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‘Purgatorio’, el debut literario de Jon Sistiaga

El escritor y periodista recurre a su experiencia en terrorismo y conflictos armados para abordar la desolación infinita de las víctimas, la vergüenza de algunos de los asesinos y la falta de arrepentimiento de los profetas del odio

Si empezaba a escribir, seguramente pasaría el resto de su vida en la cárcel. Cerró los ojos y volvió a pensarlo por última vez, apretando fuerte el bolígrafo con la mano derecha. Si confesaba, estaría redactando su propia sentencia y a lo mejor su epitafio como persona, pero también saldaría viejas cuentas con todos sus demonios y algún que otro antiguo amigo. La tenue luz que colgaba del techo iluminaba la primera página de una pequeña libreta de cuero negro en la que iba a escribir esa condena. Sentado allí, en el rincón preferido de su restaurante, junto al pasillo que lleva a los baños, este hombre abatido ya hacía tiempo que había puesto su alma en la cola de espera del purgatorio.

Fragmento de la portada de ‘Purgatorio’, de Jon Sistiaga.‘Purgatorio’, el debut literario de Jon Sistiaga

El edificio, una vieja fundición de hierro, tenía más de un siglo. Josu lo había comprado en ruinas y lo restauró manteniendo la planta original y las robustas paredes de piedra. En la parte exterior del complejo todavía resistía en pie uno de los antiguos hornos que fundían el mineral extraído de las cercanas minas de Ibarla. Una cascada de hiedra verde lo cubría entero, dándole un cierto aire fantasmal y misterioso. Toki-Eder estaba situado a las afueras de Irún, en uno de los últimos meandros que trazaba el río Bidasoa antes de diluirse en el Cantábrico. A Josu le gustaba contar a sus clientes que ese río tan barojiano abrazaba y bendecía a su restaurante y que el aventurero Zalacaín, del que siempre hablaba como un personaje real, había pasado por allí en alguna de sus correrías.

Josu, pelo canoso y abundante a sus cincuenta y cinco años, vestido siempre con vaqueros y camisetas oscuras que le daban un cierto aire de artista abstraído, era el alma de todo aquello, pero ahora, inclinado contra esa mesa, estaba a punto de romper con su pasado y destrozar su presente. Su popularidad y su éxito como restaurador se habían construido sobre una mentira miserable y atroz. Abrió los ojos y miró con melancolía las mesas vacías del restaurante después de un viernes trepidante de trabajo. Le dio mucha pena perderlo todo, pero empezó a escribir con pulso firme en el diario.

En Behobia, 35 años después…

No sé por qué quiero contarlo. Ni por qué ahora. Supongo que necesito sacar todo este pus de dentro. Esta pena honda que me pudre.

No quiero tachar nada de lo que escriba en este cuaderno. Lo que salga será lo que siento. Y de lo que me avergüenzo. Así que «pena honda» no es seguramente la mejor expresión. Debería decir la vileza que me pudre desde hace tiempo. Y la CULPA. Con mayúsculas. La CULPA por haber sido un canalla y seguir siendo un cobarde.

Ya está bien de callar.

Ya casi nadie recuerda a Imanol Azkarate, excepto la familia y los amigos que acuden a su homenaje en cada aniversario. Su hija…

Yo fui uno de los que le secuestraron hace 35 años.

Yo fui el encargado de meterle un tiro en aquel bosque húmedo y oscuro, cuando la Dirección nos comunicó que había problemas para cobrar el rescate.

También fui yo el que le habló, cocinó y entretuvo aquellas dos semanas angustiosas. El único del comando que tenía humanidad para charlar con él y jugar a las cartas durante largas horas, y el único con cojones para matarlo. Mi primer muerto. Mi último muerto. Para los periódicos, otro de los asesinatos sin resolver de la banda…

¡Así es como hay que llamarlo! Asesinato. Ni acción armada, ni ejecución, ni atentado, ni ekintza. Por su nombre: ASESINATO… Supongo que entonces eso me convierte, por fin, en lo que siempre he sido: un asesino

La mano de Josu se detuvo al acabar de redondear con el bolígrafo la última letra. Ni siquiera añadió el punto final. Perfeccionó esa o repasándola una y otra vez y luego fijó la mirada en la palabra que acababa de escribir: «asesino». Y volvió a cerrar los ojos, cansado de su silencio, de su impostura, profundamente triste, porque sentía en ese momento que llevaba toda la vida ocultándose de sí mismo. Escondiéndose de Josu. Del otro Josu, de aquel al que llamaban Poeta por su afición a leer. ¿De qué le sirvió tanta lectura? ¿Tanta filosofía y tanta novela? Matar es un acto mecánico. Una suspensión temporal de humanidad. Se deja de ser persona. En realidad, se deja de ser humano. Da igual la formación, los estudios, los valores. Cuando se hace, cuando se mata, se iguala en inhumanidad a otros asesinos. Pero cuando esa suspensión temporal finaliza, se vuelve al Yo. Al de antes. Y eso es lo que Josu, a diferencia de otros asesinos como él, no había sabido asimilar.

Poeta fue solo un alias, un sobrenombre, un nom de guerre, como le gustaba decir entonces con cierta arrogancia. En la Organización no había nombres ni apellidos. El alias era lo primero que te daban en el ritual de iniciación, en la primera cita. Una ceremonia rápida y furtiva en la que el aspirante pasaba a convertirse en miembro de esa comunidad de elegidos. Poseer un alias te permitía desdoblar tu personalidad. Ser el de siempre ante los de siempre, y el héroe arriesgado y entregado a la Causa para los partidarios de esa causa. Ser Josu para la familia y para los amigos de la cuadrilla, y Poeta para los compañeros de lucha. Una nueva y rutilante identidad clandestina.

