celular. Todavía los más cándidos podían creer que sus conversaciones privadas eran privadas. Pero pasan las décadas y hoy todavía el ciudadano cree que el buscador de Internet o aplicaciones de contactos de confianza, buscar amigos y demás son inocentes: al fin y al cabo, ¿no requieren el consentimiento del otro?

Hasta los políticos más veteranos siguen sin ver en los prácticos aparatitos un colaborador incierto, un traidor, un espía.

Angela Merkel se entera de que los servicios secretos de Estados Unidos (país amigo) llevan años espiándola a través de su celular. Hillary Clinton pierde las elecciones por usar el suyo… o más bien porque su aura quedó lastimada para siempre años atrás, cuando la superpotencia dedicó cientos de millones de dólares a averiguar todos los detalles sobre la felación que le había hecho una becaria a su marido, cuando este era el hombre más poderoso del mundo. Un mundo que retuvo el aliento durante meses para saber si quedaban o no manchas en el vestido de la señorita Lewinsky.

Para siempre quedaron los Clinton como una pareja turbia y sospechosa. Pues del escrutinio universal nadie sale sin parecer ridículo o sospechoso. Con la salvedad, tal vez, del actual presidente americano Donald Trump, para lo que sólo cabe una explicación: que lo que se quiere al apoyar a ese fenómeno va más allá de él, se da por descontada su miseria personal, pues lo que se quiere de él es esa violencia, esa idea de una violencia que nada, ni nadie va a parar.

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LA INTRUSIÓN EN LA VIDA DE OTROS

El ciudadano no sólo acepta estas intrusiones en la vida de los otros, sino también en la propia. Colabora con ellas creyendo erróneamente que al fin y al cabo no tiene nada que ocultar, su vida privada no es monetarizable y la pérdida de su privacidad no tiene consecuencias.

Se fechó el inicio de este proceso en España en los años 90, en un momento estelar de la televisión. El actor Jesús Puente pilotaba un programa-concurso que ponía a prueba la compenetración de las parejas concursantes con una serie de preguntas. “¿Qué es lo que su esposa no querría que se supiera?”, le preguntó a un marido. Y este respondió: “¡que se orina cuando ríe!”. Y puso un ejemplo: el otro día él y “su media naranja” subían en el ascensor con una pareja de amigos, se pusieron a contar chistes y la mujer se rió hasta que “¡se orinó!”.

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LA VIDA PRIVADA EN EL MUNDO DIGITAL

Por fin nos incorporamos al avanzado mundo anglosajón, al Reino Unido de los ciudadanos reservados que consideraban que “my home is my castle” (mi hogar es mi castillo), pero que consideró de vital interés que el mundo supiera (en 1992) la envidia del príncipe Carlos de Inglaterra por los támpax de su amante (Camilla), en aras de la democracia y la libertad de expresión.

La tolerancia, o mejor dicho, la aquiescencia, con la liquidación de la vida privada empezó en la televisión, siguió en los comercios y las calles, donde no nos parece mal que las cámaras nos observen permanentemente, sino que se extendió al mundo digital.

Cuando el derecho a la privacidad colisiona con el derecho a la información y la libertad de expresión, este se pierde. El honor es una antigüedad del siglo XVII. El poder de la opinión digital de la masa, que lincha moralmente a cualquiera como la plaga de langosta poda un sembrado en un minuto, ha sido un acelerador de este virus con el que “todo mundo se entere” y se libera de los remilgos y la mojigatería que había llevado hasta hace poco como molesta carga represora.

Desde entonces, el mundo se hace rápidamente más informado, pero también más vulgar, con el daño colateral de que información y bajeza parecen cada vez más confundidas e inseparables.

La ecuación que conjuga la tecnología, la opinión de las masas y la devaluación de la privacidad es un camino tan directo como cualquier otro hacia el escepticismo. El lujo máximo, sólo accesible para la élite, es la desconexión y el palacio más admirado, que anula el campo electromagnético exterior. Y cuyas versiones más humildes son esos benditos elevadores donde no funciona el celular o esos auriculares que te procuran un silencio tan íntimo y total que de pronto si alzas la vista ves un rostro que te está gritando y en respuesta tú también gritas: “¿qué? ¿qué? ¿qué?”.




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