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¡Óigame no!

Solía yo tener una noviecita en el kínder. Lo cierto es que uno, a esa edad, se toma muy en serio esas cosas del corazoncito (en diminutivo porque estábamos chiquitos); al menos yo sí lo hacía

Solía yo tener una noviecita en el kínder. Lo cierto es que uno, a esa edad, se toma muy en serio esas cosas del corazoncito (en diminutivo porque estábamos chiquitos); al menos yo sí lo hacía. Todos los días le compartía de mi lonche; aunque vivía yo a media cuadra de la escuelita, no me iba hasta que la recogían a ella; y con los incipientes conocimientos que empezaban a darnos, garabateé sus iniciales en una esquina de mi cuadernito: M.O.

¡Óigame no!

Se acercaba el día de las madres, y mi amada maestra Elba escogió algunas parejitas para un bailable que presentaríamos en el festival. A mi noviecita y a mí nos puso, obviamente, como pareja (la maestra también se tomaba muy en serio esta situación de la relación sentimental). Con bastante tiempo, estuvimos ensayando, preparando el vestuario (nuestras mamás) y todos esperábamos con gran anhelo el día de nuestra presentación.

Pues resulta que ese día, ya todo listo, yo con mi vestuario puesto, nos dispusimos a dirigirnos al lugar donde se realizaría el festival, un salón de eventos. Nosotros no teníamos carro en ese entonces, así que mi mamá llamó a un taxi. Ahí estábamos afuera de la casa esperándolo, y los minutos pasaban. Y pasaban. Y seguían pasando. Y el carro no llegaba. Después de mucho rato, finalmente llegó, creo que había tenido un problema mecánico.

El caso es que, a causa del retraso, para cuando llegamos al salón, el baile de mi grupo ya había comenzado ¡y mi noviecita estaba bailando con otro niño cuya pareja tampoco había llegado! Ahí estaba yo, al pie del foro, vestido de chiapaneco, con mis ilusiones hechas pedazos, viendo cómo otro niño pedaleaba mi bicicletita, metafóricamente hablando. Mi madre me tomó fuertemente de la mano, supongo que imaginaría lo que aquello significaba para mí.

En ese momento, casi con lágrimas de coraje en mis ojitos, vinieron a mi mente las horas de preparación, el anhelo de querer bailar para mi madre y, en especial, la emoción porque bailaría con mi noviecita. Mi sangrita me empezó a hervir en las venitas, y creo que sufrí una transformación parecida a la de Hulk, solo me faltó ponerme verde. 

De lo más hondo de mi adolorida almita, me dije: “¡Óigame no!”. Y antes de que mi madre pudiera reaccionar, más rápido de lo que me tardo en platicárselos, me solté de su mano, me subí al foro, me planté frente al usurpador, lo tumbé de un derechazo y nos liamos a golpes frente a las atónitas madres, que en principio no atinaban a entender si aquello era parte del espectáculo. Ya podrán imaginarse la histeria colectiva que se armó cuando finalmente intuyeron lo que ocurría. Yo me imagino que a mi maestra Elba se le cayó el pelo y algo más en ese momento, pero entendiendo lo que ocurría, subió rápidamente al foro, bajó al otro niño y me dejó que terminara el baile con la dueñita de mi corazón. Imagino también que a mi madre le deben haber entrado unas ganas tremendas de declararme huérfano en ese momento, pero yo conseguí lo que quería. Como trofeo de ese día, conservo una foto de M.O. y yo en pleno baile (nótese la expresión de mi cara, así como diciendo “y nomás que vuelvan a querer pedalearme mi bicicletita”).

Cambiando el destino

A veces uso la expresión de luchar “con garras y dientes” por aquello que queremos. En esa ocasión yo literalmente lo hice (creo que sí alcancé a tirarle unas cuantas mordidas a mi rival). Y ese es mi punto en esta ocasión, después de esta trágico-cómica historia. Hay ocasiones en que, por mucho tiempo, trabajamos por alcanzar algún sueño, por algo que anhelamos conseguir, y entonces, cuando aparecen obstáculos, problemas o inconvenientes, tranquilamente dejamos ir esos sueños. Óigame no, tanto que trabajamos, para que así tan fácil dejemos que algo o alguien no solo pedalee nuestra bicicleta, sino que tranquilamente nos la robe frente a nuestras narices. 

Ahora, aquí es importante tomar en cuenta aquello que leí en una ocasión: “Señor, dame valor para cambiar las cosas que puedo cambiar, serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, y sabiduría para reconocer la diferencia”. Muchas cosas no podrás cambiar, pero te aseguro que, en un gran porcentaje, hay muchas otras que sí puedes cambiar, y al perseverar en eso, cambiarás tu propio destino.

Así que la próxima vez que alguien (o algo) se quiera robar tus sueños e ilusiones, dile: “¡Óigame no!” y disponte a romperle la maceta al que se atreva a querer hacerlo.



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