En realidad, Poeta era solo un mote. Un simple mote para despistar a la policía y ganar tiempo en los interrogatorios sin identificar a otros. Josu lo sabe. Si es que algún día la tuvo, hace años que se despojó de cualquier épica revolucionaria. Incluso le fastidia encontrarse de vez en cuando por el restaurante con ciertos conocidos de aquella época, antiguos miembros de la Organización que van saliendo de las cárceles y que mantienen todavía, orgullosos, el alias de entonces, tratando de aferrarse a su pasado y conservar así una notoriedad o un reconocimiento del que ahora, acabada la lucha, perdidas la guerra y la esperanza, carecen.

Muchos de ellos, pensaba Josu, son solo títeres extraviados que añoran los tiempos en los que se alistaron como candidatos a mártires. Al menos, entonces se creían alguien. Y los suyos les hacían sentirse importantes. Ahora, muchos de ellos estaban sin trabajo. En una Euskadi que no era la que soñaron. Deambulando de bar en bar. Mendigando una cerveza o una sonrisa. Un trabajo. Una mirada, apenas, que los llevara a pensar que valió la pena. Josu lo tenía mucho más claro, porque hacía tiempo que había reconocido la sordidez de su pasado.

…un asesino. Eso es lo que soy. Un verdugo. Un eliminador de vidas.

Imanol Azkarate no merecía morir. Bueno, nadie merece morir. ¡Joder, tenía una hija de mi misma edad! Pobre Alasne. A veces viene a comer por aquí. Siempre sola. Y yo intento evitarla. Me meto en la cocina a echar una mano para no tener que sostenerle la mirada.

Le destrozamos la vida a ella también. No tuvo hijos, ni pareja…

Nunca se identificó al comando. Nunca nos descubrieron. Yo seguí haciendo mi vida habitual. Disimulando. Acudiendo a aquellas grandes manifestaciones del principio, tan multitudinarias, tan ilusionantes, con toda esa gente marchando junta. Allí yo sentía, rodeado de todos ellos, que tenía su aprobación para lo que había perpetrado.

Que me perdonaban por haber matado.

Que había hecho lo necesario por nuestro pueblo…

Josu recordaba aquellas verbenas de verano. Las canciones en euskera cantadas a coro por decenas de personas. Los vasos de kalimotxo y los pintxos de txistorra. Ese momento de la tarde en el que sonaba la letra de aquella canción: «Voló, voló, Carrero voló…», y todos en la plaza lanzaban al aire sus jerséis, sus pañuelos, sus txapelas, lo que tuvieran a mano, celebrando la muerte. Se brindaba por un cadáver. Y lo hacían niños, mujeres, adolescentes, abuelos. Todos. Había un fervor inexplicable por aplaudir el asesinato de la mano derecha de Franco, aunque hiciera ya tiempo que España había abrazado la democracia.

Esa liturgia ceremonial en forma de prendas lanzadas al aire se convirtió, durante años y años, en una tradición irrenunciable de todas las fiestas patronales del País Vasco: «…y hasta el alero llegó…». El momento sublime de comunión identitaria. Todos los buenos vascos, los auténticos, los comprometidos, los que se guiñaban el ojo entre sí en señal inequívoca de que compartían las mismas metas y los mismos métodos, cantando abrazados. También participaban otros menos significados, más tibios, que no se dejaban ver por manifestaciones, pero se sentían a gusto en aquellas ceremonias tribales de las fiestas populares. Y esos vascos, con su presencia, prestaban una aceptación tácita a esos akelarres. Su clamoroso silencio otorgaba legitimidad al uso de esa fuerza imparable que emanaba del Pueblo. Que provenía de la mismísima alma de la Nación. Y Josu, lo recuerda bien ahora, disfrutaba de aquella sensación eufórica de pertenecer a algo muy bonito, a un movimiento de gente generosa que arriesgaba su vida por alumbrar un nuevo futuro para Euskadi.

Nunca me consideré un héroe, ni un gudari, ni alguien especial. Renuncié a la Organización después de aquello. Fue todo muy duro. Me superó. Pero también es cierto que durante años y años me sentí liberado de cualquier responsabilidad. Dispensado de tener remordimientos. De alguna manera, perdonado por los míos, que me eximían de cualquier reflejo de culpabilidad. En las guerras se mata, nos repetían, y hay muertos, y los Nuestros (esa palabra tan manoseada) también caen.

Así que había un empate moral. Mejor dicho, Nosotros gozábamos de cierta superioridad moral, porque éramos los buenos, los oprimidos por Ellos.

¡Ellos! ¡Nosotros! Qué expresiones tan asesinas y dañinas.

Ellos eran los eliminables. Los obstáculos para nuestra liberación nacional. Los prescindibles.

Así pensaba yo hace 35 años. No veía víctimas, sino objetivos. No hablaba de industriales o empresarios, sino de explotadores. Los robos a bancos eran expropiaciones y los secuestros, la forma de recuperar la justa plusvalía que esos explotadores debían reintegrar a la clase trabajadora vasca.

¡Qué fuerte que yo escriba esto ahora, dueño de un negocio de doce empleados! Pero, en fin, ese era Poeta. Un idealista, sí, pero también un iluminado. Alguien que cosificaba a los enemigos de su ideología para despojarlos de su humanidad. Si dejaban de ser personas, era más fácil sacrificarlos.

Así nos adiestraron. 

En el odio.

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Jon Sistiaga



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