‘Piedra, papel, tijera’ o cómo despertar de la pesadilla de la historia
Los relatos de Maxim Ósipov indagan sin juicios morales en las formas del desmoronamiento personal que acompañaron la caída del régimen soviético
“Madrecita Sofía, ayúdame a comprar un piso más barato y ya reformado. Y con todos los papeles en regla”. “Ayuda a Anna a recuperar la salud y haz que regrese conmigo para siempre”. “Ayúdame a olvidar a Vlad”. Las peticiones en el muro del monasterio son simples, pero su satisfacción no lo es, como sabe el “hombre del Renacimiento” que protagoniza uno de los relatos más extensos del nuevo libro de Maxim Ósipov, una de esas personas en las que “están puestas todas las esperanzas” del “grandioso experimento” que, en palabras de uno de sus profesores, es la sociedad pos-soviética; en ella, todos los mayores de 30 años son “emigrantes, a decir verdad”. No queda más que mirar la realidad a través de la mira telescópica de un arma.
“Durante el socialismo (…) era como todos: creía y no creía. Estaba el país, su hija. Tenían ideales, y también temores. Llegó el fin del socialismo y el país se desmoronó”, hace decir el autor a un personaje; si para unos “la Unión Soviética era la realidad, lo era todo” y para otros fue “una locura colectiva”, Ósipov no tiene interés en tomar partido. Lo que lo mueve es la indagación de las formas del desmoronamiento personal que acompañaron la caída del régimen soviético; del escritor que ya no tiene lectores a la joven que trata de abrirse paso en su profesión a fuerza de relaciones “convenientes”, del padre que arregla que su hijo no vaya a Afganistán (“en mi vida ha habido muchos momentos tristes, incluso vergonzosos, como en la vida de casi toda persona, sobre todo si es soviética, pero en actos como este no vamos a participar”, dice) al anciano cuyas opiniones no han cambiado mucho en las últimas décadas (“A los polacos, al paredón. A los rusos, al paredón. A los judíos… A los judíos, a uno de cada dos”), todos los personajes de Piedra, papel, tijera tienen la sensación de no poder vivir su “propia vida”, impedidos como están por fuerzas políticas y económicas que cambiaron de signo, dejándolos desorientados y huérfanos, pero no perdieron ni un ápice de su fuerza destructiva. “Es asombroso, pero”, afirma Ósipov en ‘Sventa’, el relato más explícitamente autobiográfico del volumen, “mis preocupaciones de hace unos treinta años son exactamente las mismas que las de ahora: 1) no ensuciarme, no envilecerme, 2) no ir a parar entre rejas y 3) no dejar pasar la oportunidad cuando llegue la hora de partir para siempre”. Es como si, sostiene otro personaje, “estuviera sentado de espaldas en un tren y mirara por la ventanilla. Y allí apareciera el pasado, sólo el pasado”.
“Soy maestro de lengua y literatura rusas, soltero y sin hijos. He vivido durante toda mi vida (…) en nuestra ciudad, que es un hermoso lugar dotado de la triste belleza de la Rusia central y, si no nos fijamos en lo que ha hecho el hombre, un lugar muy hermoso. Aquí, al parecer, viviré para siempre: aquí he nacido y aquí moriré. Antes, durante mi juventud, esta idea me deprimía; ahora no”, escribe uno de los personajes del libro: procuró ser justo, y al intentarlo posiblemente haya ocasionado la muerte de una joven, pero el autor no lo juzga: como Grace Paley, como Alice Munro y Lorrie Moore, Ósipov parece haber adoptado de Chéjov la idea de que el juicio moral es inútil, así como la certeza de que, cualesquiera que sean las acciones de los personajes, éstas están presididas por razones y circunstancias que sólo pueden inspirarnos compasión.