La nueva literatura que refleja el dolor de los escritores
Una joven generación de escritores relata el desánimo instalado. Hijos de la crisis y la explotación laboral, sus integrantes describen un vacío
El hijo de la farmacéutica vive por las competiciones de altavoces. Cada domingo conduce hasta un polígono abandonado de León tras enjoyarse el oro de su abuela muerta, comerse un ladrillo (así llama a los ansiolíticos), lanzar un beso a su reflejo en el espejo y desayunar Red Bull con cigarrillos.
Lo suyo es pinchar bakalao desde el Citroen ZX gris de su abuelo.
Fiestas de tuning en uno de esos no-lugares que, tras el cierre de la mina y las fábricas de la zona, se ha convertido en lo que te enseña Google cuando tecleas “espacio liminal”, sitios de paso que no pisa nadie y donde las pintadas de los muros semiderruidos asoman descoloridas, sin vida.
Él ya tiene más de 30, no se le conoce trabajo legal y en el polígono siempre lo esperan chavalas con el mismo plumón, botas y flequillo. Por eso no puede evitar “sentirse como si estuviese de fiesta en una cadena de montaje” y se pone ansioso porque ni allí acude la que de verdad le interesa ni le quedan más ladrillos en el bolsillo.
Con el relato de la historia de amor del hijo de la farmacéutica y la hija del de los piensos parte Facendera (Anagrama), la novela narrada por un veinteañero que explica este idilio con tintes de tragedia a otra joven, Aguedita, mientras transcurre una fiesta en un piso de Madrid. Para impresionarla y darse importancia, el narrador recurrirá a los cotilleos de su educación sentimental en un municipio sin nombre en la cuenca minera leonesa.
Un pueblo donde “todo el mundo está triste pero nadie lo reconoce” y la crisis ha provocado que parezca que “toda la población activa ha acabado trabajando para el Ayuntamiento”. Si la facendera era un trabajo comunitario típico de León al que iba todo el pueblo –como cuando los “viejines” y los niños se juntaban con los jóvenes para arreglar la plaza en una tarde–, la de esta novela se articula como un apaño amoroso o relato de relatos. Un emocionante patchwork de anhelos comunales superpuestos cuando todo pinta gris oscuro casi negro.
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“Quería escribir sobre las historias que inventamos para tapar nuestras inseguridades. Tenía fragmentos sueltos, frases apuntadas de historias o cuchicheos que me sonaban de pequeño, recuerdos de las batallitas de los chavales de mi pueblo que hacían tuning o iban a la ermita a enrollarse.
Supongo que tenía ganas de juntarlo y escribir de donde vengo, porque es lo que conozco y porque no sabía de ninguna novela sobre ese desapego, ansiedad y estética tan particular”, apunta su autor, Óscar García Sierra, un reservado leonés de 28 años que no revela el nombre de su pueblo y que está afincado en Madrid desde hace casi una década. Este lingüista debuta en la ficción tras publicar un poemario sobre los pensamientos que escribía en las notas de su móvil mientras se encerraba en los baños estando de fiesta, Houston, yo soy el problema (Espasa, 2016).
Un libro que fue editado por la desaparecida Belén Bermejo, a la que dedica Facendera y homenajea infiltrando en el texto la frase de su último tuit.